2. La casa de los sueños

4.2K 235 7
                                    

Nunca había habido tanta excitación en la historia de Tejas Verdes. Hasta Marilla estaba tan inquieta que no podía evitar demostrarlo, lo cual era absolutamente extraordinario.
-Nunca hemos celebrado una boda en la casa -le dijo, casi como disculpándose, a la señora Rachel Lynde-. Cuando era niña, oí decir a un ministro que una casa no era un verdadero hogar hasta que no era consagrado por un nacimiento, una boda y una muerte. Hemos tenido muertes en la casa, mi padre y mi madre murieron aquí, igual que Matthew; -y también hemos tenido un nacimiento. Hace mucho, cuando apenas nos habíamos mudado, tuvimos a un hombre trabajando aquí; era casado y su esposa tuvo un niño. Pero nunca hubo una boda. Me parece tan extraño que Ana se case... En cierto modo, a mí me parece que sigue siendo la niñita que Matthew trajo a casa hace catorce años. No puedo asumir que haya crecido. Jamás olvidaré lo que sentí cuando vi que Matthew traía a una niña. Me pregunto qué habrá sido del varoncito que tendríamos que haber tenido en su lugar. Me pregunto cuál habrá sido su destino.
-Bien, aquél fue un error afortunado -dijo la señora Rachel Lynde-. Aunque, atención, hubo momentos en que no lo creí así; por ejemplo, el día que vine a ver a Ana y ella nos hizo aquella escena. Pero muchas cosas han cambiado desde entonces, sí, señor. La señora Rachel suspiró pero en seguida recuperó el ánimo. Cuando las bodas eran como debían ser, la señora Rachel estaba dispuesta a permitir que los muertos enterraran a sus muertos. -Voy a regalar a Ana dos de mis colchas de algodón -continuó diciendo-. Una con rayas color tabaco y la otra con hojitas de manzano. Ella dice que se están poniendo de moda otra vez. Bien, moda o no moda, no creo que haya nada más bonito para una cama de huéspedes que una colcha con hojitas de manzano, sí, señor. Voy a hacerlas lavar bien. Las hice guardar en bolsas de algodón después de la muerte de Thomas y seguro que estarán algo descoloridas. Pero todavía falta un mes y, si se ponen a blanquear al rocío, quedarán impecables. ¡Sólo un mes!
Marilla suspiró y luego dijo, con orgullo:
-Yo voy a regalarle a Ana esa media docena de alfombritas trenzadas que tengo en la buhardilla. No creí que las quisiera ya que están muy anticuadas y ahora parece que la gente no quiere más que alfombras tejidas. Pero ella me las pidió, dice que es lo que más le gustaría para sus suelos. Son muy bonitas. Las hice con los retazos más lindos que encontré y las trencé en franjas. Han sido una buena compañía estos últimos inviernos. Y le prepararé mermelada de ciruelas moradas para un año. Es muy raro. Esos ciruelos no han dado fruta durante tres años, incluso pensé que tendría que cortarlos. Pero la última primavera se llenaron de flores y han dado tantas ciruelas como no recuerdo que nunca antes haya habido en Tejas Verdes.
-Bien, gracias a Dios que Ana y Gilbert van a casarse después de todo. Es algo por lo que siempre he rezado -dijo la señora Rachel con el tono de quien está absolutamente seguro de que sus plegarias han tenido una gran influencia-. Fue un gran alivio descubrir que no pensaba aceptar a ese hombre de Kingsport. Él era rico, cierto, y Gilbert es pobre, al menos ahora, pero es un muchacho de la isla.
-Es Gilbert Blythe -dijo Marilla, contenta.
Marilla habría preferido morir antes que poner en palabras el pensamiento que había en su mente cada vez que miraba a Gilbert desde que éste era un niño: el hecho de que, de no haber sido por su orgullo de hacía tanto, pero tanto tiempo, el muchacho habría podido ser hijo suyo. Marilla sentía que, de alguna extraña manera, su matrimonio con Ana corregía aquel error. Había aparecido el bien entre aquella antigua tristeza.
En cuanto a Ana, estaba tan contenta, que Marilla casi tenía miedo. A los dioses, según dice una vieja superstición, no les gusta ver mortales demasiado felices. Lo que sí es seguro es que a algunos seres humanos no les gusta. Dos de estos especímenes llegaron a Ana en un crepúsculo violeta y se dispusieron a hacer lo que pudieran para estropear su nube de colores. Si ella pensaba que se llevaba algún tipo de premio con el joven doctor Blythe, o si suponía que él seguía tan enamorado de ella como en sus días de inexperta juventud, era deber de estas personas presentarle la cuestión bajo otra luz. Sin embargo, estas dos dignas señoras no eran enemigas de Ana; por el contrario, la querían de verdad y, de haberla atacado alguna otra persona, la habrían defendido como si hubiera sido de su sangre. La naturaleza humana no está obligada a ser coherente. La señora de Inglis (nombre de soltera: Jane Andrews, según el Daily Enterprise) vino con su madre y la señora de Jasper Bell. Pero en Jane la leche de la bondad humana no se había agriado por años de altercados maritales, Sus comentarios fueron de carácter más agradable. Como diría la señora Rachel Lynde, a pesar del hecho de haberse casado con un millonario, era feliz en su matrimonio. El dinero no la había echado a perder. Seguía siendo la Jane plácida, gentil, de sonrosadas mejillas de aquel cuarteto de muchachas, contenta por la felicidad de su antigua compañera y tan interesada en todos y cada uno de los detalles del ajuar de Ana como si éste pudiera rivalizar con sus propios esplendores en sedas y piedras preciosas. Jane no era brillante y probablemente jamás en toda su vida había hecho un comentario digno de ser escuchado; pero nunca decía nada que pudiera herir los sentimientos de nadie, lo cual, aunque puede ser un talento, es, al mismo tiempo, una cualidad envidiable y poco usual.
-De modo que Gilbert no te dejó plantada, después de todo -dijo la señora Harmon Andrews, logrando dar una expresión de sorpresa a sus palabras-. Bien, los Blythe generalmente cumplen con su palabra cuando la han comprometido, suceda lo que suceda. Veamos, tú tienes veinticinco años, ¿no, Ana? Cuando yo era joven, los veinticinco eran el primer recodo. Pero se te ve muy joven. La gente pelirroja es así.
-Los cabellos rojizos están muy de moda ahora -dijo Ana, tratando de sonreír pero hablando
con un dejo de frialdad. La vida le había dado un desarrollado sentido del humor que la ayudaba a sobreponerse a muchas dificultades, pero hasta el momento, nada había conseguido endurecerla ante la menor referencia a su cabello.
-Así es, así es -concedió la señora Harmon-. Es desconcertante lo rara que puede ser la moda. Bien, Ana, tus cosas son muy bonitas, y muy apropiadas para tu situación en la vida, ¿no te parece, Jane? Espero que seas muy feliz. Tienes mis mejores deseos, te lo aseguro. Un noviazgo largo no siempre acaba bien. Pero en tu caso no se pudo evitar, claro.
-Gilbert parece muy joven para ser médico. Me temo que la gente no le tendrá demasiada confianza -dijo la señora de Jasper Bell con tono siniestro. Luego apretó los labios con fuerza, como si ya hubiera dicho lo que consideraba un deber decir y tuviera la conciencia tranquila. Pertenecía a esa clase de mujeres que siempre tienen una pluma negra en el sombrero y rizos desordenados en la nuca.
El placer superficial de Ana por las cosas de su ajuar se vio ensombrecido temporalmente, pero
la profunda felicidad interna estaba fuera de alcance y los pequeños aguijones de las señoras Bell y Andrews fueron olvidados cuando, un poco más tarde, llegó Gilbert y se fueron a caminar juntos hasta los abedules del arroyo, que estaban recién plantados cuando Ana llegó a Tejas Verdes y que ahora eran altas columnas de marfil en un palacio de hadas formado por la luz crepuscular y las estrellas. A su sombra, Ana y Gilbert hablaron como dos enamorados de su nuevo hogar y de su nueva vida juntos.
-Encontré un nido para los dos, Ana.
-Ah, ¿dónde? No en el mismo pueblo, espero. No me gustaría.
-No. No había ninguna casa disponible en el pueblo. Ésta es una casita blanca que hay sobre el
puerto, a medio camino entre Glen St. Mary y Punta de Cuatro Vientos. Está algo alejada pero cuando tengamos teléfono eso no importará mucho. El lugar es precioso. Da a poniente y tiene enfrente el gran puerto azul. Las dunas no están muy lejos, los vientos del mar soplan sobre ellas y la espuma del mar las empapa.
-Pero la casa propiamente dicha, Gilbert, nuestro primer hogar... ¿cómo es? -No muy grande, pero lo suficiente para nosotros. En la planta baja hay una sala espléndida con chimenea, un comedor que da al puerto y una pequeña habitación que será mi consultorio. La casa tiene unos sesenta años, es la más antigua de Four Winds. Pero está muy bien cuidada y fue casi rehecha hace unos quince años, es decir, le cambiaron las tejas y los suelos y la revocaron por completo. Para empezar, la construcción es muy buena. Tengo entendido que tiene una historia romántica, pero el hombre que me la alquiló no la conocía. Me dijo que el capitán Jim es el único capaz de recordar esa vieja historia.
-¿Quién es el capitán Jim?
-El encargado del faro de Punta de Cuatro Vientos. Te encantará el faro, Ana. Es giratorio y destella como una estrella a través de las tinieblas. Podemos verlo desde las ventanas de la sala y desde la puerta principal.
-¿Quién es el dueño de la casa? -Bien, ahora pertenece a la Iglesia Presbiteriana de Glen St. Mary, y yo se la alquilé a los
administradores. Pero hasta hace poco pertenecía a una anciana, la señorita Elizabeth Russell. Murió la primavera pasada y, como no tenía parientes cercanos, le dejó la propiedad a la Iglesia de Glen St. Mary. Sus muebles seguían en la casa y los compré casi todos por nada; eran todos tan anticuados que los administradores no sabían a quién venderlos. En Glen St. Mary, la gente prefiere el elegante brocado y los aparadores con espejos y adornos, creo. Pero los muebles de la señorita Russell son muy buenos y estoy seguro de que te gustarán, Ana.
-Hasta ahora, todo muy bien -dijo Ana, asintiendo con cautela-. Pero, Gilbert, la gente no puede vivir sólo de muebles. No has mencionado algo muy importante. ¿Hay árboles alrededor de la casa?
-A montones, ¡oh, ninfa de los bosques! Hay un bosquecito de abetos detrás de la casa, dos hileras de álamos de Lombardía en el sendero de la entrada y un anillo de abedules blancos rodeando un jardín precioso. La puerta principal da al jardín pero hay otra entrada, una especie de portón pequeño, entre dos abetos. Las bisagras están sujetas a un tronco y el pasador a otro. Las ramas forman un arco encima de él.
-¡Ah, me alegro! No podría vivir en un lugar donde no hubiera árboles, algo en mí moriría de sed. Bien, después de eso, no tiene sentido que te pregunte si hay algún arroyito cerca. Sería pedir demasiado.
-Pero sí lo hay y hasta cruza por un rincón del jardín.
-Entonces -dijo Ana con un largo suspiro de satisfacción-, esa casa que has encontrado y ninguna otra es «mi casa de los sueños»

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora