40. Adiós a la casa de los sueños

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El capitán Jim fue enterrado en el pequeño cementerio del otro lado del puerto, muy cerca
del lugar donde dormía la pequeña damita blanca. Sus parientes hicieron construir un costoso y feo «monumento», un monumento que, de haberlo visto en vida, habría inspirado al capitán alguna burlona broma. Pero su verdadero monumento estaba en los corazones de aquellos que lo habían conocido y en el libro que viviría durante generaciones. Leslie se lamentaba de que el capitán Jim no hubiera vivido para ver el éxito que alcanzó.
—¡Cómo se habría regodeado con las críticas! Son todas tan bondadosas... Y si hubiera visto su libro de la vida encabezando las listas de los más vendidos. ¡ Ah, ojalá hubiera vivido para verlo, Ana! Pero Ana, a pesar de su dolor, era más sabia.
—Era el libro en sí lo que a él le importaba, Leslie, no lo que pudiera decirse de él; y el libro sí lo tuvo. Lo leyó hasta el final. Esa última noche ha de haber sido de una inmensa felicidad para él, con el fin rápido e indoloro del que había hablado en la mañana. Me alegro por Owen y por ti de que el libro sea un éxito tan grande, pero el capitán Jim estaba contento, eso lo sé.
La estrella del faro seguía su vigilia nocturna; se envió un sustituto a la punta hasta que un gobierno sabihondo pudiera decidir cuál de los muchos candidatos era mejor para el puesto, o tenía la influencia más poderosa. Segundo Oficial se sentía cómodo en la casita, querido por Ana, Gilbert y Leslie y tolerado por Susan, a quien no le gustaban mucho los gatos.
—Puedo tolerarlo por el capitán Jim, querida señora, porque yo quería al anciano. Y me ocuparé de que tenga su comida y todos los ratones que caigan en las trampas. Pero no me pida que haga más que eso, querida señora. Los gatos son gatos, y, hágame caso, nunca serán otra cosa. Y al menos, mi querida señora, manténgalo lejos de nuestro hombrecito. Imagínese lo horrible que sería que le aspirara el aliento a la criaturita.
—Eso podría considerarse una «gatástrofe» —dijo Gilbert.
—Ah, usted ríase, mi querido doctor, pero no sería nada gracioso.
—Los gatos no aspiran el aliento de los niños —dijo Gilbert—. Eso no es más que una vieja superstición. —Ah, bien, tal vez sea una superstición, pero tal vez no, mi querido doctor. Yo lo único que sé es que ha pasado. El gato de la esposa del sobrino del marido de mi hermana aspiró el aliento a su niño y el pobre inocente estaba casi muerto cuando lo encontraron. Y, superstición o no, si encuentro a esa bestia amarilla cerca de nuestro bebé, le pego con el atizador, mi querida señora. El señor Marshall Elliott y señora vivían confortable y armoniosamente en la casa verde. Leslie estaba ocupada cosiendo, pues ella y Owen se casarían en Navidad. Ana se preguntó qué haría cuando se fuera Leslie.
—Siempre hay cambios. Justo cuando las cosas están verdaderamente bien, cambian —dijo,
con un suspiro.
—La vieja casa de los Morgan, en Glen, está en venta —dijo Gilbert, a propósito de nada
en especial.
—¿Ah, sí? —preguntó Ana, indiferente.
—Sí. Ahora que el señor Morgan ha muerto, la señora Morgan quiere vivir con sus hijos en Vancouver. La venderá barata, porque una casa tan grande en una ciudad tan pequeña como Glen no será fácil de vender.
—Bien, es un lugar precioso, de modo que probablemente encuentre comprador —dijo
Ana, con aire ausente, preguntándose si debía hacerle vainica o punto de París a la ropa «corta» del pequeño Jem. Le quitarían la ropa larga de bebé a la semana siguiente y Ana tenía ganas de llorar sólo de pensarlo.
—¿Y si la compramos, Ana? —dijo Gilbert con voz queda. Ana bajó la costura y lo miró.
—¿Hablas en serio, Gilbert?
—Por supuesto que sí, querida.
—¿Y dejar este lugar tan querido, nuestra casa de los sueños? —dijo Ana, incrédula—. Ay,
Gilbert, es... ¡es inconcebible!
—Escúchame con paciencia, querida. Yo sé cómo quieres esta casa. Yo también la quiero.
Pero supimos desde un principio que algún día tendríamos que mudarnos.
—Ah, pero no tan pronto, Gilbert, no todavía.
—Podemos no tener otra oportunidad como ésta. Si no compramos la casa de los Morgan, alguien la comprará, y no hay otra casa en Glen que nos gustase tener, y ningún otro terreno realmente bueno donde pudiéramos construir. Esta casita es, bien, es y ha sido lo que ninguna otra casa puede llegar a ser jamás para nosotros, lo admito, pero tú sabes que queda muy a
trasmano para un médico. Ya lo sabíamos, aunque lo hemos tomado de la mejor manera posible.
Y ahora se está quedando pequeña. Dentro de unos pocos años, cuando Jem quiera un cuarto
para él, será irremediablemente pequeña.
—Ah, ya lo sé, ya lo sé —dijo Ana, con los ojos llenos de lágrimas—. Sé todo lo que puede aducirse en su contra, pero la quiero tanto, y este lugar es tan hermoso...
—Te resultará muy solitario después de que se vaya Leslie, y el capitán Jim ya no está. La
casa de los Morgan es hermosa y, con el tiempo, la querrás. No niegues que siempre la has
admirado, Ana.
—Ah, sí, pero... pero, todo esto ha sucedido tan de repente, Gilbert. Estoy confundida. Hace diez minutos ni pensaba en dejar este lugar. Estaba planeando lo que pensaba hacer para la primavera, lo que pensaba hacer en el jardín. Y si nos vamos de esta casa, ¿quién la comprará?
Está en un lugar poco conveniente, de modo que la alquilará una familia pobre, de perezosos y
vagabundos, y la destrozarán, y... ¡eso sería una profanación! Me dolería profundamente. —Lo sé. Pero no podemos sacrificar nuestros intereses en aras de esas consideraciones, pequeña. La casa de los Morgan nos servirá en todo lo esencial; no podemos permitirnos el lujo de dejar pasar semejante oportunidad. Piensa en ese gran parque con esos magníficos y viejos árboles, y
el espléndido bosque al fondo..., cincuenta hectáreas. ¡Qué campo de juegos para nuestros
hijos! Hay un lindo huerto, también, y tú siempre admiraste ese alto muro de ladrillos alrededor
del jardín, con su puerta; siempre te pareció un jardín de libro de cuentos. Y hay una vista casi
tan linda del puerto y de las dunas como desde aquí.
—Desde allá no se ve la estrella del faro.
—Sí. Se ve desde la ventana de la buhardilla. Ésa es otra ventaja, mi pequeña, a ti te encantan las buhardillas grandes.
—No hay arroyo en el jardín.
—Bien, no, pero hay uno que corre por el bosque de arces hasta el estanque de Glen. Y el estanque mismo no queda muy lejos. Podrás fantasear con que tienes tu propio Lago de las
Aguas Plateadas otra vez.
—Bien, no digas nada más por ahora, Gilbert. Dame tiempo para pensar, para
acostumbrarme a la idea.
—Está bien... No hay mucha prisa, por supuesto. Sólo que, si decidimos comprarla, convendría estar mudados e instalados antes del invierno.
Gilbert salió y Ana hizo a un lado la ropita del pequeño Jem con manos temblorosas. Ya no podía seguir cosiendo. Con los ojos húmedos, recorrió su pequeño dominio, donde había sido una reina tan feliz. La casa de los Morgan era todo lo que Gilbert decía. El parque era
hermoso, la casa lo suficientemente vieja para tener dignidad, reposo y tradiciones, pero lo
bastante nueva para ser cómoda y moderna. Ana siempre la había admirado, pero admirar no es lo mismo que amar, y ella amaba tanto esta casita de los sueños... Lo quería todo en ella: el jardín que había cuidado y que tantas mujeres habían cuidado antes que ella; el destello y el centelleo del arroyito que se colaba tan travieso por un costado; el portón entre los crujientes abetos; el viejo escalón de piedra arenisca; los monumentales álamos de Lombardía; los dos
diminutos y exquisitos armarios de cristal sobre el hogar de la sala; las ventanas torcidas arriba;
el pequeño saliente de la escalera... ¡Caramba, estas cosas eran parte de ella! ¿Cómo podía dejarlas?
¡Y cómo esta casita, santificada en otros tiempos por el amor y la alegría, había sido vuelta
a santificar para ella por su felicidad y su dolor! Aquí había pasado su luna de miel; aquí Joyce había vivido su único día de vida; aquí la dulzura de la maternidad había llegado otra vez con el pequeño Jem; aquí había escuchado la exquisita música de los gorjeos y las risas de su niño; aquí los amigos queridos se habían sentado junto al fuego. La alegría y el dolor, el nacimiento y la muerte, habían hecho sagrada para siempre esta casita de los sueños. Y ahora debía dejarla. Lo sabía, aunque había luchado contra la idea de Gilbert. La casita
les quedaba pequeña. Los intereses de Gilbert hacían necesario el cambio; su trabajo se resentía
por la ubicación de la casa. Ana se daba cuenta de que se acercaba el fin de su vida en este querido lugar y que debía enfrentar el hecho con valentía. Pero, ¡cómo le dolía el corazón!
—Será como arrancarme algo de la vida —sollozó—. Y, si pudiera creer que en nuestro lugar vendrá gente agradable, o incluso que quedará vacía. Eso sería mejor que verla invadida
por alguna horda que no sepa nada de la geografía de las tierras de los sueños ni de la historia que le ha dado a esta casa su alma y su identidad. Y si alguna tribu así llega aquí, la casa se convertirá en ruinas en seguida, una casa vieja se arruina muy rápido si no se la cuida con cariño. Destrozarán mi jardín y dejarán que se marchiten los álamos de Lombardía, y la cerca parecerá una boca sin la mitad de los dientes, y habrá goteras en el techo, y se caerá el revoque,
y pondrán almohadas y trapos para tapar vidrios rotos en las ventanas, y todo se desgastará.
La imaginación de Ana se figuraba tan vividamente la inminente decadencia de su querida casita que se sintió tan apenada como si ya fuera un hecho real. Se sentó en la escalera y lloró
larga y amargamente. Susan la halló allí y preguntó muy preocupada qué sucedía.
—No ha discutido con el doctor, ¿verdad, mi querida señora? Pero si es eso, no se preocupe. Es muy común en los matrimonios, me dicen, aunque yo no he tenido experiencia al
respecto. Él se arrepentirá y pronto harán las paces.
—No, no, Susan, no hemos discutido. Es sólo que... Gilbert va a comprar la casa de los Morgan y tendremos que irnos a vivir a Glen. Y a mí se me va a partir el corazón.
Susan no pudo penetrar para nada en los sentimientos de Ana. Es más, se alegró mucho de
la probabilidad de vivir en Glen. Su único reparo con respecto a su empleo en la casita era que
estuviera tan solitaria.
—Pero, mi querida señora, será espléndido. La casa de los Morgan es una casa grande y muy bonita.
—Odio las casas grandes —sollozó Ana.
—Bien, no las odiará cuando tenga una docena de hijos —comentó Susan con calma—. Y esta casa ya es demasiado pequeña para nosotros. No tenemos habitación de huéspedes desde que está la señora Moore, y esa despensa es el lugar más incómodo en el que he intentado
trabajar. Hay una esquina en cada lugar al que me vuelvo. Además, esto está muy alejado. No hay nada más que paisaje, en realidad.
—Para su mundo, puede ser, Susan, pero no para el mío —dijo Ana con una débil sonrisa.
—No la comprendo, mi querida señora, pero yo, por supuesto, no he tenido educación.
Pero si el doctor Blythe compra la casa de los Morgan, no cometerá un error, y usted estará de
acuerdo. Tienen agua y las despensas y los baños son hermosos; y no hay otro sótano igual en
toda la isla, según me han dicho. Caramba, mi querida señora, el sótano aquí ha sido un dolor de cabeza para mí, usted lo sabe.
—Ah, vayase, Susan, vayase —dijo Ana, con desesperación—. Los sótanos, las despensas
y los armarios no hacen una casa. ¿Por qué no llora con los que lloran?
—Bien, nunca fui muy buena para llorar, mi querida señora. Prefiero animar a la gente antes que llorar con ella. Vamos, no llore, que se va a estropear esos ojos tan bonitos. Esta casa es muy linda y ha servido su propósito, pero ya es hora de que tenga una mejor.
El punto de vista de Susan parecía ser el de la mayoría. Leslie fue la única que estuvo de acuerdo con Ana. Ella también lloró cuando se enteró de la noticia. Luego las dos se secaron las lágrimas y se pusieron a trabajar en los preparativos para la mudanza.
—Ya que tenemos que irnos, vayámonos lo antes posible y terminemos de una vez por todas
—dijo la pobre Ana con amarga resignación.
—Sabes que vas a querer esa casa de Glen cuando hayas vivido en ella lo suficiente para tener queridos recuerdos tejidos en ella —le dijo Leslie—. Allí irán amigos, como han venido aquí, la felicidad la glorificará para ti. Ahora no es más que una casa, pero los años la convertirán en tu hogar. Ana y Leslie lloraron otra vez a la semana siguiente, cuando le quitaron al pequeño Jem la ropa de bebé. Para Ana fue una tragedia hasta la noche, cuando encontró otra vez a su pequeño bebé con su ropita para dormir. —Pero lo próximo serán los pantalones cortos, y luego los largos, y en cualquier momento, habrá crecido —suspiró.
—Bien, no querrá que sea un niño siempre, mi querida señora, ¿no? —dijo Susan—.
Bendito sea el inocente, está tan dulce con su ropita corta, con esos piececitos al aire. Y piense en lo que se ahorra de planchado, mi querida señora.
—Ana, acabo de recibir una carta de Owen —dijo Leslie, entrando con la cara iluminada de alegría—. Y tengo tan buenas noticias... Me dice que les va a comprar esta casa a los administradores de la Iglesia para nuestras vacaciones de verano. Ana, ¿no te alegras?
—¡Ah, Leslie, alegrarse no es la palabra! Me parece demasiado bueno para ser cierto. Ahora no me sentiré ni la mitad de mal sabiendo que este querido lugar nunca será profanado por una tribu de vándalos ni abandonado hasta que se desmorone. ¡Es espléndido!
¡Es espléndido! Una mañana de octubre, Ana despertó y se dio cuenta de que había dormido por última vez bajo el techo de su casita. Durante el día estuvo muy ocupada para entregarse a la pena y, cuando llegó la noche, la casa estaba desnuda y vacía. Ana y Gilbert se quedaron solos para despedirse de ella. Leslie, Susan y el pequeño Jem se habían ido a Glen con la última carga de muebles. La luz del ocaso entraba por las ventanas sin cortinas.
—Tiene un aire tan dolorido y lleno de reproches, ¿no? —dijo Ana—. ¡ Ay, cómo voy a extrañar mi casa esta noche en Glen!
—Hemos sido muy felices aquí, ¿no, mi pequeña? —dijo Gilbert, con la voz cargada de sentimiento. Ana no pudo responderle. Gilbert la esperó junto al portón de los abetos mientras ella recoma la casa y se despedía de cada habitación. Ella se iba, pero la casa seguiría allí, mirando hacia el mar por sus ventanitas. Los vientos del otoño soplarían sombríos alrededor; la lluvia gris la golpearía; las nieblas blancas vendrían desde el mar para envolverla; la luz de la luna caería sobre ella e iluminaría los viejos senderos por los que habían paseado el maestro de escuela y su novia. Allí, en esa vieja costa del puerto, permanecería el encanto de la historia; el viento seguiría silbando por encima de las dunas; las olas seguirían llamando desde las caletas rojas.
—Pero nosotros no estaremos —dijo Ana a través de sus lágrimas. Salió, cerró la puerta a sus espaldas y echó la llave. Gilbert la esperaba con una sonrisa. La estrella del faro brillaba hacia el norte. El jardincito, donde sólo las caléndulas seguían floreciendo, ya se cubría de sombras. Ana se arrodilló y besó el viejo y gastado escalón que había cruzado como novia.
—Adiós, querida casita de los sueños —dijo.

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora