Día 8: Una historia desde la perspectiva de un infante

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A veces veía a los hijos de la servidumbre desde su ventana

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A veces veía a los hijos de la servidumbre desde su ventana. Siempre estaban gritando y corriendo, pegándose con palos como si alguna vez fueran a empuñar una espada, manchándose la ropa de barro, y sobretodo, riéndose, riéndose tan alto que los escuchaba a pesar de estar dos pisos por encima de ellos.

—Esos no son juegos apropiados para un joven príncipe —le había dicho su tutor cuando Wilhelm preguntó por qué no podía unirse a ellos.

Por supuesto, su queja llegó a oídos de sus padres.

—Viktoria, quizá sería bueno para él...

—¡No lo permitiré! —chilló Madre, ahogando las palabras de su padre con un golpe de su copa sobre la mesa—. ¡Es un príncipe y debe tener compañeros de juegos dignos de él! ¡No puedo creer que quieras dejar que tu hijo se mezcle con la chusma!

Padre bajó la vista. Siempre lo hacía cuando Madre se ponía a gritar, y ella siempre gritaba cuando había algo que no le gustaba.

—Pensaremos en algo, Wilhelm —le dijo Padre la tarde siguiente, mientras se ponía los guantes para cabalgar y un valet le ajustaba la capa sobre los hombros—. Pórtate bien hasta que vuelva de la cacería, ¿sí?

—Sí, Padre —contestó Wilhelm, con el cuello estirado hacia arriba.

Padre era un hombre alto y sonreía muy poco, siempre preocupado por el reino, siempre ocupado con los asuntos del reino. Pero a veces, cuando le acariciaba la cabeza a Wilhelm al decirle adiós, aparecía el asomo de una sonrisa entre su barba rubia.

A Wilhelm le hubiera gustado que Padre se quedara en el palacio o que lo llevara con él cuando salía, más de lo que le hubiera gustado correr con los hijos de los mozos de cuadra y las cocineras. Quizá cuando fuera alto igual que Padre, podría ir con él a todos lados.

Por ahora, sin embargo, no podía hacer más que quedarse en la ventana, viendo como caían los copos y como los otros niños hacían bolas con la nieve del piso y se la arrojaban unos a otros.

Ya había caído el sol y Wilhelm casi se había quedado dormido en el alféizar de la ventana cuando escuchó que la puerta del cuarto se abría. Asumió que eran las doncellas para llevarlo a su baño y prepararlo para la cama, así que se tomó su tiempo para desperezare y ponerse de pie.

Padre estaba parado en el vaho de la puerta. Tenía las mejillas y la nariz coloradas por el frío y resollaba como si hubiera subido las escaleras corriendo. La sonrisa en sus labios era mucho más grande de lo que Wilhelm lo había visto jamás.

—¿Padre? —inquirió Wilhelm y luego se acordó de sus modales. Hizo una reverencia—. ¿Cómo os fue en la cacería?

Padre hizo algo muy raro: hincó la rodilla en el piso y puso su capa en el suelo. Solamente entonces Wilhelm se percató de que se movía.

—Ven, hijo —lo llamó Padre—. Los encontré en el Bosque. Necesitan que alguien los cuide.

Wilhelm miró. Había seis cachorros revolcándose en la capa de su padre. Eran muy jóvenes: todavía tenían los ojos cerrados y gemían bajito. Pero ya eran mucho más grandes que cualquier cachorro que Wilhelm hubiera visto en los establos.

—¿Son para mí? —preguntó, estirando la mano hacia ellos. Los cachorros lo olfatearon con curiosidad, sus narices rosadas moviéndose en el aire.

—Sí —dijo Padre—. ¿Qué mejor compañero para un lobo que su propia manada?

Wilhelm no entendió lo que quiso decir, demasiado fascinado alzando a los cachorros y pensando ya en que nombre ponerles.

Padre se puso de pie y se atusó el bigote.

—A tu madre no va a gustarle —comentó.

Pero por una vez, no parecía muy preocupado por eso.

Pero por una vez, no parecía muy preocupado por eso

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Relatos detrás del espejoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora