Un súbito brote de una especie virulenta de gripe en Glen y en el pueblo de pescadores mantuvo a Gilbert tan ocupado en las dos semanas siguientes, que no tuvo tiempo para la prometida visita al capitán Jim. Ana esperaba, contra toda esperanza, que hubiera abandonado la idea sobre Dick Moore y, habiendo decidido no dar la voz de alarma, no volvió a mencionar el asunto. Pero pensaba incesantemente en el tema.
«Me pregunto si sería correcto contarle que Leslie quiere a Owen», pensaba. «Él nunca le
dejaría entrever que lo sabe, de modo que su orgullo no sufriría, y a él, saberlo podría convencerlo de dejar tranquilo a Dick Moore. ¿Lo haré? ¿Lo haré? No, después de todo, no puedo. Las promesas son sagradas y no tengo derecho a traicionar el secreto de Leslie. Pero, ay, nunca me he preocupado tanto por nada en la vida como por esto. Está estropeando la primavera, lo está estropeando todo.» Un atardecer, Gilbert propuso abruptamente que fueran a ver al capitán Jim. Con el corazón destrozado, Ana accedió, y hacia allí se encaminaron. Dos semanas de suave sol habían hecho milagros con el lastimero paisaje sobre el cual había volado el cuervo de Gilbert. Las colinas y los campos estaban secos, castaños y cálidos, dispuestos a estallar en pimpollos y brotes; el puerto otra vez era sacudido por la brisa; la larga ruta del puerto era como una resplandeciente cinta roja; en las dunas unos cuantos muchachos, que habían salido a pescar, quemaban el grueso y seco pasto de los médanos crecido el verano anterior. Las llamas flameaban sobre las dunas rosadas, arrojando sus llamas contra la oscuridad del golfo e iluminando el canal y la aldea de pescadores. Era una escena pintoresca que en otro momento habría encantado los ojos de Ana, pero ella no disfrutaba de la caminata. Tampoco Gilbert. Por desgracia, faltaba la usual buena camaradería y comunidad de gustos y puntos de vista. El hecho de que Ana no aprobara este proyecto se veía en el altanero porte de su cabeza y la estudiada cortesía de sus comentarios. La boca de Gilbert dibujaba el gesto de la clásica obstinación de los Blythe, pero sus ojos se veían preocupados. Iba a hacer lo que creía su deber, pero estar en desacuerdo con Ana era pagar un precio muy alto. En suma, los dos se alegraron cuando llegaron al faro y a los dos les dio pena alegrarse. El capitán Jim guardó la red de pescar en la que estaba trabajando y los recibió con alegría.
A la luz penetrante del atardecer de primavera, Ana lo veía más viejo que nunca. Tenía el cabello mucho más gris y las fuertes manos temblaban un poco. Pero los ojos azules eran claros y firmes y por ellos asomaba el alma leal, galante e intrépida. El capitán Jim escuchó en un asombrado silencio mientras Gilbert decía lo que había ido a decir. Ana, que sabía cómo el viejo adoraba a Leslie, estaba segura de que tomaría partido por ella, aunque no tenía muchas esperanzas de que este hecho influyera en Gilbert. Se sorprendió, por lo tanto, más allá de toda medida, cuando el capitán Jim, lenta y penosamente pero sin vacilar, dijo que su opinión era decírselo a Leslie.
—Ah, capitán Jim, no pensé que usted diría eso —exclamó, en tono de reproche—. Pensé que no querría que Leslie tuviera más problemas. El capitán Jim negó con la cabeza.
—No lo querría. Sé cómo se siente al respecto, señora Blythe, y sé cómo me siento yo. Pero no son nuestros sentimientos los que tienen que guiarnos por la vida, no, naufragaríamos con demasiada frecuencia si hiciéramos eso. Hay solamente una brújula segura y debemos fijar nuestro curso según ella: lo que es correcto hacer. Estoy de acuerdo con el doctor. Si hay una posibilidad para Dick, hay que decírselo a Leslie. No hay otra salida, en mi opinión.
—Bien —dijo Ana, renunciando, desesperanzada —, esperen a que la señorita Cornelia los coja por banda.
—Cornelia nos regañará antes y después, sin duda —admitió el capitán Jim—. Ustedes, las mujeres, son criaturas encantadoras, señora Blythe, pero un poquito ilógicas. Usted es una señora muy educada y Cornelia no, pero son como dos gotas de agua cuando se trata de lógica.
No digo que haya nada malo en eso. Creo que la lógica es una cosa bastante dura. Ahora bien,
prepararé un poco de té y mientras lo tomamos hablaremos de cosas agradables, para calmar
un poco nuestras almas.
Al menos, el té y la conversación del capitán Jim calmaron la mente de Ana hasta tal punto,
que no hizo sufrir tanto a Gilbert en el camino de regreso como había pensado, con toda
deliberación, hacer. No hizo la menor referencia al asunto candente,sino que charló animadamente de otros asuntos, y Gilbert entendió que se lo perdonaba bajo protesta.
—El capitán Jim se ve muy frágil y doblegado esta primavera. El invierno lo ha avejentado —dijo Ana, con tristeza—. Tengo miedo de que pronto salga en busca de la perdida Margaret.
No puedo soportar la idea.
—Cuatro Vientos no será el mismo lugar cuando el capitán Jim «salga a navegar» — coincidió Gilbert.
Al atardecer del día siguiente, Gilbert fue a la casa del arroyo. Ana anduvo de un lado para
el otro, desolada, hasta su regreso.
—Bien, ¿qué ha dicho Leslie? —preguntó cuando él entró.
—Muy poco. Creo que estaba aturdida.
—¿Y va a aceptar la operación?
—Va a pensarlo y tomará una decisión pronto.
Gilbert se dejó caer, laxo, en una silla, delante del fuego. Se le veía cansado. No había sido fácil para él decírselo a Leslie. Y el terror que apareció en sus ojos cuando el significado de lo que él le estaba diciendo se hizo patente no era algo agradable de recordar. Ahora que los dados estaban echados, él se sentía acosado por dudas sobre la sabiduría de su decisión.
Ana lo miró, arrepentida; entonces se sentó sobre la alfombra, junto a su esposo, y apoyó su bruñida cabeza pelirroja sobre su brazo.
—Gilbert, he estado muy desagradable. No insistiré. Por favor, llámame pelirroja y perdóname.
Ante esta actitud, Gilbert entendió que, sucediera lo que sucediese, no habría un «yo te lo advertí». Pero no se sentía totalmente consolado. Una cosa es el deber en abstracto y otra muy diferente el deber en concreto, en especial cuando uno se ve enfrentado con los ojos espantados de una mujer.
Algo instintivo hizo que Ana se mantuviera apartada de Leslie durante los tres días siguientes. Al anochecer del tercer día, Leslie vino a la casita y le dijo a Gilbert que había
tomado una decisión: llevaría a Dick a Montreal para que lo operasen.
Estaba muy pálida y parecía haberse envuelto en su antiguo manto de retraimiento. Pero sus ojos habían perdido la mirada que había atormentado a Gilbert; se veían fríos y brillantes.
Ella se puso a hablar con Gilbert de los detalles con claridad y precisión. Había que hacer planes y pensar en muchas cosas. Cuando Leslie tuvo la información que necesitaba, dijo que
se iba a su casa. Ana se ofreció a acompañarla.
—Mejor no —dijo Leslie, cortante—. La lluvia de hoy ha humedecido mucho el campo. Buenas noches.
—¿He perdido a mi amiga? —murmuró Ana, con un suspiro—. Si la operación tiene éxito y Dick Moore se encuentra a sí mismo, Leslie volverá a retraerse en alguna remota fortaleza de su alma, donde ninguno de nosotros pueda hallarla jamás.
—Tal vez lo deje —dijo Gilbert.
—Leslie nunca haría semejante cosa, Gilbert. Su sentido del deber es muy fuerte. Una vez me dijo que su abuela West siempre le había dicho que cuando asumiera cualquier
responsabilidad, no debía eludirla jamás, fueran cuales fuesen las consecuencias. Ésa es una de sus reglas cardinales. Supongo que es muy anticuada.
—No seas punzante, nenita mía. Tú sabes que no es que lo consideres anticuado, sabes
que tú piensas lo mismo sobre lo sagrado de las responsabilidades asumidas. Y tienes razón.
Eludir las responsabilidades es la maldición de la vida moderna, el secreto del desorden y del
descontento que bullen en el mundo.
—Así habló el profeta —se burló Ana. Pero debajo de la burla, sentía que él tenía razón; y le dolía el corazón por Leslie.
Una semana más tarde, la señorita Cornelia cayó como una avalancha en la casita. Gilbert
no estaba y Ana se vio obligada a soportar el embate del impacto sola. La señorita Cornelia apenas esperó a quitarse el sombrero para comenzar. —Ana, ¿es cierto que el doctor Blythe le ha dicho a Leslie que Dick puede curarse y que ella va a llevarlo a Montreal para que lo operen?
—Sí, es cierto, señorita Cornelia —dijo Ana, con valentía.
—Bien, es una crueldad inhumana, eso es lo que es —dijo la señorita Cornelia, violentamente agitada—. Yo creía que el doctor Blythe era un hombre decente. No creí posible que fuera culpable de esto. —El doctor Blythe consideró su deber decirle a Leslie que existía una posibilidad para Dick —dijo Ana con espíritu. E impelida por su lealtad hacia Gilbert, agregó—: Yo estoy de acuerdo con él.
—Ah, no, claro que no, querida —dijo la señorita Cornelia—. Ninguna persona con entrañas
podría estar de acuerdo con eso.
—El capitán Jim también lo está.
—No me hables de ese viejo papanatas —exclamó la señorita Cornelia—. Y no me importa quién esté de acuerdo con él. Piensa, piensa en lo que significa para esa pobre muchacha acosada.
—Lo hemos pensado. Pero Gilbert considera que un médico debe anteponer el bienestar de la mente y el cuerpo de un paciente a cualquier otra consideración.
—Es típico de un hombre. Pero yo esperaba algo mejor de ti, Ana —dijo la señorita Cornelia con más pena que ira. Entonces procedió a bombardear a Ana precisamente con los mismos argumentos con los cuales esta última había atacado a Gilbert; y Ana, valientemente, defendió a su esposo con las armas que él había usado para su propia protección. Largo fue el combate, pero la señorita Cornelia por fin lo dio por terminado.
—Es una vergüenza, una iniquidad —afirmó, casi con lágrimas—. Eso es lo que es: una vergüenza y una iniquidad. ¡Pobre, pobre Leslie!
—¿No le parece que también hay que considerar a Dick, aunque sea un poquito? —preguntó
Ana.
—¡Dick! ¡Dick Moore! Él es feliz. Ahora es un miembro de la sociedad con mejor
conducta y reputación que antes. Caramba, si era un borracho, y tal vez algo peor. ¿Van a dejarlo libre otra vez para que ruja y devore?
—Puede reformarse —dijo la pobre Ana, arrinconada por una enemiga afuera y una traidora por dentro.
—¡Reformarse! —replicó la señorita Cornelia—. Dick Moore se hizo las heridas que lo dejaron como está en una pelea de borrachos. Se merece la suerte que le tocó. Ha sido un castigo divino. Yo no creo que el doctor tenga por qué interferir con los designios de Dios.
—Nadie sabe cómo se lastimó Dick, señorita Cornelia. Pudo no haber sido en una pelea de borrachos. Pudieron haberlo asaltado para robarle.
—Y los cerdos pueden llegar a silbar —dijo la señorita Cornelia—. Bien, la esencia de lo que me dices es que el asunto está resuelto y es inútil hablar. Si es así, cerraré la boca. No tengo intención de gastarme los dientes mordiendo limas. Cuando algo debe ser, yo me rindo. Pero primero quiero asegurarme por completo de que debe ser. Ahora dedicaré mis energías a consolar y apoyar a Leslie. Y después de todo agregó la señorita Cornelia, iluminada con la luz de la esperanza—, tal vez no pueda hacerse nada por Dick.
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Ana y la casa de sus sueños
Teen FictionVol.5/8 El día más esperado en la vida de Ana ha llegado. Su verdadero amor, Gilbert Blythe, ha terminado sus estudios de medicina y por fin podrán casarse y comenzar una vida juntos. Tras su maravillosa boda, en el jardín de la querida Tejas Verdes...