Día 30: Una historia sobre una primera vez

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La primera vez que Wilhelm se animó a entrar en la Sala del Consejo, tenía cuatro años

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La primera vez que Wilhelm se animó a entrar en la Sala del Consejo, tenía cuatro años. La puerta le parecía enorme, pero él sabía que Padre estaba del otro lado. La empujó con sus dos manitas hasta que se abrió un resquicio pequeño, pero más que suficiente para que él pudiera pasar.

Padre estaba sentado de espaldas a él. Su voz y la voz de sus ministros eran ecos pesados que hablaban de cosas que el pequeño Wilhelm no podía comprender. No importaba tampoco. Le había hecho un regalo a Padre y quería que él lo viera. Se acercó hasta la silla y tiró de su camisa. Padre se detuvo a mitad de una frase y bajó la vista, sus ojos abriéndose sorprendidos. Wilhelm dejó el dibujo sobre su regazo y esperó con una sonrisa a que Padre lo recogiera.

No tuvo tiempo de ver la reacción de Padre. Frau Gerda entró corriendo en la Sala.

—¡Disculpadme, mi König! —dijo mientras agarraba a Wilhelm del brazo—. ¡Le quité los ojos de encima apenas un momento!

—Llévatelo —dijo Padre, con el ceño fruncido—. Esta es una reunión muy importante.

Puso el dibujo sobre la mesa, donde se traspapelaría entre resoluciones y cálculos de impuestos. A Wilhelm se le hizo un nudo en la garganta mientras la niñera lo arrastraba fuera de la Sala.

Fue la primera vez que se dio cuenta que Padre estaba muy ocupado para sus dibujos.

La primera vez que Violette mató a un animal, tenía seis años. Era un conejo grande y gordo. Violette llevaba meses practicando con el arco y eligió el conejo porque era grande y gordo y le pareció que no sería tan ágil como los otros que estaban paciendo la hierba tierna del claro.

No se equivocó. La flecha silbó en el aire y se incrustó directo en el costado del conejo. Sus compañeros huyeron despavoridos mientras la primera presa de Violette caía muerta e inmóvil.

Lo primero que sintió fue orgullo. Había practicado tanto, se había pasado tantas noches cenando solamente la fruta que podía encontrar en el piso y esta noche por fin podría tener una cena decente.

Pero cuando se bajó del árbol y se acercó al conejo, cuando vio la sangre manchando la hierba, sus ojos vacíos y la lengua colgándole del hocico, el orgullo fue reemplazado por una fría sensación de horror. Aquel había sido un conejito vivo, tierno, de color gris. Y ella lo había matado para comérselo.

La bilis le ardió en la garganta, pero se obligó a tragársela. Levantó a su presa por las orejas y lo sostuvo tan lejos como se lo permitió el brazo. Pesaba, pero consiguió llegar hasta el claro donde Papá se ocupaba de su propia presa.

Papá levantó la vista cuando Violette dejó su conejo ensartado en una flecha junto al enorme ciervo que él acababa de abatir. A Violette le pareció ver algo nuevo en sus ojos grises y la sensación de orgullo regresó por un momento antes de que papá volviera su atención hacia el ciervo.

—No está mal —comentó—. Quizá no seas una criaturita tan indefensa después de todo.

—No sé despellejarlo —dijo Violette—. Enséñame.

Por un momento, pensó que él se negaría. Después de todo, la había dejado pasar antes si ella no era capaz de procurarse su propia comida, se había negado a explicarle la mejor manera de sostener el arco. Violette había tenido que aprender a hacer todas esas cosas por sí misma.

Esta vez, sin embargo, papá la miró fijamente en silencio, como hacía a veces, y asintió.

—Está bien. Te lo voy a explicar una sola vez, así que presta atención.

Esa fue la primera vez que Violette cenó algo que había cazado con sus propias manos. Y aunque lloró por el conejito tarde en la noche, cuando papá ya no podía escucharla, no pudo olvidar la admiración en los ojos de papá.

 Y aunque lloró por el conejito tarde en la noche, cuando papá ya no podía escucharla, no pudo olvidar la admiración en los ojos de papá

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