35. Política en Cuatro Vientos

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Cuando Ana pudo volver a bajar la escalera, la isla, como todo el Canadá, estaba en pleno ajetreo de una campaña previa a las elecciones generales. Gilbert, que era un ardiente conservador, se encontró atrapado en el vórtice y reclamado para pronunciar discursos en reuniones en diversos lugares. A la señorita Cornelia no le parecía bien que él se mezclara en política, y así se lo hizo saber a Ana.
—El doctor Dave no lo hizo nunca. El doctor Blythe se dará cuenta de que está
cometiendo un error, créeme. La política es algo en lo que un hombre decente no debe mezclarse. Ana.
—¿Entonces el gobierno del país debe dejarse en manos de los sinvergüenzas? —preguntó —Sí, siempre y cuando sean sinvergüenzas conservadores —dijo la señorita Cornelia,
avanzando con los honores de la guerra—. Los hombres y la política están todos manchados con el mismo pincel. Los liberales están más manchados que los conservadores, mucho más. Pero, sea con los liberales o con los conservadores, mi consejo al doctor Blythe es que se mantenga al margen de la política. Cuando menos lo espere, él mismo será candidato para algo y tendrá que irse a Ottawa la mitad del año y deberá dejar a sus pacientes para que se los coman los perros.
—Ah, no pidamos problemas prestados —dijo Ana—. La tasa de interés es demasiado alta. Miremos en cambio al pequeño Jem. Tendría que decirle Gema. ¿No es una belleza? Mire los hoyuelos de los codos. Usted y yo lo educaremos para que sea un buen conservador, señorita Cornelia.
—Eduquémoslo para que sea un buen hombre —dijo la señorita Cornelia—. Son escasos y valiosos. Aunque, atención, no me gustaría verlo convertirse en un liberal. En cuanto a las elecciones, tú y yo debemos dar gracias por no vivir al otro lado del puerto. El aire está enrarecido allí estos días. Todos los Elliott, los Crawford y los MacAllister están en pie de guerra y preparados para la batalla. A este lado hay paz y calma, ya que hay pocos hombres. El capitán Jim es liberal pero, en mi opinión, se avergüenza de ello, porque nunca habla de política. No cabe ninguna duda de que los conservadores ganarán otra vez por una gran mayoría. La señorita Cornelia se equivocaba. La mañana siguiente a las elecciones, el capitán Jim fue a la casita a dar la noticia. Tan virulento es el microbio de la política partidista, incluso en un anciano pacífico, que el capitán Jim tenía las mejillas rosadas y los ojos le relampagueaban con todo el fuego de sus años jóvenes.
—Señora Blythe, los liberales han ganado por una mayoría abrumadora. Después de dieciocho años de mala administración de los conservadores, este país oprimido tendrá por fin una oportunidad.
—Nunca le había oído pronunciar un discurso tan encendido, capitán Jim. No creí que tuviera tanto rencor político escondido —dijo Ana, riendo. Ella no se interesaba demasiado por las noticias. El pequeño Jem había dicho «agá» aquella mañana. ¿Qué eran los principados y el poder, el ascenso y la caída de las dinastías, la derrota de los liberales o de los conservadores, comparados con tan milagroso suceso?
—Se ha estado acumulando durante mucho tiempo —dijo el capitán Jim, con una modesta sonrisa—. Yo creía que era un liberal moderado, pero cuando llegó la noticia de que habíamos ganado, descubrí hasta qué punto era liberal.
—Usted sabe que el doctor y yo somos conservadores.—Ah, bien, es lo único malo que conozco de cualquiera de los dos, señora Blythe.
Cornelia también es conservadora. Fui a verla cuando venía de Glen para darle la noticia.
—¿Tenía claro que arriesgaba la vida?
—Sí, pero no pude resistir la tentación.
—¿Cómo lo tomó ella?
—Con bastante serenidad, señora Blythe, con bastante serenidad. Me dijo: «Bien, la Providencia envía períodos de humillación a los países, así como a los individuos. Ustedes,
los liberales, han pasado frío y hambre durante muchos años. Apresúrense a calentarse y
alimentarse, porque no durarán mucho en el poder». Y yo le dije: «Vamos, Cornelia, tal vez
la Providencia piensa que Canadá necesita una buena dosis de humillación». Ah, Susan, ¿se ha enterado de la noticia? Han ganado los liberales.
Susan acababa de venir desde la cocina, seguida del aroma a platos deliciosos que siempre
parecía envolverla.
—¿No me diga? —dijo, con hermosa indiferencia—. Bien, a mí el pan no me leva ni más ni menos con los liberales o sin ellos. Y si algún partido, querida señora, consigue que llueva
antes de que termine la semana y nos salva el huerto de la ruina absoluta, ése es el partido por
el que Susan votará de ahora en adelante. Entretanto, ¿querría venir un momento y darme su
opinión sobre la carne para la cena? Temo que es muy dura, y pienso que además de cambiar de gobierno, podríamos cambiar de carnicero.
Un anochecer, una semana más tarde, Ana fue al faro a ver si el capitán Jim tenía algo de pescado fresco y dejó al pequeño Jem por primera vez. Fue toda una tragedia. ¿Y si lloraba?
¿Y si Susan no sabía exactamente qué hacer con él? Susan estaba muy tranquila.
—Tengo tanta experiencia como usted con él, querida señora, ¿no?
—Sí, con él sí, pero no con otros niños. Caramba, yo cuidé a tres pares de mellizos cuando
era pequeña, Susan. Cuando lloraban, les daba menta o aceite de castor sin inquietarme. Es
curioso recordar ahora con cuánta ligereza me tomaba a esos niños y sus calamidades.
—Ah, bien, si el pequeño Jem llora, le pondré una bolsa de agua caliente en la tripita — dijo Susan.
—No demasiado caliente, eh —dijo Ana, preocupada. Ay, ¿Sería prudente ir?
—No se preocupe, querida señora. Susan no es mujer de andar quemando caballeritos. Pobre
ángel. No llora nunca.
Ana finalmente pudo arrancarse de su casa y, a pesar de todo, disfrutó de la caminata hasta el faro, a través de las largas sombras del ocaso. El capitán Jim no estaba en la sala del faro, pero había otro hombre: un hombre bien parecido, de edad media, con fuerte mentón, sin barba, alguien desconocido  para Ana. Sin embargo, cuando ella se sentó, él comenzó a hablarle con la
confianza de un viejo conocido. No había nada impropio en lo que decía o cómo lo decía, pero
a Ana le molestó tanta familiaridad en un perfecto desconocido. Sus respuestas fueron frías y las mínimas que podían permitir los buenos modales. Sin intimidarse, su compañero siguió
hablando unos minutos más y luego se disculpó y se fue. Ana habría jurado que tenía un brillo especial en los ojos, y se sintió enfadada. ¿Quién era aquel individuo? Había algo vagamente conocido en él, pero ella estaba segura de no haberlo visto jamás.
—Capitán Jim, ¿quién era ese hombre que acaba de salir? —le preguntó al capitán, que entraba en aquel momento.
—Marshall Elliott —respondió el capitán.
—¡Marshall Elliott! —exclamó Ana—. Ay, capitán Jim, no, sí, sí, era su voz, ay, capitán Jim, no lo reconocí, ¡y estuve muy grosera con él! ¿Por qué no me lo dijo? Tuvo que haberse dado cuenta de que no le reconocía.
—No habrá dicho nada para disfrutar de la broma. No se preocupe si lo ha tratado mal; a él le parecerá divertido. Sí, Marshall se ha afeitado la barba por fin y se ha cortado el pelo. Su
partido ha ganado, ¿sabe? Ni siquiera yo le reconocí la primera vez que lo vi. Él estaba en la tienda de Cárter Flagg, en Glen, la noche siguiente a las elecciones, con muchos otros, esperando las noticias. A eso de las doce llegó la noticia: los liberales habían ganado. Marshall se
levantó y salió, no gritó ni festejó, dejó que los otros lo hicieran; y los otros casi levantaron el techo de la tienda de Cárter, le digo. Claro que todos los conservadores estaban en la tienda de Raymond Russell. Allí no hubo muchos vítores. Marshall fue directamente calle abajo hasta la puerta lateral de la barbería de Augustus Palmer. Augustus estaba en la cama, durmiendo, pero
Marshall golpeó la puerta hasta hacerlo levantar y bajar para preguntar a qué se debía tanto escándalo.
»"Ven a tu negocio y haz el mejor trabajo de tu vida, Gus — dijo Marshall—. Los liberales ganaron y vas a atender a un buen liberal antes de que salga el Sol."
»Gus se puso furioso, en parte porque lo habían arrancado de la cama, pero sobre todo porque es conservador. Juró que no afeitaría a ningún hombre antes de las doce de la mañana.
»"Vas a hacer lo que te digo, hijo —le dijo Marshall—, o te acostaré boca abajo sobre mis rodillas y te daré una de esas palizas que tu madre se olvidó de darte."
»Y se la hubiera dado, y Gus lo sabía, porque Marshall es fuerte como un toro y Gus es un
alfeñique. Así que se rindió, llevó a Marshall al negocio y se puso a trabajar.
»"Ahora bien, yo voy a afeitarte —le dice—, pero si me dices una sola palabra sobre los liberales mientras estoy trabajando, te corto el pescuezo con esta navaja."
»Uno nunca hubiera dicho que el pequeño Gus podía ser tan sanguinario, ¿no? Eso demuestra lo que puede hacerle la política a un hombre. Marshall guardó silencio, se hizo
afeitar la barba y cortar el pelo y se fue a su casa. Cuando su vieja ama de llaves lo oyó subir,
miró por la puerta del dormitorio para ver si era él o el muchacho que trabaja en la casa. Y cuando vio a un desconocido caminando por la sala con una vela en la mano dio un alarido y cayó desmayada al suelo. Tuvieron que mandar a buscar al doctor para reanimarla; pasaron
varios días antes de que pudiera mirar a Marshall sin estremecerse.
El capitán Jim no tenía pescado. Rara vez salía en el bote aquel verano y sus expediciones a pie habían terminado. Pasaba buena parte de su tiempo sentado junto a una ventana que daba al mar, mirando el golfo, con la cabeza cada vez más llena de canas apoyada sobre una mano.
Aquella noche estuvo sentado allí varios minutos cumpliendo varias citas con el pasado que
Ana no quiso interrumpir. Al cabo de un rato señaló el arco iris.
—Es hermoso, ¿no, señora
Blythe? Pero me gustaría que hubiera visto el amanecer esta mañana. Fue algo maravilloso, maravilloso. Yo he visto todo tipo de amaneceres sobre ese golfo. He estado en todo el mundo, señora Blythe, y lo he observado todo, y jamás he visto nada más hermoso que un amanecer en verano sobre ese golfo. Un hombre no puede elegir el momento de su muerte, señora Blythe, tiene que irse cuando el Gran Capitán le da la orden de zarpar. Pero si yo pudiera, me iría cuando la mañana llega por encima de esas aguas. Lo he mirado muchas veces y he pensado lo que
sería pasar a través de esa gran gloria blanca hacia lo que sea que nos espera más allá, en un
mar para el que no hay cartas marinas sobre la Tierra. Creo, señora Blythe, que allí encontraré a
la perdida Margaret.
El capitán Jim a menudo le hablaba a Ana de la perdida Margaret desde que le había contado la antigua historia. Su amor por ella temblaba en el tono de su voz, ese amor que jamás había desfallecido. —De todos modos, espero que cuando me llegue el momento, me vaya rápida y fácilmente. No me creo cobarde, señora Blythe: he mirado a la muerte a la cara más de una vez, sin parpadear. Pero pensar en una muerte lenta me da una extraña y desagradable sensación de horror.
—No hable de dejarnos, querido, querido capitán Jim —rogó Ana, con la voz ahogada, palmeando la vieja mano bronceada por el sol, tan fuerte en un tiempo y tan frágil ahora—.
¿Qué haríamos sin usted?
El capitán esbozó una hermosa sonrisa.
—Ah, se las arreglarán muy bien, muy bien, pero no olviden del todo al viejo, señora Blythe, no, no, no creo que lo olviden nunca. Los de la raza de José siempre se recuerdan entre sí. Pero no será un recuerdo doloroso. A mí me gusta pensar que mi recuerdo no dolerá a mis amigos, que
siempre será algo agradable. Eso espero y eso creo. Ya no falta mucho para que la perdida
Margaret me llame por última vez. Estaré preparado para contestarle. Hablo de esto porque hay
un pequeño favor que quiero pedirle. Aquí está este pobre Segundo Oficial mío —dijo el capitán Jim. Tendió una mano y acarició la aterciopelada, grande, cálida y dorada bola que
dormía sobre el sillón. Segundo Oficial se desenrolló como una espiral, con un sonido gutural, suave, confortable, a medias un ronroneo, a medias un maullido, estiró las patas en el aire, se
dio la vuelta y volvió a enrollarse sobre sí mismo—. Él me extrañará cuando yo inicie el Largo Viaje. No soporto pensar en dejar a esta pobre criatura para que se muera de hambre, como lo dejaron antes. Si me pasa algo, ¿le dará a Segundo Oficial algo de comer y un lugar donde estar, señora Blythe?
—Por supuesto que lo haré. —Pues eso es todo lo que me preocupaba. Ya me he ocupado de que su pequeño Jem tendrá
todas esas cosas raras que he recogido aquí y allí. Y ahora no quiero ver más lágrimas en esos ojos tan bonitos, señora Blythe. Tal vez dure un tiempo más, todavía. La oí leer unos versos un día, el invierno pasado, algo de Tennyson. Me gustaría volver a oírlos, si quiere recitármelos. Suave y claramente, mientras el viento del mar soplaba sobre ellos, Ana repitió los hermosos versos del maravilloso canto del cisne de Tennyson:
«Cruzando el banco». El viejo capitán marcaba el ritmo suavemente con su mano sarmentosa.
—Sí, sí, señora Blythe —dijo, cuando ella terminó—, es eso, es eso. Él no fue marino, me dice usted, y yo no sé cómo pudo haber puesto los sentimientos de un viejo marino en palabras como ésas si no lo era. Él no quería «la tristeza de los adioses» y yo tampoco, señora Blythe, pues todo estará bien para mí, más allá del banco del mar.

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora