Día 15: Una historia sobre tu país (imaginario)

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Era un país de bárbaros

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Era un país de bárbaros.

No había otra manera de describirlo. Era un país tan pequeño que apenas aparecía en los mapas, tan cerrado al mundo, tan atrasado en sus conocimientos y en los avances que su país había tenido por décadas que Antoinette no podía calificarlo de ninguna otra manera. Por lo menos las hilanderas de su país podían hacer vestidos que no le picaran en la piel, como el que acababa de comprar.

Salió del vestidor seguida de la modista y se miró en el espejo que tenía en la entrada, con una mueca de horror.

Se veía fea. Con ese vestido gris, odioso y basto, con esas botas pesadas sin tacón que no disimulaban su poca altura, sin su maquillaje y sin sus pelucas, se sentía fea. Se veía igual de ordinaria que la mujercita que en ese momento le daba las últimas puntadas al ruedo de la falda para que Antoinette pudiera caminar con tranquilidad.

—Ya está, señora —le dijo en aquel idioma burdo, lleno de asperezas. No como las palabras fluidas y melodiosas de su país.

Antoinette había estudiado el idioma, por supuesto, y lo entendía, pero le costaba hablarlo, le costaba sacar los sonidos guturales de su garganta necesarios para pronunciarlo correctamente. Por eso solamente le sonrió a la modista y se volvió hacia Ivan. Ataviado en su capa negra y su chaqueta militar, parecía más lo que había sido siempre. Le dio las gracias a la modista y le pagó por sus servicios.

—Los demás estarán la semana que viene —les dijo la modista—. No os preocupéis.

Levantó la cabeza y la miró, y por un momento, Antoinette temió que la reconociera. Pero inmediatamente se dijo que aquello sería imposible. Ivan la había traído allí justamente porque la gente era tan cerrada y tan ignorante. Había visto una iglesia, pero dudaba que siquiera practicaran el culto de los cinco dioses...

Una tos suave interrumpió sus pensamientos.

La niñita que acababa de aparecer al pie de la escalera estaba pálida y flaca. Vestía un camisón fino, pero aun así sus mejillas estaban rojas y sus ojos encendidos con el fuego de la fiebre. El cabello rubio se le pegaba a la cabeza, húmedo de sudor. Se aferraba a una muñeca de trapo con ojos de botón, y cuando habló, su voz parecía tan frágil como el resto de ella:

—Mamá. Hans dice que tiene sed.

El rostro de la modista, que había sido puro sonrisas y cordialidad hasta hacía un momento, cambió para convertirse en una máscara de preocupación.

—Dile que espere. Terminaré de atender a la señora y les subiré agua.

La niña se dio la vuelta y empezó a ascender los escalones lentamente, como si cada paso le costara muchísima de su escasa energía.

—Perdone, señora —dijo la modista, retorciendo el delantal en sus manos—. Los niños han estado con una gripe muy fuerte estos últimos días. Primero mi Hans y ahora parece que le afectó también a Elpeth... pero no os preocupéis. Vuestros vestidos estarán a tiempo, tenéis mi palabra.

La sonrisa amable de la modista era forzada. La preocupación por sus hijos le ponía tensa la comisura de los labios.

A Antoinette se le encogió el corazón. Si estuvieran en su país, la mujer podría haber llevado a sus hijos al hospital que ella misma había fundado con la ayuda de los sacerdotes y donde nadie, ni plebeyos ni nobles, eran rechazados. Podría haber sido atendido por los médicos y curanderos antes de que contagiara a su hermana y antes de que su condición empeorara de esa manera...

—Buena mujer —la llamó. Su acento no era muy bueno, pero la mujer la entendió de todas maneras. Antoinette le hizo una seña a Ivan, que le acercó la canasta con rapidez. Ella rebuscó entre las varias compras que había hecho ese día y al final extrajo un manojo de hierbas—. Haced hervir esto en el agua que les daréis a vuestros hijos. Que lo beban al menos dos veces al día.

—¿El... el brebaje caliente? —preguntó la modista, parpadeando confundida.

Antoinette sintió que le subían los colores a la cara. Tenían bosques y bosques en ese país (es más, era lo único que parecían tener) llenos de hierbas y plantas curativas, ¿y no sabían para qué usarlas?

Se obligó a controlar su temperamento. Estaba tratando con una mujer iletrada, después de todo, pero no dejaba de ser una madre preocupada por sus hijos.

—Les bajará la fiebre. Les abrirá el pecho y respirarán mejor.

La modista parecía escéptica, pero acabó por asentir.

—Gracias, mi señora. Lo intentaré.

Cuando salieron de la tienda, Ivan soltó una risita.

—Sabía que no perderías la oportunidad de ayudarla.

—Ivan, ni siquiera saben sobre las hierbas más básicas —se quejó Antoinette mientras bajaban por la calle con rapidez—. ¿Por qué me trajiste a este lugar tan primitivo?

—Justamente por eso, mi amor. Nadie te buscará aquí. Estarás a salvo.

Antoinette se ruborizó. A pesar del miedo y las molestias que la habían acompañado durante todo el viaje, cuando miraba en los ojos azules de Ivan, cuando hablaba de esa manera tan segura, casi podía creer que su plan acabaría por funcionar. Se tomaron del brazo y se dirigieron con paso casual hacia el camino que llevaba al bosque.

—Tendrás tus tratados de medicina. Estoy seguro que hallarás un modo de entretenerte —le dijo Ivan—. Volveré por ti en dos semanas, quizá tres, cuando las cosas se hayan calmado un poco.

Cuando estuvieron lejos de las miradas indiscretas, tomó las manos de Antoinette y dejó dos besos reverentes en sus nudillos.

—Todo estará bien —le aseguró, con los azules brillantes y una sonrisa segura.

—Ruego a los dioses que tengas razón —contestó Antoinette con un suspiro.

Se deslizaron entre los árboles hacia la vieja cabaña que Ivan había encontrado. Pasarían la noche juntos y luego a ella le quedaría una espera que se le haría eterna, sin importar qué tan corta fuera en realidad.

Pero quizá Ivan tenía razón. Quizá encontraría la manera de pasar el tiempo en aquel reino perdido entre los bosques, el Reino Von Wolfhausen.

 Quizá encontraría la manera de pasar el tiempo en aquel reino perdido entre los bosques, el Reino Von Wolfhausen

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