1. En la buhardilla de Tejas Verdes

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-Gracias al cielo que he terminado con la geometría, de estudiarla y de enseñarla -dijo Ana
Shirley al tiempo que arrojaba con aire vengativo un manoseado volumen de Euclides en un gran baúl, cerraba la tapa con aire triunfal y se sentaba sobre él; Diana Wright se encontraba con ella en la buhardilla de Tejas Verdes, mirándola con unos ojos grises que eran como un cielo matinal. La buhardilla era un lugar lleno de sombras, sugerente y encantador, como debe ser toda buhardilla. A través de la ventana abierta, junto a la cual estaba sentada Ana, llegaba el aire de la tarde de agosto, dulzón, perfumado, tibio de sol; las ramas de los álamos crujían y se agitaban al viento; más allá estaban el bosque, por el que serpenteaba el Sendero de los Amantes, y el viejo huerto de manzanos que todavía regalaba generosamente sus rosáceas cosechas. Y por encima de todo, había una gran cadena montañosa de nubes niveas en el cielo azul. A través de la otra ventana se divisaba un mar distante, azul, coronado de blanco: el hermoso golfo St. Lawrence, donde, como una joya, flota Abegweit, cuyo nombre indio tan suave y dulce ha sido olvidado hace ya tiempo por el más prosaico de Isla Príncipe Eduardo. Diana Wright, tres años mayor que la última vez que la vimos, ya es toda una señora. Pero sus
ojos siguen igual de negros y brillantes, sus mejillas igual de encendidas y sus hoyuelos igual de encantadores que en aquellos días lejanos en que Ana Shirley y ella se juraron amistad eterna en el jardín de Orchard Slope. Tiene en brazos a una criatura de rizos negros, dormida, a quien el mundo de Avonlea conoce, desde hace dos felices años, como «la pequeña Ana Cordelia». La gente de Avonlea sabía por qué Diana le había puesto Ana, pero estaban muy intrigados por lo de «Cordelia». No había habido ninguna Cordelia en las familias Wright o Barry. La señora de Harmon Andrews dijo que suponía que Diana había encontrado el nombre en alguna tonta novela y se asombraba de que Fred no hubiera tenido mejor criterio y lo hubiera permitido. Pero Diana y Ana sonreían. Ellas sabían de dónde le venía el nombre a Ana Cordelia.
-Tú siempre has odiado la geometría -dijo Diana con una sonrisa-. Me imagino lo contenta que estarás por no tener que enseñar más. -Ah, pero a mí siempre me ha gustado enseñar. Estos últimos tres años en Summerside han
sido muy agradables. Cuando volví a casa, la señora de Harmon Andrews me dijo que no hallaría la vida de casada mucho mejor que la de maestra, como yo esperaba. Evidentemente ella comparte la opinión de Hamlet acerca de que puede ser mejor soportar los males que nos afligen antes que lanzarnos a otros que desconocemos. La risa de Ana, tan alegre e irresistible como antes pero ahora con una pizca de dulzura y madurez, resonó en la buhardilla. Marilla, que estaba en la cocina preparando mermelada de ciruelas moradas, la oyó y sonrió; suspiró al pensar con qué poca frecuencia resonaría esa risa querida en Tejas Verdes en los próximos años. Nada la había alegrado tanto como saber que Ana se casaría con Gilbert Blythe; pero toda alegría trae consigo su pequeña sombra de pena. Durante los tres años pasados en Summerside, Ana había ido a casa a pasar las vacaciones y los fines de semana pero, ahora, no podían esperar más de dos visitas al año. -No permitas que lo que diga la señora de Harmon te preocupe -dijo Diana con la serena actitud de quien lleva cuatro años casada-. La vida de casada tiene sus altibajos, por supuesto. No esperes que todo vaya siempre a las mil maravillas. Pero te aseguro, Ana, que es una vida feliz si estás casada con el hombre que quieres. Ana ocultó una sonrisa. Los aires de vasta experiencia de Diana siempre le hacían gracia. «Supongo que yo actuaré igual cuando lleve cuatro años casada», pensó. «Aunque espero que mi sentido del humor me salve.»
-¿Ya habéis decidido dónde vais a vivir? -preguntó Diana mientras acariciaba a la pequeña Cordelia con ese gesto inimitable de las madres; siempre que veía ese gesto, el corazón de Ana, pleno de sueños y esperanzas dulces y aún inexpresados, se colmaba de una emoción que era en parte placer puro y en parte una extraña y etérea congoja.
-Sí. Eso quería contarte cuando te llamé por teléfono para que vinieras. A propósito, no puedo
acostumbrarme a que tengamos teléfonos en Avonlea. Me resulta tan ridiculamente moderno para este viejo, tranquilo y encantador lugar.
-Se lo debemos a AVIS -dijo Diana-. Nunca habríamos conseguido la línea si la asociación no se hubiera ocupado del tema y no hubiera insistido. Había obstáculos suficientes para desalentar a cualquier asociación. Pero ellos no abandonaron. Hiciste algo maravilloso por Avonlea cuando fundaste esa asociación, Ana. ¡Cómo nos divertíamos en las reuniones! Yo nunca olvidaré el salón azul ni el plan que tenía Judson Parker de pintar publicidad de medicina en su cerca.
-No sé si le estoy muy agradecida a AVIS en este asunto del teléfono -dijo Ana-. Ah, ya sé que es necesario... ¡Incluso más que nuestro antiguo sistema de hacernos señales con linternas! Y, como dice la señora Rachel:
«Avonlea debe seguir el ritmo de la procesión, sí, señor». Pero en cierto sentido, creo que yo no habría querido ver Avonlea estropeada por lo que el señor Harrison llama, cuando quiere ser ingenioso, «atrasos modernos». Me habría gustado mantenerlo siempre como era en los viejos tiempos. Pero es una tontería romántica imposible. De modo que voy a volverme sensata, práctica y actual. El teléfono, como admite el señor Harrison, es «una cosa estupenda», aunque se sepa que probablemente haya media docena de entrometidos escuchando.
-Eso es lo peor -suspiró Diana-. Es tan molesto llamar a alguien y oír el ruido de los teléfonos cuando los descuelgan. Dicen que la señora de Harmon Andrews insistió para que se lo instalaran en la cocina para poder escuchar cada vez que suena mientras hace la comida. Hoy, cuando me llamaste, oí con toda claridad el reloj de los Pye dando la hora. Seguramente Josie o Gertie estaban escuchando.
-Ah, por eso dijiste eso de «Hay un reloj nuevo en Tejas Verdes, ¿no?» No entendía lo que querías decir. Y en seguida oí un «clic». Supongo que fue el ruido del teléfono de los Pye. Bien, no nos preocupemos por ellos. Como dice la señora Rachel:
«Los Pye siempre han sido así y serán así mientras el mundo sea mundo, amén». Quiero hablar de cosas más agradables. Ya hemos decidido dónde vamos a vivir.
-¡Ay, Ana! ¿Dónde? Ojalá sea cerca de aquí.
-Nooo, ésa es la desventaja. Gilbert va a establecerse en el Puerto de Cuatro Vientos, a cien
kilómetros de aquí.
-¡Cien! No habría diferencia si fueran mil -suspiró Diana-. Ahora no puedo ir más allá de Charlottetown.
-Tendrás que venir a Cuatro Vientos. Es el puerto más hermoso de la isla. En un extremo, hay un pueblecito llamado Glen St. Mary; el doctor David Blythe, tío abuelo de Gilbert, ha ejercido allí durante cincuenta años. Va a retirarse y Gilbert se hará cargo de sus pacientes. Pero el doctor Blythe se quedará con su casa, de modo que nosotros tendremos que buscarnos vivienda. Todavía no sé cómo será ni dónde estará, pero tengo una casita de los sueños ya amueblada en mi imaginación: un diminuto y delicioso castillo en España.
-¿Adonde iréis de luna de miel? -preguntó Diana.
-A ningún lado. No pongas esa cara de espanto, querida. Me recuerdas a la señora de Harmon Andrews. Ella comentará, sin duda en tono condescendiente, que la gente que no puede permitirse ir de luna de miel es prudente si decide no viajar; y entonces me recordará que Jane se fue a Europa en la suya. Yo quiero pasar mi luna de miel en Four Winds, en mi preciosa casita de los sueños.
-¿Y has decidido no tener damas de honor?
-No tengo a nadie. Phil, Priscilla, Jane y tú os
habéis casado antes que yo; y Stella está enseñando en Vancouver. No tengo a ninguna otra «amiga del alma» y no quiero una dama de honor que no sea una amiga íntima.
-Pero llevarás velo, ¿no?
-preguntó Diana, preocupada.
-Sí, por supuesto. No me sentiría una novia sin velo. Recuerdo que el día que Matthew me trajo a Tejas Verdes le dije que yo no pensaba casarme porque era tan fea que nadie me pediría jamás en matrimonio, a menos que fuera algún misionero extranjero. Yo creía que los misioneros extranjeros no pueden darse el lujo de ser exigentes y desear belleza en una muchacha a quien van a pedirle que arriesgue la vida entre los caníbales. Si hubieras visto al misionero extranjero con el que se casó Priscilla... Es tan atractivo como aquellos galanes con los que soñábamos despiertas, Diana. Es el hombre mejor vestido que he visto en mi vida y estaba fascinado por la «belleza etérea y dorada»
de Priscilla. Claro que en Japón no hay caníbales.
-Tu vestido de novia es un sueño -suspiró Diana, embelesada-. Vas a parecer una verdadera reina, tan alta y delgada... ¿Cómo haces para no engordar, Ana? Yo estoy más gorda que nunca, pronto no tendré ni cintura.
-A mí me parece que una está predestinada a ser delgada o robusta -dijo Ana-. Al menos, a
ti la señora de Harmon Andrews no puede decirte lo que me dijo a mí cuando vine a casa desde Summerside:
«Bien, Ana, estás tan esquelética como siempre». Ser delgada suena muy romántico, pero «ser esquelética» es harina de otro costal.
-La señora Harmon ha estado hablando de tu ajuar. Admite que es tan bonito como el de Jane, aunque dice que Jane se casó con un millonario y tú te casarás con «un pobre médico sin un centavo». Ana rió.
-Mis vestidos son muy bonitos. A mí me gustan las cosas hermosas. Recuerdo el primer
vestido bonito que tuve: aquel satinado de color castaño que me regaló Matthew para el concierto en el colegio. Todo lo que había tenido antes era tan feo... Aquella noche me pareció que entraba en un nuevo mundo.
-Fue aquella noche cuando Gilbert recitó Bingen on the Rhine y te miró cuando dijo: «Hay otra, que no es una hermana». ¡Y tú estabas furiosa porque él se puso tu rosa de papel en el bolsillo de la chaqueta! En aquel momento no se te hubiera ocurrido que terminarías casándote con él.
-Bien, ése es otro ejemplo de predestinación -dijo Ana, riendo, y las dos bajaron juntas la
escalera de la buhardilla.

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora