Día 25: Una historia sobre la creación

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El Libro hablaba de cinco dioses, cinco deidades poderosas que habían creado el mundo y el cielo, que habían encausado los ríos y creado los árboles, que le habían dado el fuego a los humanos y les habían enseñado cómo vivir para diferenciarse de ...

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El Libro hablaba de cinco dioses, cinco deidades poderosas que habían creado el mundo y el cielo, que habían encausado los ríos y creado los árboles, que le habían dado el fuego a los humanos y les habían enseñado cómo vivir para diferenciarse de los animales. Pero los humanos se habían apartado de ellos y lentamente se habían hundido en la codicia y el pecado y por eso los dioses les habían dado la espalda y se habían marchado.

Ranghailt solía leerles pasajes del Libro todas las noches antes de ir a dormir. Decía que había que rezar a los dioses por perdón y llevar una vida virtuosa, porque si había demasiado pecado en el mundo, los dioses quizá un día decidieran deshacerlo. Angharad imaginaba que para ellos no sería más difícil que lo era para ella los dibujos que hacía en la tierra con un palo.

—¿Y qué pasa con las hadas?

Ranghailt frunció el ceño cuando Angharad se lo preguntó una vez.

—¿A qué te refieres?

—Mamá quemaba ramitas de lavanda y romero todas las noches. Decía que a las hadas les gustaba el aroma y que las hadas buenas les enseñaron magia a las personas —le recordó Angharad—. ¿Crearon los dioses también a las hadas?

Ranghailt parecía un poco irritada, pero el suspiro que lanzó estaba cargado de cansancio y tristeza.

—Mamá era supersticiosa, Angharad. Recuerda lo que nos dijo el Padre Diarmaid: las supersticiones no sirven de nada. Los únicos que tienen el poder para cambiar el mundo de alguna manera son los dioses.

—Pero muchas personas en el pueblo hacían lo mismo —siguió insistiendo Angharad—. ¿No te acuerdas? La Viuda Braonain preparaba pequeños pastelillos y los dejaba en el alféizar de la ventana para que las hadas trajeran fortuna a su casa. Tal vez si hiciéramos eso...

—¡No existen las hadas!

Angharad se sobresaltó con la respuesta brusca de su hermana y se echó la manta encima de la cabeza. Caoilfhionn se rio bajito, como siempre que Ranghailt se enojaba.

—No seas tan dura —le dijo—. An tiene razón. Ya que los dioses no han querido enviarnos dinero para pagar las deudas de padre, quizá las hadas sean lo suficientemente generosas para prestarnos un poco.

Ranghailt la fulminó con la mirada.

—La deuda de padre la pagaremos nosotras mismas. Iremos con él mañana al castillo del duque y nos pondremos a su servicio. Y eso es todo. Ahora, a dormir.

Apagó la vela, pero Angharad se quedó acurrucada en su jergón, pensando.

—Caoil —llamó bajito para que Ranghailt no la oyera—. Si hubiéramos seguido quemando lavanda para las hadas como lo hacía madre, ¿crees que hubiéramos perdido la casa?

Caoilfhionn suspiró profundamente.

—Habríamos perdido la casa de todas maneras porque ni las hadas ni los dioses son capaces de hacer que padre deje de jugar a las cartas.

—Habríamos perdido la casa de todas maneras porque ni las hadas ni los dioses son capaces de hacer que padre deje de jugar a las cartas

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