14. Días de noviembre

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Los espléndidos colores que habían reinado durante semanas en las costas del Puerto de Cuatro Vientos se habían diluido en el suave gris azulado de las colinas en otoño. Llegaron muchos días en los cuales los campos y las costas se oscurecían por una lluvia cerrada, o temblaban bajo el soplo de un melancólico viento del mar, y noches, también, de tormentas y tempestades, en las que a veces Ana se despertaba rezando para que ningún barco chocara contra la siniestra costa norte pues, de ser así, ni siquiera el gran faro fiel, que rotaba sin temor a través de la oscuridad, podría guiarlo hasta puerto seguro.
-A veces, en noviembre, siento que la primavera no regresará jamás -dijo Ana, suspirando, apenada por el aspecto irremediablemente desagradable de sus macizos de flores empapados y congelados. El alegre jardincito de la esposa del maestro era ahora un lugar bastante desolado; los álamos de Lombardía y los abedules habían arriado las velas, como dijo el capitán Jim. Pero el bosquecillo de abetos que crecía detrás de la casita, estaba siempre verde y lozano; incluso en noviembre y diciembre había preciosos días de sol y nieblas purpúreas en los que el puerto bailaba y resplandecía tan animadamente como en pleno verano, y el golfo era de un azul tan suave y tierno, que la tormenta y los vientos fuertes parecían apenas un sueño pasado. Ana y Gilbert pasaron muchas veladas del otoño en el faro. Era siempre un lugar alegre. Incluso cuando azotaba el viento del este y el mar estaba muerto y gris, parecía que en todo el faro acechaban indicios del sol. Tal vez fuera así porque Segundo Oficial siempre lo recorría en una panoplia de oro. Era un gato tan grande y radiante, que uno casi no notaba la falta del sol y sus sonoros ronroneos constituían un agradable acompañamiento a las risas y la conversación alrededor del hogar del capitán Jim. Éste y Gilbert mantenían largas conversaciones e importantes pláticas sobre temas que sobrepasaban el entendimiento del gato. -A mí me gusta considerar todo tipo de problemas, aunque no pueda resolverlos -decía el capitán Jim-. Mi padre sostenía que no debemos hablar nunca de cosas que no comprendemos, pero, si no lo hiciéramos, doctor, los temas de conversación serían poquísimos. Pienso que los dioses se reirán muchas veces al oírnos, pero, qué importa, siempre y cuando recordemos que somos sólo hombres y no nos dé por creernos dioses conocedores del bien y del mal. Pienso que nuestras charlas no nos harán ningún daño, ni a nosotros ni a nadie, de modo que esta noche vamos a dedicarle otra sesión a los cuándo, los porqué y los dónde, doctor. Mientras ellos «conferenciaban», Ana los escuchaba o soñaba. A veces Leslie iba al faro con ellos y Ana y ella caminaban por la costa, a la luz fantasmagórica del crepúsculo, o se sentaban en las rocas junto al faro hasta que la oscuridad las hacía regresar a la alegría del hogar. Entonces, el capitán Jim les preparaba té y les contaba «cuentos de tierras y mares, y lo que fuere que pudiera acontecer en el grande y olvidado mundo, allá afuera». Leslie siempre parecía disfrutar mucho de estas reuniones y, mientras duraban, florecían
su inteligencia rápida, su hermosa risa e incluso su silencio de ojos resplandecientes. Cuando Leslie estaba presente, había cierto dejo, cierto sabor especial que los otros extrañaban cuando ella no estaba. Aun cuando no hablara, parecía que inspiraba a los otros a ser brillantes. El capitán Jim contaba mejor sus historias, Gilbert era más agudo en sus argumentos y réplicas y Ana sentía pequeños estallidos de fantasía e imaginación que le brotaban bajo la influencia de la personalidad de Leslie.
-Esa muchacha ha nacido para ser líder en círculos sociales e intelectuales, lejos de Cuatro Vientos -le dijo Ana a Gilbert mientras caminaban de regreso a su casa una noche-. Está desperdiciada aquí, desperdiciada.
-¿No escuchaste al capitán Jim y a un seguro servidor la otra noche, cuando hablamos
de ese tema en términos generales? Llegamos a la confortante conclusión de que el Creador probablemente sepa cómo dirigir Su universo tan bien como nosotros y que, después de todo,no hay tal cosa como «vidas desperdiciadas», salvo cuando un individuo intencionalmente malgasta y desperdicia su propia vida, el cual no es por cierto el caso de Leslie Moore. Y hay quien podría pensar que Redmond B. A., a quien los editores comienzan a honrar, está «desperdiciada» como esposa de un médico rural en la comunidad de Cuatro Vientos.
-¡Gilbert!
-Si te hubieras casado con Roy Gardner, en cambio -continuó Gilbert, sin
misericordia-, tú habrías sido «líder en círculos sociales e intelectuales, lejos de Cuatro Vientos».
-¡ Gilbert Blythe! -Tú sabes que en determinado momento, estuviste enamorada de él, Ana.
-Gilbert, eso es mezquino, «mezquino y por ende típico de los hombres», como dice la señorita Cornelia. Nunca estuve enamorada de él. Hubo un tiempo en que creí estarlo, nada más. Tú lo sabes. Tú sabes que prefiero ser tu esposa en nuestra casa de los sueños a ser una reina en un palacio.
Gilbert no le respondió con palabras; pero me temo que los dos se olvidaron de la pobre Leslie, que caminaba deprisa y solitaria atravesando los campos hacia una casa que no era ni un palacio ni la realización de un sueño. La luna se levantaba por encima del mar oscuro y triste, a sus espaldas, y lo transfiguraba. Su luz aún no había llegado al puerto y el extremo más alejado de éste se veía oscuro y sugestivo, con sus caletas en sombras, su rica tenebrosidad y sus luces como joyas.
-¡Cómo brillan esta noche las luces de las casas a través de la oscuridad! -dijo Ana-. Esa hilera de luces, a lo largo del puerto, parece un collar. ¡Y el fulgor en Glen! Ay, mira, Gilbert, allí está la nuestra. Me alegro tanto de que hayamos dejado encendida la luz. Odio volver a una casa oscura. ¡La luz de nuestra casa, Gilbert! ¿No es bonito verla?
-Apenas uno de los muchos millones de hogares de la Tierra, querida, pero nuestra, nuestra, nuestro faro guía en «un mundo malvado». Cuando un hombre tiene un hogar y una querida y pequeña esposa pelirroja en ese hogar, ¿qué más puede pedirle a la vida?
-Bien, podría pedir una cosa más -susurró Ana, feliz-. Ah, Gilbert, me parece como si no pudiera esperar a que llegue la primavera.

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora