4. La primera novia de Tejas Verdes

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Cuando Ana despertó, la mañana del día de su boda, la luz del sol se filtraba por la ventana del pequeño tejado del porche y una brisa de septiembre jugueteaba con las cortinas.
-Me alegra tanto que el sol brille sobre mí -pensó, feliz. Recordó la primera mañana que había despertado en aquel cuartito y la luz del sol la acarició a través del perfume de la vieja enredadera de rosas. Aquél no había sido un despertar feliz, pues trajo consigo la amarga desilusión de la noche anterior. Pero desde entonces, aquel cuarto se había hecho querido y había sido consagrado por años de felices sueños de la niñez y ensueños de la adolescencia. A este cuarto había regresado feliz después de todas sus ausencias; ante esta ventana se había arrodillado durante toda aquella noche de amarga agonía en que creyó que Gilbert moriría, y a su lado se había sentado, muda de felicidad, la noche de su compromiso. Había habido muchas vigilias de alegría y algunas de pena y hoy lo dejaría para siempre. De ahora en adelante, ya no sería suyo; Dora, con sus quince años, lo heredaría cuando ella se hubiera ido. No es que Ana deseara lo contrario: el cuartito era sagrado para la juventud y la infancia, para el pasado que se cerraría hoy, cuando se abría el capítulo de su vida de esposa. Tejas Verdes fue una casa rumorosa y feliz esa mañana. Diana llegó temprano, con el
pequeño Fred y la pequeña Ana Cordelia, para ayudar. Davy y Dora, los mellizos de Tejas Verdes, se llevaron a los niños al jardín.
-Cuidad que la pequeña Ana Cordelia no se ensucie la ropa -les advirtió Diana, ansiosa.
-Puedes quedarte tranquila si se la confías a Dora -dijo Marilla-. Esa chica es más sensata y cuidadosa que la mayoría de las madres que conozco. Es realmente una maravilla en algunas cosas. No tiene mucho que ver con esa otra atolondrada que crié. Marilla sonrió a Ana por encima de la ensalada de pollo. Uno podía sospechar que prefería a la atolondrada, después de todo.
-Los mellizos son muy buenos niños -dijo la señora Rachel cuando estuvo segura de que no podían oírla-. Dora es toda una mujercita, siempre dispuesta a ayudar, y Davy se está convirtiendo en un muchachito muy inteligente. Ya no es tan travieso como antes.
-Nunca estuve tan ocupada en toda mi vida como los primeros seis meses que ese niño estuvo aquí -admitió Marilla-. Después, supongo que me acostumbré a él. Últimamente ha aprendido mucho de labranza y quiere que el año que viene lo deje llevar la granja. Tal vez lo haga; el señor Barry no tiene muchas ganas de seguir arrendándola y tendremos que hacer algo. -Bien, te ha tocado un día muy hermoso para tu boda, Ana -dijo Diana. Se puso un gran delantal sobre su vestido de seda.
-No habrías conseguido un día mejor ni aunque lo hubieras comprado en Eaton's.
-Cierto, demasiado dinero sale de esta isla hacia ese Eaton's -dijo la señora Lynde, indignada. Tenía una firme opinión sobre el tema de las tiendas divididas en departamentos y no perdía oportunidad de exponerla-. En cuanto a esos catálogos que tienen, ahora son las Biblias de las muchachas de Avonlea, sí, señor. Los domingos se pasan el día mirándolos, en lugar de estudiar las Sagradas Escrituras.
-Bien, son espléndidos para entretener a los niños -dijo Diana-. Fred y la pequeña Ana miran los dibujos cada dos por tres.
-Yo entretuve a diez niños sin ayuda del catálogo de Eaton's -dijo la señora Rachel con tono severo.
-Vamos, no os peleéis por el catálogo de Eaton's -dijo Ana de buen humor-. Éste es mi día. Soy tan feliz que quiero que todo el mundo lo sea.
-Te aseguro que deseo que tu felicidad sea duradera, niña -suspiró la señora Rachel. Lo deseaba con sinceridad, y así lo creía, pero temía que constituyera un desafío a la Providencia hacer gala demasiado abiertamente de la felicidad. Por el propio bien de Ana, era necesario hacerla más mesurada. Pero fue una muy feliz y hermosa novia la que bajó las viejas escaleras cubiertas de
alfombras tejidas en casa, aquel mediodía de septiembre: la primera novia de Tejas Verdes, esbelta y de ojos brillantes bajo su velo de novia, con los brazos llenos de rosas. Gilbert, que la esperaba abajo, en la sala, la miró con ojos rebosantes de adoración. Por fin era suya aquella Ana evasiva, tanto tiempo ansiada, ganada tras años de paciente espera. Hacia él venía, en la dulce entrega de una novia. ¿La merecía? ¿Podría hacerla todo lo feliz que quería? Si le fallaba, si no podía llegar a ser todo lo que ella esperaba de un hombre... Entonces ella tendió la mano, sus ojos se encontraron y todas sus dudas se desvanecieron y se convirtieron en una gozosa certidumbre. Se pertenecían el uno al otro y, fuera lo que fuere lo que les deparara la vida, nada cambiaría eso. La felicidad de cada uno estaba en manos del otro y ninguno de los dos tenía ningún temor.
Se casaron a la luz del sol en el viejo jardín, rodeados por los rostros amantísimos y
bondadosos de viejos amigos. Los casó el señor Alian y el reverendo Jo pronunció lo que luego la señora Rachel definiría como «la más hermosa oración de esponsables» que había oído. Los pájaros no suelen cantar en septiembre, pero uno cantó dulcemente desde una rama escondida mientras Gilbert y Ana pronunciaban sus votos eternos. Ana lo oyó y se estremeció de emoción; Gilbert lo oyó y se asombró de que todos los pájaros de la Tierra no hubieran estallado en un jubiloso canto; Paul lo oyó y más tarde escribió un poema sobre el pájaro que fue el más admirado de su primer libro de versos; Charlotta IV lo oyó y estuvo absolutamente segura de que significaba buena suerte para su adorada señorita Shirley. El pájaro cantó hasta el final de la ceremonia y terminó con un delicioso trino. Jamás la vieja casa verde grisácea había conocido una tarde más animada, más dichosa. Todas las viejas bromas y ocurrencias que han estado presentes en todas las bodas desde el Jardín del Edén en adelante estuvieron allí y parecieron tan nuevas, brillantes y graciosas como si no hubieran sido hechas jamás. Hubo risas y alegría y, cuando Ana y Gilbert se fueron a Carmody para tomar el tren (Paul los llevó), los mellizos estaban preparados con arroz y zapatos viejos; Charlotta IV y el señor Harrison desempeñaron un valiente papel a la hora de arrojarlos. Marilla permaneció en el portón y miró el carruaje hasta que desapareció por el largo camino bordeado de varas de San José. Ana se volvió al final del camino para decir adiós con la mano por última vez. Se había ido, Tejas Verdes ya no era su hogar; el rostro de Marilla se veía muy gris y viejo cuando se volvió hacia la casa que Ana había llenado durante catorce años, e incluso durante sus ausencias, de luz y vida.
Pero Diana y sus pequeños, la gente de Echo Lodge y los Alian se habían quedado para ayudar a las dos ancianas a pasar la soledad de la primera tarde y tuvieron una cena tranquila y agradable, sentados todos alrededor de la mesa y comentando los sucesos del día. Mientras ellos estaban sentados allí, Ana y Gilbert bajaban del tren en Glen St. Mary.

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora