La señorita Cornelia se dirigió hacia la casita una tarde calurosa en que el golfo tenía el deslucido azul de los calientes mares de agosto y los lirios anaranjados del portón del jardín de Ana erguían sus copas imperiales para que las llenara el oro derretido del sol de agosto. Pero la señorita Cornelia no se preocupaba por océanos pintados o lirios sedientos de sol. Se sentó en su hamaca preferida y se quedó, insólitamente, sin hacer nada. No cosió ni hiló. Tampoco dijo ni una sola palabra despectiva sobre la humanidad. En suma, la conversación de la señorita Cornelia estuvo peculiarmente despojada de pimienta aquel día y Gilbert, que se había quedado en casa para escucharla en lugar de ir a pescar, se afligió. ¿Qué le había sucedido a la señorita Cornelia? No parecía deprimida ni preocupada. Por el contrario, había un cierto aire de exaltación nerviosa en ella.
—¿Dónde está Leslie? —preguntó, pero como si tampoco le importara demasiado.
—Ha ido con Owen a recoger frambuesas a los bosques que hay detrás de su granja — respondió Ana—. No llegarán antes de la cena, si es que llegan a esa hora.
—Al parecer, no tienen idea de que existe un aparato llamado reloj —dijo Gilbert—. No acabo de entender este asunto. Estoy seguro de que han movido algunos hilos. Pero Ana, como
desobediente esposa que es, no quiere decirme nada. ¿Me lo dirá usted, señorita Cornelia?
—No, no lo haré. Pero les diré otra cosa —dijo la señorita Cornelia con el aire de alguien decidido a tirarse al agua y terminar de una vez por todas—. He venido con el propósito de decírselo. Voy a casarme. Ana y Gilbert permanecieron en silencio. Si la señorita Cornelia hubiera anunciado su
intención de sumergirse en las aguas del canal y ahogarse, el proyecto podría haber resultado creíble. Éste no. De modo que esperaron. Era evidente que la señorita Cornelia había cometido un error.
—Bien, los dos parecen bastante confundidos —dijo la señorita Cornelia con un destello en
los ojos. Ahora que el incómodo momento de la revelación había pasado, la señorita Cornelia volvía a ser la de siempre.
—¿Les parece que soy demasiado joven e inexperta para el matrimonio?
—Es que... es bastante inesperado —dijo Gilbert, tratando de recomponerse—. La he oído decir mil veces que no se casaría ni con el mejor hombre de la Tierra.
—No voy a casarme con el mejor hombre de la Tierra —replicó la señorita Cornelia—. Marshall
Elliott está muy lejos de ser el mejor.
—¿Va a casarse con Marshall Elliott? —exclamó Ana, que recuperó el habla bajo esta segunda sorpresa.
—Sí, podría haberme casado con él en cualquier momento de estos últimos veinte años con sólo levantar el meñique. Pero, ¿se imaginan que iba a entrar en la iglesia al lado de una parva de heno andante como él?
—Claro que nos alegramos mucho, y le deseamos toda la felicidad del mundo —dijo Ana, muy fría e inadecuadamente, según le pareció a ella misma. No estaba preparada para semejante ocasión. Jamás se había imaginado felicitando a la señorita Cornelia por su boda.
—Gracias, sabía que se alegrarían —dijo la señorita Cornelia—. Ustedes son los primeros en saberlo.
—Pero lamentaremos mucho perderla, querida señorita Cornelia —dijo Ana, que comenzaba a ponerse un poquito triste y sentimental.
—Ah, no me perderán —dijo la señorita Cornelia, sin sentimentalismos—. No pensarán que voy a vivir al otro lado del puerto con todos esos MacAllister, Elliott y Crawford, ¿no? «De la pedantería de los Elliott, el orgullo de los MacAllister y la vanagloria de los Crawford, nos libre Dios.» Marshall viene a vivir a casa. Estoy harta de contratar hombres para hacer el trabajo. El tal Jim Hastings que tengo este verano es, sin duda, el peor de su especie. Empujaría a cualquiera a casarse. ¿Qué me dicen? Ayer volcó la batea de la manteca y desparramó gran cantidad de crema en el patio. ¡Y ni se mosqueó! Se rió como un tonto y dijo que la crema es buena para la tierra. ¿No es típico de un hombre? Le dije que yo no tengo por costumbre fertilizar mi patio trasero con crema.
—Bien, yo también le deseo toda la felicidad del mundo, señorita Cornelia —dijo Gilbert, con solemnidad —, pero —agregó, incapaz de resistirse a la tentación de torear a la señorita Cornelia, a pesar de los ojos implorantes de Ana—, temo que sus días de mujer independiente se han terminado. Como usted sabe, Marshall Elliott es un hombre de mucha determinación.
—A mí me gustan los hombres perseverantes —replicó la señorita Cornelia—. Amos Grant, que me cortejaba hace mucho, no lo era. No había hombre más veleta. Una vez se tiró al estanque para ahogarse pero cambió de idea y salió nadando. ¿No es típico de un hombre? Marshall se hubiera mantenido en sus trece y se hubiera ahogado. —Y tiene bastante carácter, me han dicho —insistió Gilbert.
—No sería un Elliott, si no lo tuviera. Doy gracias porque lo tenga. Será verdaderamente divertido ponerlo furioso. Y una, por lo general, puede conseguir algo con un hombre temperamental, llegado el momento de los arrepentimientos. Pero no se consigue nada con un hombre que mantiene la placidez, es exasperante.
—Usted sabe que es liberal, señorita Cornelia.
—Sí, lo es —admitió la señorita Cornelia con algo de pena—. Y no hay, por supuesto, esperanza de hacer de él un conservador. Pero al menos es presbiteriano. De modo que supongo que deberé conformarme con eso.
—¿Se casaría con él si fuera metodista, señorita Cornelia?
—No, no me casaría. La política es de este mundo, pero la religión es de los dos mundos.
—Y podrá llegar a ser una «extinta esposa», señorita Cornelia.
—No. Marshall me sobrevivirá. Los Elliott son longevos y los Bryant, no. —¿Cuándo se casarán? —preguntó Ana.
—Dentro de un mes, más o menos. Mi vestido de novia será de seda color azul marino. Y quiero preguntarte, Ana querida, si te parece que quedaría bien usar velo con un vestido azul marino. Siempre pensé que me gustaría usar velo, si alguna vez me casaba. Marshall dice que lo lleve, si es lo que quiero. ¿No es típico de un hombre?
—¿Por qué no llevarlo, si quiere? —preguntó Ana.
—Bien, una no quiere ser diferente de los demás —dijo la señorita Cornelia, que no se parecía, y era notorio, a nadie más en la faz de la Tierra—. Como decía, me gustaría llevar un velo. Pero tal vez no deba usarse con ningún vestido que no sea blanco. Por favor, dime, Ana querida, lo que piensas en realidad. Seguiré tu consejo.
—Yo creo que, por lo general, no se usa velo si no es con vestido blanco —admitió Ana—, pero eso no es más que una convención y yo soy como el señor Elliott, señorita Cornelia. No veo una buena razón para que no use velo, si quiere. Pero la señorita Cornelia, que iba de visita con chales de percal, negó con la cabeza.
—Si no es lo correcto, no lo usaré —dijo, con un suspiro de pena por un sueño perdido.
—Ya que está decidida a casarse, señorita Cornelia —dijo Gilbert con toda
solemnidad—, le daré los excelentes consejos para manejar a un esposo que mi abuela le dio a mi madre cuando se casó con mi padre.
—Bien, pienso que puedo manejar a Marshall Elliott —dijo la señorita Cornelia con placidez—. Pero escuchemos sus reglas.
—La primera es: atrápelo.
—Está atrapado. Continúe.
—La segunda es: aliméntelo bien.
—Con suficiente pastel. ¿Cuál sigue?
—La tercera y la cuarta son: no lo pierda de vista.
—Le creo —dijo la señorita Cornelia con énfasis.
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Ana y la casa de sus sueños
Teen FictionVol.5/8 El día más esperado en la vida de Ana ha llegado. Su verdadero amor, Gilbert Blythe, ha terminado sus estudios de medicina y por fin podrán casarse y comenzar una vida juntos. Tras su maravillosa boda, en el jardín de la querida Tejas Verdes...