9. Una velada en la Punta de Cuatro Vientos

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A finales de septiembre, Ana y Gilbert pudieron cumplir con la visita prometida al faro de
Cuatro Vientos. Habían planeado ir muchas veces pero siempre ocurría algo que se lo impedía. El capitán Jim había «caído» por la casita varias veces.
-Yo no creo en el protocolo, señora Blyíhe -le dijo a Ana-. Es un verdadero placer para mí venir aquí, y no voy a negarme ese placer porque ustedes no hayan ido a visitarme. No tendría que haber regateos de ese tipo entre los de la raza que conoce a José. Vendré cuando pueda y ustedes irán cuando puedan; siempre que mantengamos nuestras agradables conversaciones, poco importa qué techo nos cubre.
Al capitán Jim le encantaban Gog y Magog, que presidían el hogar con tanta dignidad y aplomo como en Patty's Place.
-¿No son preciosos? -decía, encantado; y los saludaba al llegar y al irse tan seria e invariablemente como a su anfitrión y a su anfitriona. El capitán no iba a ofender a las deidades de la casa por falta de reverencia y ceremonia.
-La casa está perfecta -le dijo a Ana-. Nunca estuvo tan bonita. La señora de Selwyn tenía buen gusto e hizo maravillas, pero en aquella época la gente no tenía las cortinas, los cuadros y chucherías que tiene usted. En cuanto a Elizabeth, ella vivía en el pasado. Usted trajo el futuro a esta casa, por decirlo de alguna manera. Yo sería muy feliz viniendo aquí aunque no hablásemos, si pudiera sentarme y mirarla a usted y a sus cuadros, sus flores; sería toda una fiesta. Está hermoso, hermoso.
El capitán Jim era un apasionado adorador de la belleza. Cada cosa hermosa que oía o veía le proporcionaba un profundo y sutil regocijo interior que se manifestaba en su vida entera.
Era muy consciente de su falta de belleza física y lo lamentaba.
-La gente dice que soy bueno -comentó en una ocasión-, pero a veces desearía que el Señor me hubiera hecho la mitad de bueno y hubiera puesto el resto en mi aspecto. Pero, después de todo, supongo que Él sabía lo que hacía, como todo buen capitán. Algunos de nosotros tenemos que ser feos porque de lo contrario la gente guapa, como la señora Blythe, no resaltaría tanto.
Por fin, una tarde Ana y Gilbert caminaron hasta el faro de Cuatro Vientos. El día había comenzado sombrío, con nubes grises y niebla, pero terminó en una pompa de escarlata y oro. Por encima de las colinas occidentales, detrás del puerto, había profundidades ámbar y superficies cristalinas, con el fuego del ocaso abajo. Al norte había un cielo lleno de nubéculas de un intenso dorado. La luz roja resplandecía sobre las velas blancas de un barco que se deslizaba por el canal, rumbo a un puerto sureño, en una tierra de palmeras. Más allá del barco, la luz se reflejaba en las caras resplandecientes, blancas y desnudas de las dunas y las enrojecía. Hacia la derecha, la luz caía sobre la vieja casa entre los sauces, arroyo arriba, y le dio, por una fracción de segundo, ventanas más espléndidas que las de una catedral. Éstas destellaron, salidas de su quietud y su gris destino como los palpitantes y vitales pensamientos de un alma apasionada aprisionada en el tedioso caparazón de su entorno.
-Esa casa del arroyo siempre parece tan solitaria -dijo Ana-. Nunca veo ninguna visita. Claro que la entrada se abre sobre la otra parte del camino, pero no creo que haya mucho movimiento. Me parece extraño que no hayamos conocido a los Moore todavía, cuando viven a quince minutos de nosotros. Tal vez los haya visto en la iglesia, claro, pero como no los conozco... Lamento que sean tan poco sociables, dado que son nuestros únicos vecinos cercanos.
-Evidentemente no pertenecen a la raza que conoce a José -dijo Gilbert, riendo-. ¿No averiguaste quién era la muchacha que te pareció tan hermosa?
-No. Por alguna razón, nunca me acuerdo de preguntar por ella. Pero no la he visto en ningún lado, así que supongo que sería una forastera. Ah, el sol acaba de ponerse... y ahí está el faro. A medida que se acentuaba el crepúsculo, el gran fanal del faro cortaba franjas de luz a través de él, barriendo en un círculo los campos y el puerto, el banco de arena y el golfo.
-Me siento como si pudiera atraparme y arrastrarme leguas mar adentro -dijo Ana
cuando un rayo de luz los envolvió en su resplandor, y se sintió aliviada cuando estuvieron tan cerca de la punta que quedaron dentro del campo de acción de aquellos resplandecientes destellos.
Al tomar la senda que llegaba, a través del campo, hasta la punta, se encontraron con un
hombre que salía de allí, un hombre de aspecto tan extraordinario que, por un momento, los dos se quedaron mirándolo. Era una persona de aspecto francamente agradable: alto, de anchos hombros, con hermosos rasgos, nariz romana y sinceros ojos grises. Vestía lo que sería el mejor atuendo de un granjero, y podría ser cualquier habitante de Cuatro Vientos o de Glen. Pero, diseminada sobre su pecho y colgando casi hasta las rodillas, tenía una enmarañada barba color castaño y, a lo largo de la espalda, debajo de su sombrero de fieltro común y corriente, la correspondiente cascada de gruesos y ondulados cabellos castaños.
-Ana -murmuró Gilbert cuando el hombre ya no podía oírlos-, ¿no pusiste lo que el tío Dave llama «un poquito de ley escocesa» en la limonada que me diste antes de salir de casa?
-No, no lo hice -dijo Ana, sofocando la risa por temor a que el enigma que se alejaba alcanzara a oírla-. ¿Quién podrá ser?
-No lo sé, pero si el capitán Jim tiene apariciones como ésta en el faro, voy a traer un
cortafrío en el bolsillo cuando venga aquí. No era un marino, o se le podría perdonar la excentricidad. Pertenecerá a los clanes del otro lado del puerto. El tío Dave dice que hay muchos chiflados.
-Creo que el tío Dave tiene muchos prejuicios. Tú sabes que todos los del otro lado del puerto que vienen a la iglesia de Glen son muy agradables. Ay, Gilbert, qué hermoso. El faro de Cuatro Vientos estaba construido sobre un acantilado de roca arenisca roja que salía sobre el golfo. A un lado, atravesando el canal, se extendía la costa de arenas plateadas; al otro, se extendía una larga playa de acantilados rojos y escarpados que se elevaban sobre las calas cubiertas de cantos rodados. Era una costa que conocía la magia y el misterio de la tormenta y de las estrellas. Hay mucha soledad en una costa así. Los bosques jamás están solitarios, están llenos de una vida susurrante, sugerente, amiga. Pero el mar es un alma poderosa, que lamenta eternamente alguna gran pena que no puede ser compartida, que se encierra en sí misma para toda la eternidad. No podemos penetrar su misterio infinito, sólo podemos vagabundear, azorados y mudos, por su espacio exterior. Los bosques nos llaman con sus cien voces, pero el mar tiene una sola voz, una voz poderosa que ahoga nuestras almas en su música majestuosa. Los bosques son humanos, pero el mar pertenece al coro de los arcángeles. Ana y Gilbert encontraron al tío Jim sentado en un banco, fuera del faro, dándole los últimos toques a un espléndido velero de juguete. Se puso en pie y los recibió en su morada con la gentil e inconsciente cortesía que le sentaba tan bien.
-Éste ha sido un día muy bonito, señora Blythe, y ahora que termina me ha traído lo mejor. ¿Quieren sentarse aquí fuera un ratito, mientras haya luz? Acabo de terminar este juguetito para mi sobrino nieto, Joe, que vive en Glen. Después de que le prometí hacérselo lo lamenté, porque su madre se enfadó. Tiene miedo de que él quiera irse al mar algún día y no quiere que le den ánimos. Pero, ¿qué podía hacer, señora Blythe? Se lo había prometido, y me parece muy mal quebrar una promesa hecha a un niño. Venga, siéntese. Una hora pasa rápido. El viento soplaba desde la costa rizando la superficie del mar con largas olas plateadas y enviando brillantes sombras que lo sobrevolaban, desde todos los puntos y desde la tierra, como alas transparentes. El crepúsculo colgaba una cortina de sombras violetas sobre las dunas y los cabos, donde se agrupaban las gaviotas. El cielo estaba cubierto por una delicadísima película de vapor que parecía seda. Flotas de nubes se movían por el horizonte. Una estrella de la tarde vigilaba por encima del banco de arena.
-¿No es algo que vale la pena mirar? -preguntó el capitán Jim, con orgullo de
propietario lleno de amor-. Bello y lejos del mercado, ¿no? Nada de comprar y vender y obtener ganancias. No hay que pagar nada, todo ese mar y ese cielo son gratis, «sin dinero y sin precio». Pronto va a salir la luna. Nunca me canso de descubrir lo que puede ser la salida de la luna por encima de esas rocas, del mar y el puerto. Siempre trae una sorpresa. Contemplaron la salida de la luna y observaron su maravilla y su magia en un silencio que no le pedía nada al mundo ni a ellos. Luego subieron a la torre y el capitán Jim les enseñó y les explicó el mecanismo del gran faro. Por fin se encontraron en el comedor, donde un fuego de maderos arrojados a la playa entretejía llamas de temblorosos tonos marinos.
-Yo construí esta chimenea -comentó el capitán Jim-. El gobierno no da esos lujos a
los encargados de los faros. Miren los colores que tiene esa madera. Si quiere madera del mar para su fuego, un día le llevaré una carga, señora Blythe. Siéntense. Voy a preparar el té. El capitán Jim trajo una silla para Ana, tras apartar a un inmenso gato anaranjado y un diario.
-Bájate, Segundo Oficial. Tu lugar es el sofá. Tengo que guardar este diario hasta que encuentre tiempo para terminar una historia que trae. Se llama Un amor loco. No es mi lectura preferida, pero lo leo para ver hasta cuándo la autora puede alargar la historia. Va por los sesenta y dos capítulos, y la boda no es más viable que cuando empezó, por lo que veo. Cuando viene el pequeño Joe, tengo que leerle historias de piratas. ¿No es extraño que a las criaturas inocentes, a los niños, les encanten las historias sangrientas?
-Como a mi Davy -dijo Ana-. Quiere cuentos que chorreen sangre.
El té del capitán Jim resultó ser un néctar. Se alegró como un niño con los cumplidos de Ana, pero simuló una delicada indiferencia.
-El secreto es que no economizo crema -señaló, con modestia. El capitán Jim no había oído hablar jamás de Oliver Wendell Holmes, pero evidentemente estaba de acuerdo con el aforismo del escritor en el sentido de que «a un corazón grande no puede gustarle un bote pequeño de crema».
-Nos encontramos con un personaje muy extraño en el camino de entrada -dijo Gilbert mientras bebían el té-. ¿Quién es? El capitán Jim sonrió.
-Marshall Elliott, un hombre excelente, con un toque de locura. Se habrán preguntado qué objeto tiene convertirse en una especie de atracción de feria.
-¿No es un moderno nazareno o un profeta hebreo de los tiempos antiguos? -preguntó
Ana.
-Ninguna de las dos cosas. Es la política lo que yace en el fondo de su excentricidad. Todos los Elliott, los Crawford y los MacAllister son políticos acérrimos. Nacen liberales o conservadores, según sea el caso, viven siendo liberales o conservadores y mueren siendo liberales o conservadores y, lo que harán en el cielo, donde probablemente no haya política, es más de lo que yo puedo imaginar. Marshall Elliott nació liberal. Yo también lo soy, si bien moderado, pero en Marshall la moderación no existe. Hace quince años, hubo unas elecciones generales especialmente reñidas. Marshall luchó por su partido con uñas y dientes. Estaba absolutamente seguro de que los liberales ganarían, tan seguro que se puso de pie en un acto público y juró que no se afeitaría ni se cortaría el pelo hasta que los liberales asumieran el poder. Bien, no ganaron, hasta ahora no han ganado, y ya han visto el resultado con sus propios ojos. Marshall cumplió con su palabra.
-¿Y qué piensa su esposa? -preguntó Ana.
-Es soltero. Pero si tuviera esposa, no creo que pudiera hacerle quebrar su voto. Los Elliott han sido siempre más obcecados de lo normal. Alexander, hermano de Marshall, tenía un perro a quien quería mucho y cuando murió, el hombre quería enterrarlo en el cementerio «junto con los otros cristianos», decía. Claro que no se lo permitieron, de modo que lo enterró al lado del cementerio, junto al muro, y jamás volvió a pisar la iglesia. Pero los domingos llevaba a su familia a la iglesia, se sentaba junto a la tumba del perro y leía la Biblia todo el tiempo que duraba el sermón. Dicen que cuando estaba agonizando le pidió a su esposa que lo enterrara al lado del perro. Ella era muy paciente pero ante eso se puso furiosa. Dijo que ella no iba a ser enterrada al lado de ningún perro, y que si él quería que el lugar de su último reposo fuera junto al perro y no junto a ella, que lo dijera. Alexander Elliott era tan cabezota como una muía, pero quería a su esposa, así que cedió, y dijo:
«Bien, caramba, entiérrame donde quieras. Pero cuando suene la trompeta de Gabriel, espero que mi perro se levante con todos nosotros, porque tenía tanta alma como cualquier maldito Elliott o Crawford o MacAllister que haya pisado esta tierra». Ésas fueron sus últimas palabras. En cuanto a Marshall, todos estamos acostumbrados a él, pero a los que no lo conocen debe de parecerles muy extraño. Yo lo conozco desde que tenía diez años -ahora tendrá unos cincuenta- y me cae bien. Él y yo hemos ido a pescar bacalao. Es casi para lo único que sirvo ahora, para pescar truchas y bacalao de vez en cuando. Pero no siempre fue así, no, señor. Solía hacer otras cosas, como podrían comprobar si vieran mi libro de la vida. Ana iba a preguntar qué era «su libro de la vida» cuando Segundo Oficial los distrajo al saltar sobre las rodillas del capitán Jim. Era un animalito precioso, con una carita redonda como la luna llena, animados ojos verdes y unas patas inmensas y blancas. El capitán Jim acarició con suavidad su lomo aterciopelado.
-No me gustaban mucho los gatos hasta que encontré a Segundo Oficial -comentó, con el acompañamiento del sonoro ronroneo del gato-. Le salvé la vida y, cuando se salva la vida de alguien, es obligado quererlo. Es casi como dar vida. Hay gente muy desconsiderada en el mundo, señora Blythe. Algunos de los de la ciudad, que tienen casas de verano en el puerto, son tan desconsiderados que llegan a ser crueles. Es la peor clase de crueldad, la de los que no piensan. Uno no puede contra ella. Tienen gatitos en el verano, los alimentan, los miman y los adornan con cintas y collares. Y después, en el otoño, se van y los dejan que se mueran de hambre o de frío. Me hace hervir la sangre, señora Blythe. Un día del invierno pasado, encontré a una gatita mamá muerta en la costa, sobre los cuerpos, que eran piel y huesos, de sus tres gatitos. Había muerto tratando de protegerlos. Tenía las patitas rígidas alrededor de ellos. Lloré, Señor. Después insulté. Y me traje los gatitos a casa, los alimenté y les encontré buenos hogares. Yo conocía a la mujer que había abandonado la gata y, cuando volvió este verano, fui al puerto y le dije lo que opinaba de
ella. Era meterme en la vida ajena, pero me gusta meterme cuando se trata de una buena causa.
-¿Cómo lo tomó ella? -preguntó Gilbert.
-Lloró y dijo: «No lo pensé». Yo le dije: «¿Le parece que será una buena excusa el Día del Juicio Final, cuando tenga que responder por la vida de esa pobre madre? El Señor le preguntará para qué le concedió cerebro si no es para pensar, me parece». No creo que vuelva a dejar a ningún gato para que se muera de hambre.
-¿Segundo Oficial era uno de los abandonados? -preguntó Ana, y le hizo al gato requerimientos de amistad que fueron respondidos, aunque con cierta condescendencia.
-Sí. A él lo encontré un día muy frío de invierno, enredado en las ramas de un árbol por uno de esos idiotas collares de cintas. Estaba casi muerto de hambre. ¡Si le hubiera visto los ojos, señora Blythe! Era apenas un gatito y, sin embargo, se las había ingeniado para conseguir comida desde que lo abandonaron hasta que quedó enganchado en el árbol. Cuando lo solté, me pasó lastimeramente la lengua roja por la mano. No era el hábil marino que usted ve ahora. Era manso como Moisés. Hace nueve años de eso. Su vida ha sido larga para tratarse de un gato. Es un muy buen compañero, este Segundo Oficial.
-Yo hubiera esperado que usted tuviera un perro -dijo Gilbert.
El capitán Jim negó con la cabeza.
-Tuve un perro una vez. Lo quería tanto que cuando murió no podía soportar la idea de traer a otro en su lugar. Era un amigo, ¿me entiende, señora Blythe? Oficial es sólo un compañero. Yo quiero a Oficial, y más por esa pizca de naturaleza diabólica que hay en él, como en todos los gatos. Pero a mi perro lo amaba. Siempre sentí una oculta simpatía por Alexander Elliott y su perro. No hay nada del diablo en un buen perro. Por eso se los quiere más que a los gatos, creo. Pero que me aspen si son la mitad de interesantes. Ya estoy otra vez hablando demasiado. ¿Por qué no me controlan? Cuando tengo ocasión de hablar con alguien, me vuelvo imposible. Si han terminado con el té, tengo algunas cositas que tal vez quieran ver, las he recogido en esos lugares extraños donde he andado metiendo la nariz. Aquellas «cositas» del capitán Jim resultaron ser una interesantísima colección de objetos extraños, repugnantes, delicados o hermosos. Y casi todos tenían alguna historia notable. Ana nunca olvidaría el placer con el que escuchó esas viejas historias aquella noche de luna junto a aquel mágico fuego de madera mientras, a través de la ventana abierta, el mar de plata los llamaba y sollozaba contra las rocas. El capitán Jim no dijo ni una palabra para alardear de nada pero era imposible no ver que había sido un héroe: valiente, veraz, hábil, altruista. Sentado en su pequeña habitación, hizo que aquellos objetos tomaran vida para sus oyentes. Con el leve gesto de levantar una ceja o mover la boca, con un ademán, una palabra, pintaba toda una escena o un personaje de manera que ellos podían ver cómo era. Algunas de las aventuras del capitán Jim tenían características tan maravillosas, que Ana y
Gilbert se preguntaron en secreto si él no estaría exagerando demasiado a expensas de su credulidad. Pero en esto, como descubrirían más tarde, cometían una injusticia con él. Todas sus historias eran absolutamente ciertas. El capitán Jim tenía el don del narrador innato, por medio del cual «cosas desdichadas y lejanas» pueden ser presentadas ante el que escucha con prístina vivacidad.
Ana y Gilbert rieron y se estremecieron con sus historias y, en un momento, Ana se sorprendió llorando. El capitán Jim contempló sus lágrimas con un placer que le resplandecía en el rostro.
-Me gusta ver llorar así a la gente -dijo-. Es un cumplido. Pero no puedo hacerles justicia a las cosas que he visto o ayudado a hacer. Tengo todo anotado en mi libro de la vida, pero no tengo habilidad para escribirlas bien. Si pudiera encontrar las palabras adecuadas e hilvanarlas sobre el papel, podría escribir un gran libro. Sobrepasaría a Un amor loco, y creo que a Joe le gustaría tanto como los cuentos de piratas. Sí, he tenido unas cuantas aventuras en mis tiempos, y, ¿sabe, señora Blythe?, todavía las echo de menos. Sí, viejo e inútil como estoy, en ocasiones siento una terrible nostalgia por embarcarme, por salir para siempre.
-Como Ulises, usted «Navegará más allá del ocaso y los años, de todas las estrellas occidentales, hasta morir» -dijo Ana, soñadora.
-¿Ulises? He oído hablar de él. Sí, así exactamente me siento, como nos sentimos todos los
marinos, creo. Me moriré en tierra después de todo, supongo. Bien, lo que debe ser, será. El viejo William Ford, de Glen, nunca se acercó al agua porque tenía miedo de ahogarse. Una adivina se lo había pronosticado. Y un día se desmayó y se cayó de cara en el pozo del establo. Se ahogó. ¿Ya tienen que irse? Bien, vuelvan pronto y vengan más a menudo. La próxima vez será el doctor el que hable. Él sabe muchas cosas que yo quiero averiguar. Estoy bastante solo aquí. Es peor desde que murió Elizabeth Russell. Ella y yo éramos muy amigos. El capitán Jim hablaba con la aflicción de los entrados en años, que ven cómo sus viejos
amigos se van yendo, uno a uno; amigos cuyos lugares no pueden llenarse por los de una generación más joven, aunque pertenezcan a la raza que conoce a José. Ana y Gilbert prometieron ir pronto y más a menudo.
-Es un anciano muy especial, ¿no? -comentó Gilbert, camino de casa.
-Por alguna razón, no puedo unir su personalidad sencilla y bondadosa con esa vida llena de
aventuras que ha vivido -reflexionó Ana.
-No te resultaría tan difícil si lo hubieras visto el otro día en el pueblo de pescadores. Uno
de los hombres del bote de Petyer Gaurtier hizo un comentario desagradable sobre no sé qué muchacha de la costa. El capitán Jim traspasó al pobre hombre con el relámpago de su mirada. Parecía otro. No dijo mucho, pero, ¡cómo lo dijo! Parecía que iba a despellejar vivo al otro hombre. Tengo entendido que el capitán Jim jamás permitirá que se diga una palabra contra ninguna mujer en su presencia.
-¿Por qué no se habrá casado? -dijo Ana-. Tendría que tener hijos que navegaran los mares y nietos que treparan a sus rodillas para escuchar sus historias. Es ese tipo de hombre. Sin embargo, no tiene a nadie más que a un magnífico gato. Pero Ana se equivocaba. El capitán Jim tenía más que eso. Tenía un recuerdo.

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora