Día 2: Una historia de amor de alguien cercano

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Les costó encontrar la carpa del pintor entre la multitud de la Feria del Verano

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Les costó encontrar la carpa del pintor entre la multitud de la Feria del Verano. Cuando lo hicieron, se quedaron esperando en la puerta hasta que el artista despidió a su último cliente. Solamente entonces se escabulleron adentro.

El pintor estaba enjuagando sus pinceles y le echó a la pareja una mirada de irritación. El hombre llevaba ropas sencillas, obviamente un campesino, y la mujer cuya mano sostenía tenía la capucha echada sobre la cabeza a pesar de la noche calurosa.

—Ya he cerrado el negocio por esta noche, amigos —les dijo el pintor, tratando de sonar amable a pesar de su evidente prisa—. Volved mañana.

El hombre, un tipo corpulento y con una barba castaña, dio dos pasos adelante y su presencia pareció llenar la carpa.

—Teníamos la esperanza de que nos hicieras un favor, artista.

El pintor de pronto se dio cuenta que si eran ladrones, no tendría oportunidad de pelear contra ellos y sus gritos no se escucharían con la fiesta en pleno apogeo. De todos modos, abrió la boca para llamar a los guardias, pero entonces la mujer dio un paso adelante.

—Joha —dijo, simplemente, y el hombre retrocedió—. Te pagaremos por las molestias, pintor. Y por tu silencio también.

—¿Mi silencio? —repitió el pintor, frunciendo el ceño.

La mujer se descubrió el rostro y el pintor se quedó sin aliento. Su primer pensamiento fue que no existían mujeres así. No así de bellas, no con esos rasgos delicados y nobles. Y mucho menos con los ojos rojos, brillantes como rubíes, y el cabello fino de un violeta intenso.

—Queremos dos retratos pequeños. Uno mío y uno de mi esposo —explicó ella—. Pero agradeceríamos que no le comentaras a nadie que me has visto.

Las rodillas del pintor temblaban, pero al menos su voz salió firme cuando habló:

—Señora, por el privilegio de retrataros, mis labios quedarán sellados como una tumba.

Rápidamente colocó un lienzo pequeño y desempaquetó las pinturas y carboncillos que ya había hecho a un lado. El hombre corpulento, deduciendo correctamente que ya no les negaría lo que pedían, ayudó a su esposa a ubicarse en el taburete y le sonrió. No parecía tan fiero cuando sonreía, observó el pintor.

—¿Qué nombre debo poner en el retrato?

La bella mujer ladeó la cabeza, como si se estuviera preguntando lo mismo. Tras unos segundos, respondió:

—Podéis llamarme Lissette.

            —Podéis llamarme Lissette

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Relatos detrás del espejoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora