Día 10: Una historia sobre un apocalipsis

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El último capítulo del Libro Negro decía que los dioses acabarían con el mundo algún día, cuando los pecados de la humanidad fueran demasiado grandes para dejar que existiera

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El último capítulo del Libro Negro decía que los dioses acabarían con el mundo algún día, cuando los pecados de la humanidad fueran demasiado grandes para dejar que existiera. Describía toda clase de tormentos para esa humanidad corrupta y podrida como una fruta abandonada al sol demasiado tiempo. Bolas de fuego cayendo del cielo como lluvia, olas tan altas como la torre de una iglesia, terremotos abriendo grietas en el suelo para tragarse ciudades enteras.

A Angharad le daba pesadillas ese capítulo y aunque Caoilfhionn ya era bastante mayor, era obvio que la incomodaba su lectura. Por eso a veces Ranghailt lo pasaba por alto, volviendo a empezar por el capítulo en que los dioses crearon el universo. El Padre Diarmaid se lo reprocharía (había que leer el Libro de principio a fin) pero Ranghailt creía que ella y sus hermanas ya tenían bastante angustia en sus vidas.

El carromato se paró de súbito, despertando a las tres hermanas de golpe. Fearghal abrió la puerta y les echó una mirada con su único ojo.

—Vamos, niñas. Ya llegamos.

Angharad se aferró a la falda de Ranghailt y Caoilfhionn le apretó fuerte la mano. Pero las tres bajaron y avanzaron hacia el hombre regordete con bigotes, que les echó una mirada como si analizara vacas en el mercado.

—Están algo flacas.

—Pero son muy trabajadoras, señor —dijo Fearghal en tono obsecuente—. Le prometo que las tres pagarán la deuda en un santiamén.

No las estaba vendiendo, no exactamente. La Iglesia prohibía el comercio de esclavos. Pero era algo parecido: como su padre, Fearghal tenía derecho a pedir un préstamo en cualquier castillo y sus hijas tenían que pagar la deuda con su trabajo.

Caoilfhionn había preguntado alguna vez como es que él no tenía que trabajar por el dinero que pedía. Ranghailt la había mandado a callar. El Libro Negro decía que era importante ser hijas devotas.

El hombre (un mayordomo de alto rango, quizá, a juzgar por sus ropajes) las miró de nuevo y se encogió de hombros.

—Está bien. Sesenta piezas de oro, como acordamos.

Ranghailt palideció al escuchar ese precio y apretó a sus hermanas más cerca de ella. Su padre había hecho esto muchas veces en el transcurso de los últimos años, pero nunca por un precio que ellas no pudieran pagar en unas semanas, unos cuántos meses a lo sumo. Con una deuda tan grande, estarían trabajando en ese castillo, en ese reino boscoso y extraño, por años.

—Padre —dijo con suavidad—. ¿No creéis...?

—Calla, Ran —le ordenó Fearghal—. Los hombres están negociando.

Pero no parecía que hubiera mucho más que decir. El mayordomo le entregó una bolsita a Fearghal, e inmediatamente el hombre se subió al pescante de su carromato.

—¡Adiós, niñas! —les dijo mientras azuzaba a sus burros—. ¡No se preocupen! ¡Estoy seguro que la pagarán y muy pronto podrán volver a casa!

A casa. Sonaba tan lejano e improbable como el fin del mundo.

Angharad dio unos pasos como para seguir al carromato, pero Ranghailt la retuvo con fuerza.

—¿Qué estás haciendo? Padre ya pagó por nuestra estadía aquí. No podemos irnos.

—Pero —murmuró Angharad con los ojos llorosos—. Tu Libro, Ran. Lo olvidaste en el carromato.

Ranghailt se tocó el bolsillo de la capa donde solía ponerlo para comprobar que, en efecto, así era.

—No importa —dijo Ranghailt, mientras tiraba de ella para seguir al mayordomo—. Ya buscaré otro.

De todos modos, no había nada en el Libro Negro que pudiera ayudarlas en ese momento.

Para ellas, el mundo ya se había terminado.

Para ellas, el mundo ya se había terminado

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Relatos detrás del espejoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora