18. Días de primavera

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El hielo del puerto se puso negro y quebradizo con los soles de marzo y en abril había aguas azules y un golfo ventoso y cubierto de espumas blancas. Otra vez el faro de Cuatro Vientos iluminó los crepúsculos. -Estoy tan contenta de volver a verlo -dijo Ana la primera noche de su reaparición-. Lo
he echado mucho de menos durante el invierno. El cielo del noroeste me ha parecido vacío y solitario sin él. La tierra estaba tierna con flamantes hojitas de un verde dorado. Había una niebla color
esmeralda en los bosques del otro lado de Glen. Los valles que daban al mar se llenaban de nieblas mágicas al amanecer. Vientos vibrantes
llegaban y se iban con espuma salada en el aliento. El mar reía,
resplandecía, se atildaba, atraía, como una mujer hermosa y coqueta. Llegaron los arenques y el pueblo de pescadores despertó a la vida. El puerto estaba vivo y lleno de veleros que se dirigían al canal. Los barcos comenzaron a salir y a entrar otra vez.
-En un día de primavera como éste -dijo Ana-, sé exactamente cómo se sentirá mi alma en la mañana de la Resurrección.
-Hay veces, en primavera, en que siento que podría haber sido poeta, si hubiera empezado joven -comentó el capitán Jim-. Me sorprendo repitiendo viejos versos y poemas que oí recitar al maestro de escuela hace sesenta años. No los recuerdo en otros momentos. Ahora siento como si tuviera que salir a las rocas o a los campos o al agua y recitarlos. El capitán Jim había ido aquella tarde a llevarle un montoncito de conchas para el jardín y
un ramito de espliego que había encontrado en un paseo por las dunas.
-Se está volviendo muy escaso en estas costas ahora -dijo-. Cuando yo era niño, había mucho. Pero ahora muy de vez en cuando se encuentra una mata, y nunca cuando se la busca. Hay que tropezarse con ella. Uno va caminando por las dunas, sin pensar en el espliego, y de pronto el aire se vuelve lleno de dulzura y ahí está la hierba, a tus pies. Me gusta mucho el olor del espliego. Siempre me hace pensar en mi madre.
-¿A ella le gustaba? -preguntó Ana.
-No, que yo sepa. No sé si alguna vez vio espliego. No, es porque tiene un perfume como maternal, no demasiado joven, ¿me entiende? Algo sazonado, saludable, confiable, igual que una madre. La novia del maestro siempre la ponía entre sus pañuelos. Puede poner ese ramito entre los suyos, señora Blythe. A mí no me gustan los perfumes comprados, pero el aroma a espliego siempre le queda bien a una dama. A Ana no la entusiasmaba mucho la idea de rodear sus macizos de flores con conchas de
almejas; no le gustaban como decoración. Pero por nada del mundo habría sido capaz de herir los sentimientos del capitán Jim, de modo que simuló un entusiasmo que no sentía y le dio las gracias con ardor. Y cuando el capitán Jim hubo rodeado, lleno de orgullo, todos los macizos con las grandes conchas blancas como la leche, Ana descubrió, sorprendida, que le gustaba el resultado. En un jardín de la ciudad o incluso de Glen, no habrían quedado bien pero aquí, en el anticuado y marítimo jardín de la casita de los sueños, quedaban perfectas.
-Quedan muy bonitas -dijo, sinceramente.
-La novia del maestro siempre ponía caracolas alrededor -dijo el capitán Jim-. Tenía.mano maestra para las flores. Las miraba y las tocaba, una y otra vez, y crecían como locas. Hay personas que tienen ese don, y yo creo que usted lo tiene, señora Blythe.
-Ah, no sé, pero adoro mi jardín y adoro trabajar en él. Trabajar con cosas verdes y vivas, mirarlas todos los días y ver cómo aparecen los brotes; es como tener algo que ver con la creación. Ahora mi jardín es como la fe, la sustancia de las cosas que uno espera. Pero aguarde y ya verá.
-Siempre me asombra ver las semillitas marrones y arrugadas y pensar en el arco iris que se oculta en ellas - dijo el capitán Jim-. Cuando pienso en las semillas, no me parece difícil creer que tenemos un alma que vivirá en otro mundo. Es difícil creer que hay vida en esas cosas tan pequeñas, algunas no mayores que una mota de polvo, y mucho menos color y perfu me, si no se hubiera visto el milagro, ¿no? Ana, que contaba los días como cuentas de plata de un rosario, ya no podía encarar la larga
caminata hasta el faro o por el camino hacia Glen. Pero la señorita Cornelia y el capitán Jim iban muy a menudo a la casita. La señorita Cornelia era la alegría de la existencia de Ana y Gilbert. Se desternillaban de risa con sus comentarios después de sus visitas. Cuando el
capitán Jim y ella visitaban la casita al mismo tiempo, era muy divertido escucharlos. Siempre
tenían batallas dialécticas; ella atacaba y él se defendía. Una vez Ana le reprochó al capitán que
provocara a la señorita Cornelia.
-Ah, me encanta pincharla, señora Blythe -dijo con una risita de pecador, sin arrepentirse-. Es mi mayor diversión en la vida. Tiene una lengua capaz de chamuscar una piedra. Y usted y el sinvergüenza del doctor, escuchándola, se divierten tanto como yo.
El capitán Jim fue otra tarde a llevarle unas anémonas a Ana. El jardín estaba lleno del aire
húmedo, aromático, de las tardes de primavera junto al mar. Había una niebla blanco lechosa al borde del mar, con una luna joven que la besaba, y una plateada alegría de estrellas sobre Glen. La campana de la iglesia repicaba dulce y soñadora al otro lado del puerto. El leve tañido volaba a través del crepúsculo para mezclarse con el suave gemido primaveral del mar. Las anémonas del capitán Jim agregaron el último toque al encanto de la noche.
-No había visto ninguna esta primavera y las extrañaba -dijo Ana, hundiendo la cara entre ellas.
-No se encuentran en Cuatro Vientos, sólo en las tierras yermas, más allá de Glen. Hice un viajecito hoy hasta la «tierra del nada que hacer», y recogí éstas para usted. Pienso que serán las últimas que verá esta primavera porque ya casi no hay.
-Qué amable y considerado es usted, capitán Jim. Nadie más, ni siquiera Gilbert -dijo Ana, con un giro de la cabeza hacia él-, ha recordado que adoro las anémonas en primavera.
-Bien, yo tenía otra diligencia que hacer. Quería llevarle al señor Howard algunas truchas.
Le gusta comer truchas de vez en cuando y es todo lo que puedo hacer por un favor que me hizouna vez. Me quedé toda la tarde conversando con él. A él le gusta hablar conmigo, aunque es un hombre muy educado y yo no soy más que un viejo marino ignorante; es de esas personas que si no habla se siente un desgraciado y hay pocos que lo escuchen por aquí. La gente de Glen le rehuye porque lo considera un infiel. No ha ido tan lejos, pocos hombres lo hacen, creo, pero es lo que uno podría llamar un hereje. Los herejes son perversos, pero son interesantísimos. Lo
que pasa es que se han perdido buscando a Dios, pues están bajo la impresión de que Él es difícil de encontrar, lo que no es así. La mayoría de ellos se topan con Él después de un tiempo. No
considero que escuchar los argumentos del señor Howard pudiera hacerme a mí mucho daño.
Claro que yo creo en lo que me enseñaron que creyera. Ahorra muchos problemas y, a fin de cuentas, Dios es el bien. El problema del señor Howard es que es demasiado inteligente. Piensa que tiene que vivir a la altura de su inteligencia y que es más inteligente encontrar una manera
nueva de ir al cielo en lugar de ir por el viejo camino por el que vamos los comunes e ignorantes. Pero llegará y entonces se reirá de sí mismo.
-Para empezar, el señor Howard era metodista -dijo la señorita Cornelia, como si pensara que no tenía un camino muy largo que recorrer desde ese punto hasta la herejía.
-¿Sabes, Cornelia? -dijo el capitán Jim, muy serio-. A menudo me he dicho a mí
mismo que, si no fuera presbiteriano, sería metodista.
-Ah -dijo la señorita Cornelia-, si no fueras presbiteriano, no importaría mucho lo que fueras. Hablando de herejía, esto me hace recordar algo, doctor; le he traído el libro que me prestó, Ley natural en el mundo espiritual, pero no leí más que la tercera parte. Puedo leer cosas con sentido y puedo leer cosas sin sentido, pero ese libro no es ni lo uno ni lo otro.
-Hay quien lo considera algo herético -admitió Gilbert-, pero yo se lo advertí antes de
prestárselo, señorita Cornelia.
-Ah, pero no me hubiera importado que fuese herético, Puedo soportar la perversidad, pero lo que no puedo soportar es la tontería -dijo la señorita Cornelia con toda calma y con el aire de haber dicho lo último que podía decirse sobre Ley natural.
-Hablando de libros, Un amor loco terminó hace dos semanas -comentó el capitán Jim, pensativo-. Alcanzó ciento tres capítulos. Cuando se casaron, el libro terminó abruptamente, de modo que supongo que se les terminaron todos los problemas. Es realmente muy bonito que las cosas sean así en los libros, ¿no?, aunque no sea así en ningún otro lado.
-Yo nunca leo novelas -dijo la señorita Cornelia-. ¿Sabes cómo estaba hoy Geordie Russell, capitán Jim?
-Sí, pasé a verlo camino a casa. Está bastante bien, aunque cocinándose en una olla de problemas, como siempre, pobre hombre. Cierto que él se los busca casi todos, pero no creo que eso le haga las cosas más fáciles.
-Es un terrible pesimista -dijo la señorita Cornelia.
-Bien, no es exactamente un pesimista, Cornelia. Es sólo que nunca encuentra nada que le venga bien.
-¿Y eso no es ser pesimista?
-No, no. Pesimista es el que no espera encontrar nunca algo gue le venga bien. Geordie todavía no ha llegado tan lejos.
-Tú tendrías algo bueno para decir hasta del diablo, Jim Boyd.
-Bien, ya conoces la historia de aquella anciana que dijo que al menos era perseverante.
Pero no, Cornelia, no tengo nada bueno que decir del diablo.
-¿Al menos crees en él? -preguntó la señorita Cornelia con mucha seriedad.
-¿Cómo puedes preguntarme eso cuando sabes que soy un buen presbiteriano, Cornelia? ¿Cómo podría un presbiteriano vivir sin un diablo?
-¿Crees? -insistió la señorita Cornelia. El capitán Jim se puso serio de pronto.
-Creo en lo que una vez oí a un ministro llamar «una fuerza poderosa, maligna e
inteligente de malevolencia en el universo» -dijo, solemne-. En eso creo, Cornelia. Puedes llamarlo diablo o «el principio del mal» o Mefistófeles o cualquier nombre que se te ocurra.
Está ahí, y ni aunque se uniesen todos los infieles o herejes del mundo podrían hacerlo desaparecer con sus argumentos, como tampoco pueden hacer desaparecer a Dios. Está ahí, y activo. Pero, atención, Cornelia, creo que se va a llevar la peor parte al final.
-Yo espero lo mismo -dijo la señorita Cornelia, aunque sin demasiada esperanza-.
Pero, hablando del diablo, estoy segura de que Billy Booth está poseído por él. ¿Se han enterado de la última hazaña de Billy?
-No. ¿Qué hizo?
-Quemó un vestido nuevo, de lana marrón, de su esposa, por el que ella había pagado
veinticinco dólares en Charlottetown, porque dice que los hombres la miraron con demasiada admiración cuando se lo puso para ir a la iglesia la primera vez. ¿No es típico de los
hombres?
-La señora Booth es muy guapa, y el marrón es el color que mejor le queda -dijo el capitán Jim, pensativo.
-¿Es ésa una buena razón para que le meta el vestido nuevo en el horno de la cocina? Billy Booth es un tonto celoso y le hace la vida imposible. Ella lloró durante toda la semana
por el vestido. Ay, Ana, cómo me gustaría escribir como tú, créeme. ¡Cómo reprendería a algunos de los hombres de por aquí!
-Esos Booth son bastante raros -dijo el capitán Jim-. Billy parecía el más cuerdo de todos hasta que se casó y aparecieron esos extraños celos. Su hermano Daniel siempre fue muy raro.
-Le daban rabietas cada dos o tres días y se negaba a levantarse de la cama -dijo la señorita Cornelia, regodeándose-. La esposa tenía que ocuparse de todo el trabajo hasta que se le
pasaba. Cuando él murió, la gente le escribió cartas de condolencias. De haberle escrito, yo le
habría mandado una de felicitación. El padre, el viejo Abram Booth, era un borracho asqueroso.
Estuvo borracho en el entierro de su esposa y pasó todo el tiempo trastabillando e hipando: «No beeebí mucho pero me siento muuuy raro». Yo le di un buen golpe en la espalda con el paraguas
cuando se me acercó y eso lo dejó sobrio hasta que sacaron el ataúd de la casa. El joven Johnny
Booth iba a casarse ayer, pero no pudo porque se le ocurrió coger paperas. ¿No es típico de un hombre?
-¿Cómo podría haber evitado coger paperas, pobre hombre?
-Ya me iba a venir a mí con «pobre hombre», créeme, si yo fuera Kate Sterns. No sé cómo podría haber evitado las paperas, pero sí sé que el banquete de bodas estaba preparado y todo se echará a perder antes de que se recupere. ¡Qué desperdicio! Tendría que haber tenido paperas cuando era pequeño.
-Vamos, vamos, Cornelia, ¿no te parece que no estás siendo muy razonable? La señorita Cornelia no se dignó responder, sino que se volvió a Susan Baker, una solterona de Glen, de rostro avinagrado y buen corazón, que había sido empleada como criada para todo servicio en la casita durante algunas semanas. Susan había ido a Glen a visitar a una enferma y acababa de regresar.
-¿Cómo está la pobre tía Mandy esta noche? -preguntó la señorita Cornelia. Susan suspiró. -Muy mal, muy mal, Cornelia. Me temo que pronto estará en el cielo, ¡pobrecita!
-¡Ay, no puede estar tan mal! -exclamó la señorita Cornelia, preocupada. El capitán Jim y Gilbert se miraron. Entonces, súbitamente, se pusieron en pie y salieron.
-Hay momentos -dijo el capitán Jim, entre espasmos-, en los que sería un pecado no reírse. ¡Dos mujeres tan excelentes!

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora