3. En la tierra de los sueños

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-¿Ya decidiste a quién vas a invitar a la boda, Ana? -preguntó la señora Rachel Lynde mientras cosía el dobladillo de unas servilletas-. Es hora de enviar las invitaciones, aunque vayan a ser informales.
-No voy a invitar a mucha gente -dijo Ana-. Sólo queremos que asistan a la boda aquellos a quienes queremos mucho. La familia de Gilbert, el señor Alian y su esposa y el señor Ha-rrison y su esposa.
-Hubo un tiempo en el que no habrías incluido al señor Harrison entre tus amigos más queridos -dijo Marilla con sequedad.
-Bien, no me resultó muy simpático la primera vez que lo vi -admitió Ana, riendo al recordar el encuentro-. Pero el señor Harrison ha mejorado
mucho con el trato y su esposa es encantadora. También están la señorita Lavendar y Paul.
-¿Decidieron venir a la isla este verano? Pensé que se iban a Europa.
-Cambiaron de idea cuando les escribí para decirles que iba a casarme. Hoy he recibido carta de Paul. Dice que tiene que venir a mi boda, pase lo que pase con Europa.
-Ese niño siempre te ha idolatrado -comentó la señora Rachel.
-Ese «niño» es ya un muchacho de diecinueve años, señora Lynde.
-¡Cómo vuela el
tiempo! -fue la brillante y original respuesta de la señora Lynde.
-Puede que Charlotta IV venga con ellos. Me mandó decir por Paul que vendrá, si su esposo se lo permite. Me pregunto si seguirá usando aquellos enormes moños azules y si el esposo la llama Charlotta o Leonora. Me encantaría que Charlotta estuviera en mi boda. Charlotta y yo estuvimos en una boda hace tiempo. Esperan estar en Echo Lodge la semana próxima. Después están Phil y el reverendo Jo...
-Me parece horrible oírte hablar de un ministro en esos términos, Ana -dijo la señora Rachel con severidad.
-Su esposa lo llama así. -Pues tendría que tener más respeto por su misión sagrada -replicó la señora Rachel.
-Yo la he oído criticar severamente a algunos ministros -la aguijoneó Ana.
-Sí, pero lo hago con respeto -protestó la señora Lynde-. Tú nunca me oíste ponerle un apodo a un ministro. Ana disimuló una sonrisa.
-Bien, y están Diana, Fred, el pequeño Fred, Ana Cordelia y Jane Andrews. Me encantaría que vinieran la señorita Stacey, la tía Jamesina, Priscilla, Stella... Pero Stella está en Vancouver y Pris en Japón, la señorita Stacey está casada en California y la tía Jamesina se fue a la India a explorar la misión de su hija, a pesar de su miedo a las serpientes. Es verdaderamente espantoso cómo la gente se disemina por todo el planeta.
-El Señor no lo planeó así, no, señor -dijo la señora Rachel con energía-. En mi
juventud, la gente crecía, se casaba y se establecía en el lugar donde había nacido, o muy cerca. Gracias al cielo que tú te quedarás en la isla, Ana. Yo temía que Gilbert insistiera en irse al confín del mundo cuando terminara la carrera y te arrastrara con él.
-Si todo el mundo se quedara donde nació, los lugares estarían repletos, señora Lynde.
-Ah, no voy a discutir contigo, Ana. Yo no tengo un título de bachiller. ¿A qué hora será la ceremonia?
-Hemos decidido que al mediodía, a las doce del mediodía, como dicen los cronistas sociales. Así tendremos tiempo de tomar el tren de la tarde a Glen St. Mary.
-¿Y os casaréis en la sala? -No, a menos que llueva. Queremos casarnos en el jardín, con el cielo azul sobre nuestras cabezas y la luz del sol entre nosotros. ¿Sabéis cuándo y dónde me gustaría casarme, si pudiera? Al amanecer, un amanecer de junio, con una espléndida salida de sol y rosas en flor en los jardines. Yo iría suavemente a encontrarme con Gilbert y juntos iríamos al corazón del bosque de hayas y allí, bajo las arcadas verdes que formarían una espléndida catedral, nos casaríamos. Marilla hizo un gesto despectivo y la señora Lynde se horrorizó.
-Pero eso sería muy raro, Ana. Ni siquiera parecería legal. ¿Qué diría la señora Harmon Andrews?
-Ah, ésa es la cuestión -suspiró Ana-. Hay tantas cosas en la vida que no podemos hacer por miedo a lo que diría la señora Harmon Andrews. Cierto que es una pena, y una pena es que sea cierto. ¡Cuántas cosas encantadoras podríamos hacer de no ser por la señora Harmon Andrews!
-Hay momentos, Ana, en que no estoy muy segura de entenderte -se quejó la señora Lynde.
-Ana siempre fue una romántica -dijo Marilla, como pidiendo disculpas.
-Bien, la vida de casada seguramente la curará -respondió la señora Rachel para reconfortarse. Ana rió y se escabulló hacia el Sendero de los Amantes, donde la esperaba Gilbert; ninguno parecía temer ni desear que la vida de casados los curara del romanticismo. La gente de Echo Lodge llegó a la semana siguiente y Tejas Verdes bullía de alegría con  ellos. La señorita Lavendar había cambiado tan poco, que los tres años pasados desde su última visita a la isla podrían haber sido la vigilia de una noche; pero Ana quedó muda de asombro con Paul. ¿Era este espléndido hombrón de un metro ochenta de estatura el pequeño Paul de los días de la escuela en Avonlea?
-De verdad que me haces sentir muy vieja, Paul -dijo Ana-. ¡Pero si tengo que levantar la cabeza para mirarte!
-Usted nunca envejecerá, maestra -dijo Paul-. Mamá Lavendar y usted son de los felices mortales que encontraron la Fuente de la Juventud y bebieron de ella. ¡Mire! Cuando se case, yo no la voy a llamar «señora Blythe». Para mí, usted va a ser siempre mi «maestra»... la maestra de las mejores lecciones que he aprendido en la vida. Quiero enseñarle algo. Ese «algo» era un pequeño libro de poemas. Paul había puesto algunas de sus hermosas fantasías en verso y los editores de revistas no habían resultado tan indiferentes como a veces se los supone. Ana leyó los poemas de Paul con verdadero deleite. Rebosaban encanto y promesas.
-Vas a ser famoso, Paul. Siempre soñé con tener un alumno famoso. Debía ser director de un colegio, pero un gran poeta sería mejor aún. Algún día podré alardear de haber castigado al distinguido Paul Irving. Aunque nunca te castigué, ¿no, Paul? ¡Qué oportunidad perdida! Aunque creo que alguna vez te puse penitencia.
-Usted también puede ser famosa, maestra. He visto muchos trabajos suyos en estos últimos tres años.
-No. Yo sé lo que puedo hacer. Puedo escribir cuentos llenos de fantasía que gustan a los niños y por los cuales los editores me mandan cheques que son muy bienvenidos. Pero no puedo hacer nada más importante. Mi única posibilidad de llegar a la inmortalidad en la Tierra es tener un rinconcito en tus Memorias. Charlotta IV había abandonado los moños azules pero tenía las mismas pecas de siempre.
-Nunca pensé que terminaría casándome con un yanqui, señorita Shirley -dijo-. Pero una nunca sabe lo que le espera, y no es culpa de él. Nació así.
-Tú eres una yanqui ahora, Charlotta, ya que te casaste con uno.
-¡Señorita Shirley, no! ¡No lo sería ni aunque me casara con una docena de yanquis! Además, me pareció mejor no hacerme la difícil, porque podría no tener otra oportunidad. Tom no bebe y no se queja por tener que trabajar entre las comidas y, a fin de cuentas, estoy contenta, señorita Shirley.
-¿Él te llama Leonora?
-Cielo santo, no, señorita Shirley. Yo no sabría a quién le está hablando. Claro que cuando nos casamos él tuvo que decir: «Te acepto por esposa, Leonora», y le digo, señorita Shirley, desde entonces he tenido la espantosa sensación de que no me hablaba a mí y que no estoy casada como corresponde. Así que usted se nos casa, señorita Shirley. Yo siempre pensé que me gustaría casarme con un médico. Sería tan cómodo cuando los niños tuvieran paperas y difteria... Tom no es más que un albañil, pero tiene muy buen carácter. Cuando le dije:
«Tom, ¿puedo ir a la boda de la señorita Shirley? Voy a ir de todas maneras, pero me gustaría ir con tu permiso», él me dijo:
«Lo que tú quieras, Charlotta, estará bien para mí». Es muy agradable tener un esposo así, señorita Shirley. Philippa y su reverendo Jo llegaron a Tejas Verdes el día previo a la boda. Ana y Phil tuvieron un arrobador encuentro que terminó en una íntima y confidencial conversación sobre lo que había sucedido y lo que iba a suceder.
-Reina Ana, estás tan majestuosa como siempre. Yo he adelgazado horriblemente
después del nacimiento de los niños. No estoy ni la mitad de guapa pero me parece que a Jo le gusta. Así no hay tanto contraste entre los dos, ¿te das cuenta? Ah, es fabuloso que te cases con Gilbert. Roy Gardner no hubiera sido una buena elección, no, no, para nada. Ahora me doy cuenta, aunque en aquel momento me sentí horriblemente decepcionada.
¿Sabes una cosa, Ana? Trataste muy mal a Roy.
-Pero tengo entendido que se recuperó del golpe -dijo Ana, sonriendo.
-Ah, sí. Se casó. Su esposa es muy dulce y son muy felices. Todo sale bien al final. Jo y la Biblia lo dicen y son toda una autoridad.
-¿Alee y Alonzo aún no se han casado?
-Alee sí, pero Alonzo no. ¡Cómo me vuelven a la memoria aquellos hermosos días en Patty's Place cuando hablo contigo, Ana! ¡Cómo nos divertíamos!
-¿Has estado en Patty's Place últimamente?
-Sí, voy a menudo. La señorita Patty y la señorita María siguen sentándose a tejer junto al fuego. Y eso me recuerda algo; te trajimos un regalo de bodas de parte de ellas, Ana. Adivina qué es.
-No podría. ¿Cómo se enteraron de que me caso? -Yo se lo conté. Estuve con ellas la semana pasada. Se pusieron muy contentas... Hace dos días, la señorita Patty me escribió una nota en la que me pedía que fuera a verla y después me preguntó si podía traerte su regalo. ¿Qué es lo que más desearías de Patty's Place, Ana?
-¿No me vas a decir que la señorita Patty me envió sus perros de porcelana?
-Ve arriba. Están en mi baúl en este preciso momento. Y tengo una carta para ti. Espera que te la traigo. La carta de la señorita Patty decía:
Querida señorita Shirley: María y yo nos alegramos mucho al enterarnos de sus próximas nupcias. Le hacemos llegar nuestros mejores deseos. María y yo nunca nos casamos, pero no tenemos inconveniente en que otras personas lo hagan. Le enviamos los perros de porcelana. Pensaba dejárselos en mi testamento, porque usted parecía quererlos sinceramente. Pero María y yo pensamos vivir mucho tiempo todavía (si Dios quiere) así que decidí regalarle los perros mientras usted es joven. No habrá olvidado que Gog mira hacia la derecha y Magog hacia la izquierda.
-Imagínate esos preciosos perros sentados junto al hogar, en mi casa de los sueños - dijo Ana, extasiada-. Nunca esperé algo tan hermoso. Aquella tarde, Tejas Verdes bullía de actividad con los preparativos para el día siguiente pero, a la hora del crepúsculo, Ana se escabulló. Tenía que hacer un pequeño peregrinaje el último día de su soltería y debía hacerlo sola. Fue a la tumba de Matthew, en el pequeño cementerio poblado de álamos de Avonlea, y allí mantuvo una silenciosa cita con viejos recuerdos y amores inmortales.
-¡Qué contento estaría Matthew mañana si estuviera aquí! -murmuró-. Pero creo que él lo sabe y se alegra en dondequiera que esté. Leí en algún lado que «nuestros muertos no están muertos hasta que los olvidamos». Matthew nunca estará muerto para mí, pues no lo olvidaré jamás.
Dejó sobre la tumba las flores que había llevado y bajó lentamente la larga colina. Era una hermosa tarde, llena de deliciosas luces y sombras. Hacia poniente, había un cielo lleno de pequeñas nubes rojas y ámbar entre las que aparecían largas franjas de cielo color verde manzana. Más allá, se veía el brillante resplandor de una puesta de sol en el mar y la voz incesante de las aguas llegaba desde la playa oscura. Alrededor de Ana, sumergidos en el delicado silencio, estaban las colinas, los campos y los bosques que había conocido y amado durante tanto tiempo.
-La historia se repite -dijo Gilbert, al encontrarla cuando pasó por el portón de los Blythe-. ¿Te acuerdas de nuestra primera caminata por esa colina, Ana? Fue nuestro primer paseo juntos.
-Yo volvía a casa al atardecer desde la tumba de Matthew y tú apareciste en el portón; yo me tragué el orgullo de años y te hablé.
-Y el cielo se abrió para mí -agregó Gilbert-. Desde aquel momento espero el día de mañana. Cuando te dejé en tu casa aquella noche y volví a la mía, me sentía el muchacho más feliz de la Tierra. Ana me había perdonado.
-Creo que tú eras quien tenía que perdonarme a mí. Fui muy desagradecida aquel día que me salvaste la vida en el estanque. ¡Cómo detestaba esa deuda, al principio! No me merezco la felicidad que tengo. Gilbert rió y apretó con más fuerza la mano de la muchacha que llevaba el anillo que él le había regalado. El anillo de compromiso de Ana era un círculo de perlas. Ella no había querido un diamante. -Nunca me han gustado mucho los diamantes, sobre todo desde que averigüé que no eran del precioso color púrpura que imaginaba. Siempre me recordarán mi amarga desilusión.
-Pero dicen que las perlas traen lágrimas -había objetado Gilbert.
-No le tengo miedo a eso. Y las lágrimas también pueden ser de felicidad. Mis momentos de mayor felicidad han sido cuando he tenido lágrimas en los ojos: cuando Marilla me dijo que podía quedarme en Tejas Verdes, cuando Matthew me dio el primer vestido bonito que tuve en mi vida, cuando me dijeron que te curarías de la fiebre. De modo que quiero que me regales un anillo de compromiso con perlas, Gilbert, que con gusto aceptaré las penas de la vida junto con sus alegrías. Pero aquella noche nuestros amantes pensaban sólo en las alegrías. Al día siguiente
contraerían matrimonio y su casa de los sueños los esperaba en la brumosa y purpúrea costa del Puerto de Cuatro Vientos.

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora