Día 9: Una historia sobre la juventud eterna

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Después de un tiempo, todos los rostros empezaban a parecerse

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Después de un tiempo, todos los rostros empezaban a parecerse.

Alicia los conocía a todos. Inocentes de ojos grandes y llenos de maravilla. Madres medio enloquecidas por la preocupación por sus hijos. Mujeres trabajadoras agobiadas por la rutina. Viudos que llevaban sus duelos a cuestas igual que las tortugas llevaban sus caparazones. Mandatarios insomnes, temerosos de que les fueran a arrebatar su poder (y, oh, cómo se divertían Alicia y Rosen arrebatándoselos).

Todos ellos habían sido peones en su juego. Algunos sabiéndolo, la mayoría ignorantes. Después de todo, ¿de qué servía una pieza que no cumplía con sus órdenes? Era más fácil manipularlos en silencio, desde las sombras, tirar de los hilos sin que ellos lo supieran.

De vez en cuando, se aburría. Dejaba una jugada a medio terminar o abandonaba las piezas al caos para perseguir otra estrategia más complicada. A veces le ganaba a su hermana, a veces se dejaba ganar. Alicia era paciente. Sabía que tendría otra oportunidad tarde o temprano. Después de todo, si había algo que le sobraba, era tiempo.

Y de vez en cuando, cada dos o tres siglos, tenía la suerte de encontrar un rostro que no se parecía a ninguno.

La vio al pasar el día que llegó a Von Wolfhausen por segunda vez. Después de todo, cuando empezaba una nueva partida, era bueno familiarizarse con todas las reinas. Ella no la vio, envuelta en su capa violeta, demasiado concentrada en seguir un rastro cuando pasó por su lado. Pero Alicia la observó en silencio y le gustó lo que descubrió en ella. La decisión, el rencor y apenas una pizca de locura violenta. Era una combinación volátil que tenía mucho potencial.

—Ah, cazadora —murmuró para sí, sonriendo satisfecha—. Cómo nos divertiremos, tú y yo.

 Cómo nos divertiremos, tú y yo

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Relatos detrás del espejoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora