10. Leslie Moore

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-Esta noche voy a caminar hasta la costa rocosa -dijo Ana a Gog y Magog una tarde de octubre. Gilbert había ido al puerto y no había nadie más a quien decírselo. Ana tenía su pequeño reino con el orden inmaculado que cabe esperar de cualquiera que haya sido criado por Manila Cuthbert y pensó que podía irse a vagar por la costa con la conciencia tranquila. Muchos y deliciosos habían sido sus vagabundeos por la costa, a veces con Gilbert, a veces a solas con sus pensamientos y los nuevos y dulces sueños que comenzaban a cubrir la vida con su arco iris. Le encantaba la suave y brumosa costa del puerto y también la de arena plateada y asolada por el viento; pero lo que más le gustaba era la costa rocosa, con los acantilados, las cuevas y los montones de piedras gastadas por la espuma y las caletas donde los cantos rodados resplandecían bajo los charcos de agua; a esa costa dirigió sus pasos aquella noche. Durante tres días, habían tenido una tormenta otoñal de viento y lluvia. Atronador había
sido el choque de las olas contra las rocas, bravia la espuma blanca que saltaba sobre el banco, turbulenta, brumosa y sacudida por la tormenta la, hasta entonces, paz azul del Puerto de Cuatro Vientos. Ahora la tormenta había cesado y la costa estaba limpia; no había viento, pero todavía había grandes olas que iban a morir sobre la arena y las rocas en un espléndido tumulto de blancura; era lo único que se movía en la gran quietud y paz que todo lo invadía.
-Ah, vale la pena llegar a este momento después de semanas de tormenta y tensión - exclamó Ana, mirando fascinada desde la cima del acantilado. Al fin bajó por el empinado sendero hasta una caleta donde se sentía como encerrada entre las rocas, el mar y el cielo.
-Voy a bailar y a cantar -dijo-. No puede verme nadie y las gaviotas no van a andar con chismes. Puedo hacer todas las tonterías que me apetezcan. Se recogió la falda y bailoteó por la franja de arena dura, a salvo de las olas que estaban a punto de lamerle los pies con su espuma. Girando y riendo como una niña, llegó al pequeño cabo que salía por la parte este de la caleta; pero entonces se detuvo en seco y se ruborizó: no estaba sola, había habido un testigo de su baile y sus risas. La muchacha de los cabellos dorados y los ojos azul mar estaba sentada en una piedra en el cabo, oculta a medias por una roca saliente. Miraba a Ana con una extraña expresión, en parte de curiosidad, en parte de simpatía, en parte -¿era posible?- de envidia. Tenía la cabeza descubierta y llevaba sus espléndidos cabellos, que se parecían más que nunca a la «magnífica víbora» de Browning, atados alrededor de la cabeza con una cinta roja. ILlevaba un vestido de tela oscura, de confección muy modesta; atado a la cintura, marcando sus delicadas curvas, un cinturón de seda roja. Sus manos, entrelazadas alrededor de las rodillas, se veían quemadas y endurecidas por el trabajo, pero la piel del cuello y de las mejillas era blanca como la crema. Un rayo del ocaso atravesó una nube baja y cayó sobre sus cabellos. Por un momentó, pareció el espíritu del mar; personificaba todo su misterio, toda su pasión, todo su elusivo encanto.
-Usted... va a pensar que estoy loca -tartamudeó Ana, tratando de recuperarse. Que
aquella majestuosa muchacha la hubiera visto en un abandono tal de infantilismo, a ella, la esposa del doctor Blythe, que debía mantener toda la dignidad de una señora... ¡qué vergüenza!
-No -dijo la muchacha-. No lo pienso. No dijo nada más; su voz no tenía expresión; su actitud fue casi de rechazo, pero hubo
algo en sus ojos -ansiosos y sin embargo tímidos, desafiantes y sin embargo implorantes- que impidieron que Ana se fuera. Se sentó sobre la piedra, junto a la muchacha.
-Presentémonos -dijo, con la sonrisa que hasta ese momento jamás le había fallado en despertar confianza y amistad-. Soy la señora de Blythe y vivo en la casita blanca que hay detrás de la costa del puerto.
-Sí, lo sé -dijo la muchacha-. Yo soy Leslie Moore, la esposa de Dick Moore - agregó, con rigidez. Ana guardó silencio un momento, asombrada. No se le había ocurrido que estuviera casada, no había nada de mujer casada en ella. ¡Y que fuera la vecina a quien Ana se había imaginado como una común y corriente ama de casa de Cuatro Vientos! Ana tardó en adaptar su mente a aquel asombroso cambio.
-Entonces... entonces usted vive en la casa gris, arroyo arriba -tartamudeó. -Sí. Tendría que haber ido a visitarla hace mucho -dijo la joven. No dio ninguna explicación por no haber ido.
-Me encantaría que viniera -dijo Ana, recobrando el dominio de sí misma-. Vivimos tan cerca una de otra, que tendríamos que ser amigas. Es el único defecto de Cuatro Vientos: no hay suficientes vecinos. Por lo demás, es perfecto. -¿Le gusta?
-¿Gustarme? Me encanta. Es el lugar más hermoso que he visto en mi vida.
-Yo no he visto muchos lugares -dijo Leslie Moore en voz baja-, pero siempre he pensado que éste es muy bonito. A mí... a mí también me gusta mucho. Su forma de hablar era como su apariencia: tímida y, al mismo tiempo, intensa. Ana tuvo la rara impresión de que aquella extraña muchacha -no podía evitar la palabra «muchacha»- podría decir muchas cosas, si quisiera. -Yo vengo siempre a la costa -agregó.
-Yo también -dijo Ana-. Es raro que no nos hayamos encontrado antes.
-Es probable que usted venga más temprano que yo. Suelo venir bastante tarde. Y me encanta venir después de una tormenta, como hoy. No me gusta tanto el mar cuando está calmo y quieto. Me gusta la lucha, el choque de las aguas y el estruendo.
-A mí me gusta de todas formas -declaró Ana-. El mar en Cuatro Vientos es para mí lo que era el Sendero de los Amantes en casa. Esta noche se ve tan libre, tan indómito, que algo se liberó en mí también. Por eso bailé por la costa de esa manera. Claro que no creí que habría alguien mirándome. Si me hubiera visto la señorita Cornelia Bryant, habría temido un tenebroso futuro para el pobre y joven doctor Blythe. -¿Conoce a la señorita Cornelia? -preguntó Leslie, riendo. Tenía una risa exquisita; surgía súbita e inesperadamente, como la risa de los niños. Ana también rió.
-Ah, sí. Ha estado varias veces en mi casa de los sueños.
-¿Su casa de los sueños? -Ah, es un nombre un poco tonto pero muy querido; Gilbert y yo la llamamos así cuando
estamos solos. Se me escapó.
-De modo que la casita blanca de la señorita Russell es su casa de los sueños -dijo Leslie, pensativa-. Yo tuve una casa de los sueños una vez, pero era un palacio -agregó con una risa cuya dulzura fue estropeada por un dejo de burla.
-Ah, yo también soñé con un palacio una vez -dijo Ana-. Supongo que todas las chicas lo hacemos. Y después nos instalamos muy contentas en casas de ocho habitaciones que parecen colmar todos los deseos de nuestro corazón... porque allí está nuestro príncipe. Usted sí que debería tener un palacio de verdad, es tan hermosa... Permítame que lo diga, tengo que decirlo, quiero expresarle mi admiración. Es la mujer más hermosa que he visto en mi vida, señora Moore. -Si vamos a ser amigas, me gustaría que me llamaras Leslie -dijo la joven con un extraño
apasionamiento.
-Cómo no. A mí, mis amigas me llaman Ana.
-Yo también creo que soy guapa -continuó Leslie, mirando el mar con expresión atormentada-. Odio mi belleza. Ojalá fuera tan oscura y fea como la más oscura y fea de las muchachas del pueblo de pescadores de ahí abajo. Bien, ¿qué te parece la señorita Cornelia? El abrupto cambio de tema cerró la puerta a cualquier otra confidencia.
-La señorita Cornelia es encantadora, ¿no? -dijo Ana-. La semana pasada nos invitó a un suntuoso té en su casa. Habrás oído hablar de mesas que gimen bajo el peso de las cosas. -Creo recordar haber visto esa expresión en las crónicas de bodas de los diarios -dijo Leslie, sonriendo.
-Bien, la de la señorita Cornelia gemía. Por lo menos, crujía, y esto es literal. No podía creer que hubiera cocinado tanto para dos personas comunes y corrientes. Tenía todas las clases de torta que se te ocurran, creo, excepto pastel de limón. Dice que obtuvo un premio por su pastel de limón en la Exposición de Charlottetown hace diez años y jamás ha vuelto a prepararlo por miedo a perder la reputación.
-¿Pudisteis comer lo suficiente como para dejarla contenta?
-Yo no. Pero Gilbert se ganó su corazón comiendo... no voy a decirte cuántas porciones. Ella dice que jamás conoció un hombre que no prefiriera las tortas a la Biblia. ¿Sabes?
Quiero mucho a la señorita Cornelia.
-Yo también -dijo Leslie-. Es la mejor amiga que tengo en el mundo. Ana se preguntó por qué, si eso era verdad, la señorita Cornelia nunca le había hablado de la señora de Moore. La señorita Cornelia había hablado con total libertad de casi todos los habitantes de Cuatro Vientos y alrededores.
-¿No es hermoso? -dijo Leslie después de un breve silencio, señalando el exquisito efecto de un halo de luz que caía a través de una ranura en la roca, a sus espaldas, hasta un oscuro estanque verde del fondo-. Si hubiera venido y no hubiera visto nada más que eso, me habría ido a mi casa contenta.
-Los efectos de luces y sombras a lo largo de estas costas son maravillosos -concedió Ana-. Mi cuartito de costura da al puerto; yo me siento frente a la ventana y es un regalo para los ojos. Los colores y las sombras no son nunca los mismos de un minuto al siguiente.
-¿Y nunca te sientes sola? -preguntó Leslie abruptamente-. ¿Nunca, cuando estás sola?
-No. Creo que no me he sentido sola en mi vida -respondió Ana-. Incluso cuando estoy sola, tengo muy buena compañía: sueños, fantasías, imaginaciones. Me gusta estar sola de vez en cuando, para pensar en las cosas y degustarlas. Pero me encanta tener amigos y pasar buenos ratos con la gente. Ah, ¿vas a venir a verme a menudo? Por favor... Creo -agregó Ana, riendo- que te caeré bien cuando me conozcas.
-Me pregunto si yo te caeré bien a ti -dijo Leslie, muy seria. No buscaba un cumplido. Miró hacia las olas que comenzaban a llenarse de guirnaldas de espuma iluminada por la luna y los ojos se le llenaron de sombras.
-Estoy segura de que sí -dijo Ana-. Y por favor, no me creas horriblemente irresponsable porque me viste bailando en la costa al atardecer. Ya adquiriré dignidad con el tiempo. ¿Sabes? No hace mucho que me he casado. Me siento como una muchacha y a veces como una niña, todavía.
-Yo me casé hace doce años -dijo Leslie. He aquí otra cosa increíble.
-Pero, ¡no puedes tener la misma edad que yo! -exclamó Ana-. Serías una niña cuanto te casaste.
-Tenía dieciséis años -dijo Leslie. Se puso en pie y recogió el sombrero y la chaqueta que tenía a su lado.
-Ahora tengo veintiocho. Bien, debo irme.
-Yo también. Gilbert ya estará en casa. Pero me alegro mucho de que las dos hayamos venido a la costa esta noche y nos hayamos conocido. Leslie no dijo nada y Ana se sintió un poco molesta. Había ofrecido su amistad con toda franqueza y no la habían aceptado con mucho donaire, por no decir que se la habían rechazado directamente. Subieron los acantilados en silencio y atravesaron un campo de pastoreo donde los pastos silvestres, pálidos y livianos, eran como una alfombra de terciopelo color crema a la luz de la luna. Cuando llegaron al camino de la costa, Leslie se volvió.
-Voy por este lado, señora Blythe. Vendrá pronto a verme, ¿no? Ana sintió que le arrojaba la invitación a la cara. Tuvo la impresión de que Leslie Moore la invitaba de mala gana.
-Iré, si de verdad quieres que vaya - dijo, con algo de frialdad.
-Ah, claro que quiero, claro que quiero -exclamó Leslie con una intensidad que pareció estallar al librarse de los frenos que le habían puesto.
-Entonces, iré. Buenas noches, Leslie.
-Buenas noches, señora Blythe. Ana caminó ensimismada hasta su casa y le contó a Gilbert su encuentro.
-De modo que la señora de Dick Moore no es de la raza que conoce a José -dijo Gilbert, bromeando.
-Nooo, no exactamente. Y sin embargo, creo que lo fue en algún momento, pero se fue o está exiliada -dijo Ana, pensativa-. Es muy diferente de las mujeres de por aquí. No se puede hablar de manteca y huevos con ella. Pensar que yo me la imaginaba como una segunda señora Rachel Lynde. ¿Has visto a Dick Moore, Gilbert?
-No. He visto muchos hombres trabajando en los campos de la granja, pero no sé cuál de ellos era Moore.
-Ella no lo mencionó ni una vez. Sé que no es feliz. -Por lo que me cuentas, supongo que se casó antes de tener la edad suficiente para conocer algo de su propia mente o su corazón y descubrió demasiado tarde que había cometido un error. Es una tragedia muy común, Ana. Una gran mujer habría tratado de sacar lo mejor posible de la situación. Evidentemente, la señora Moore ha permitido que eso la convierta en una persona amargada y resentida.
-No la juzguemos hasta conocerla -rogó Ana-. No creo que su caso sea tan común. Comprenderás su fascinación cuando la veas, Gilbert. Es algo que no tiene nada que ver con la belleza. Siento que posee una naturaleza rica en la cual una amiga podría entrar como en un reino; pero, por alguna razón, impide la entrada a todos y encierra dentro de sí misma cualquier posibilidad para que no pueda desarrollarse y florecer. Ya está, he luchado por definirla desde que la dejé y eso es lo más cercano que puedo decir. Voy a preguntarle a la señorita Cornelia sobre ella.

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora