ALANNA BECKER

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Si algún día te vas, recuerda que puedes encontrarme en el mismo lugar que nos vimos por primera vez.

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Al ver a Hanniel sin vida, un recuerdo llega a mi mente.

Era verano y por las altas temperaturas en la ciudad, su abuelo tuvo una descompensación y fue internado en la clínica. Hanniel pasó cuatro noches cuidándolo. Por supuesto, yo la acompañé. No me importaba si al día siguiente corría a casa para ducharme e ir temprano a clases, llevar los cuadernos de Hanniel y escribir doble las lecciones y hacer sus trabajos para que no pierda ninguna materia. Incluso tuve que hablar con dos profesores para que vuelvan a tomarle un examen cuando llegara. Fueron días terribles para ella y su familia. Noches llorando, días rezando. Acompañarla fue la forma de darle mi apoyo, mantenerme firme y fuerte, a pesar de los recuerdos rotos que cargaba en mi espalda cuando mi abuelo murió. Sabía por lo que ella estaba pasando, entendía el dolor que sentía y que sentiría si le pasaba algo malo a su abuelo.

Por las noches lloraba hasta que se quedaba dormida en mis faldas junto a la cama de su abuelo o en la sala de espera. El sueño me vencía a mí también, y cuando los primeros rayos del sol entraban por las ventanas que iban de suelo a techo, ya estábamos despiertas. El sexto día su abuelo se recuperó y volvió a casa. Durante un mes Hanniel estuvo callada en las clases, tampoco compartía mucho tiempo conmigo por cuidarlo, también se dormía en las clases y sus calificaciones bajaron.

Un día decidí mostrarle un poco más allá del mundo, de los problemas que nos aplastan y que nos cortan la visión de lo que tenemos para vivir, de la gama de colores que hay aparte de los grises.

Le enseñé dos tickets para ir a la feria y pasearnos en todos los juegos mecánicos. Ella no lo sabía, pero tuve que trabajar tres noches enteras como mesera en uno de los restaurantes de la ciudad para poder comprarlos.

Para mi buena suerte, se animó y fuimos a la feria.

Estaba abarrotado de personas que sonreían y gritaban de la emoción. Abundaban más los niños y los jóvenes como nosotras. Las luces de Neón pintaban el cielo de colores vivos y proyectaban tonos fuertes. En alguna parte lanzaban fuegos artificiales que cada diez minutos hacía estallar el cielo en cientos de estrellas que desaparecían en segundos. Caminábamos agarradas de la mano gritando cada vez que veíamos un juego. Decíamos que nos subiríamos en la montaña rusa, sin embargo, cuando ya estábamos en la cola, Hanniel salió corriendo como alma que lleva el diablo. Luego, corrimos hasta las sillas voladoras, esta vez fui yo a quien no lograron detener.

El barco pirata nos pareció uno de los más emocionantes. A ambas nos temblaron las piernas de tan solo ver y oír como gritaban las personas que estaban montadas, incluso algunas lloraban, suplicando que paren el juego. Nos dimos la media vuelta en silencio y caminamos a otra dirección. Cuando por fin encontramos un juego que parecía casi inofensivo que yo nunca lo había visto, pero que, según Hanniel se llamaba el disco tagadá, una chica que resbaló hasta el centro nunca se pudo levantar por los constantes movimientos y terminó con los pantalones abajo. Cambiamos de opinión y fuimos por unos algodones de azúcar.

―Jamás imaginé que fuera tan cobarde para esto de los juegos mecánicos ―dije, mientras le daba una mordida a mi algodón de azúcar que aún estaba entero.

―Todo era mejor cuando éramos niñas ―comentó mi amiga―. Yo le decía a mi madre que me quería montar en aquel juego y lo hacía. Una vez arriba el pánico se apoderaba de mí y lloraba como loca, pero ya estaba arriba. Creo que cuando se es niño, no somos conscientes del peligro que nos rodea. La inocencia con la que vemos el mundo, nos expone muchas veces a cosas que desconocemos.

Un ángel duerme conmigo ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora