Día 20: Una historia sobre una injusticia

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A veces las paredes de la cabaña se cerraban sobre ella

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A veces las paredes de la cabaña se cerraban sobre ella.

Hood huía al bosque antes de que hubiera salido el sol y a veces no se molestaba en regresar. Dormía envuelta en su capa, protegida por los árboles. No había nadie que esperara que volviera, después de todo. Trataba de no soñar con tortas de miel, con la manera correcta de revolver el té (sin que la cucharilla tocara los bordes de la taza) y con hierbas aromáticas arrojadas al fuego para perfumar el pequeño hogar que compartían las dos.

Hood cazaba lobos.

Era fácil seguirles el rastro: los huesos de algún animal con marcas de dientes, las huellas en el barro, la bosta en la entrada de una cueva. Hood los buscaba meticulosamente, sin apresurarse y sin perder la paciencia. Todos los consejos de su padre por fin tenían uso. Seguía a las jaurías a través del bosque porque de esa forma no tenía que pensar en las regañinas para que se lavara bien todas las partes del cuerpo, en los consejos para hacer el mejor jabón, en lo triste que se veía el rostro de la Abuelita a veces, cuando miraba por la ventana y creía que Hood no la estaba observando.

Siempre acababa topándose con ellos. El olor del bosque la protegía, la oscuridad le jugaba a favor. Si había dioses, quizá querían que ella eliminara a esas bestias de la faz de la tierra.

Los primeros caían por sorpresa, antes de poder aullar y alertar a los demás. Iban a por ella con sus fauces babeantes, con sus dientes filosos descubiertos. Algunos se le escapaban, pero no importaba. Sin la protección de la jauría, era más fácil matarlos luego.

Las hembras siempre se quedaban a pelear cuando tenían crías. Se paraban delante de ellas para protegerlas de las dagas de la cazadora. Hood nunca había tenido una madre, así que no lo entendía del todo. ¿Por qué no huían como sus compañeros? ¿Por qué peleaban tanto por su camada cuando podían tener otra en unos pocos meses?

A veces le daba pena matar a los cachorros, pero luego recordaba que crecerían para ser tan peligrosos como sus padres. Recordaba el hedor de la sangre, recordaba el horror de enterrar entrañas y huesos astillados...

Aun así, tenía la clemencia de acabar rápido con sus vidas.

Cuando volvía a la cabaña, no había un fuego aromático esperándola. No había tortas de miel. Ella misma tenía que sacar agua del pozo y calentarla y llenar la vieja bañera de madera. Y se restregaba con fuerza, hasta que la piel se le irritaba, hasta que la pastilla de jabón se le deshacía en los dedos, hasta que el agua se teñía de gris mugriento y de rojo.

Y entonces (esta era la parte que más odiaba), Hood se quedaba sola con sus pensamientos.

Debió volver con ella. La habría protegido o habría muerto a su lado. Se había distraído con la algarabía de las calles, con el rostro bonito del peor lobo de todos. La había dejado sola. La había dejado morir en medio del dolor y el miedo y...

Hood se enroscaba sobre sí misma en su cama y lloraba, lloraba con aullidos de rabia, de culpa, de tristeza, que sonaban iguales a los de los lobos. Hood lloraba hasta quedarse vacía.

Y al día siguiente se despertaba y miraba fijo al techo hasta que las paredes de la cabaña se cerraban sobre ella...

Y al día siguiente se despertaba y miraba fijo al techo hasta que las paredes de la cabaña se cerraban sobre ella

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