6. El capitán Jim

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El viejo doctor Dave» y «la esposa del doctor Dave» estaban en la casita para recibir a los novios. El doctor Dave era un anciano caballero grande, jovial, de patillas blancas, y su esposa era una pequeña señora delicada, de mejillas rosadas y cabellos plateados, que de inmediato abrazó a Ana y conquistó su corazón.
-Me alegro tanto de verte, querida. Estaréis muy cansados. Os hemos preparado algo de
comer, y el capitán Jim os ha traído truchas. Capitán Jim, ¿dónde está? Ah, salió a ocuparse del caballo, supongo. Ven arriba a quitarte esas cosas. Ana miró alrededor con ojos brillantes y llenos de satisfacción mientras seguía a la mujer del doctor Dave arriba. Le gustaba mucho el aspecto de su nueva casa. Parecía tener la misma atmósfera que Tejas Verdes y el sabor de sus viejas tradiciones. «Creo que habría encontrado en la señorita Elizabeth Russell un alma gemela», pensó cuando se encontró sola en su habitación.
El cuarto tenía dos ventanas; la lateral daba al puerto bajo, al banco de arena y al faro de
Cuatro Vientos.
-«Una ventana mágica que se abre hacia la espuma de peligrosos mares en lejanos países de hadas» -recitó Ana en voz baja. La ventana de la buhardilla daba a un vallecito del color de las cosechas, atravesado por un arroyo. A unos ochocientos metros, por el arroyo, estaba la única casa a la vista: una construcción vieja, gris, irregular, rodeada de inmensos sauces a través de los cuales las ventanas parecían tímidos y curiosos ojos que espiaban en la penumbra. Ana se preguntaba quién viviría allí; serían sus vecinos más cercanos y esperaba que fueran agradables. De pronto, se sorprendió pensando en la hermosa muchacha de los gansos blancos. «Gilbert dice que no es de por aquí», pensó Ana, «pero yo estoy segura de que sí. Había algo en ella que la hacía parte del mar, el cielo y el puerto. Tiene a Cuatro Vientos en la sangre.» Cuando Ana bajó, Gilbert estaba de pie junto al hogar, conversando con un desconocido.
Ambos se volvieron cuando entró Ana.
-Ana, te presento al capitán Boyd. Capitán Boyd, mi esposa.
Era la primera vez que Gilbert decía «mi esposa» hablando con alguien que no fuera la propia Ana, y poco le faltó para reventar de orgullo.
El viejo capitán tendió a Ana su mano nervuda; se sonrieron y fueron amigos desde ese mismo momento. Un alma gemela que reconocía a otra.
-Es un gran placer conocerla, señora Blythe, y espero que sea usted tan feliz como la primera recién casada que vino aquí. No puedo desearle nada mejor. Pero su esposo no me presentó correctamente. Mi nombre de uso diario es «capitán Jim» y será mejor que empiece de una vez por todas a llamarme como tarde o temprano va a terminar llamándome. Sí que es una bonita recién casada, señora Blythe. Mirándola, uno se siente como si también fuera un recién casado. Entre las risas que siguieron, la esposa del doctor Dave invitó al capitán Jim a que se quedara a cenar con ellos.
-Gracias por su amabilidad. Será todo un placer, señora. Casi siempre como solo, con la única compañía del reflejo de esta cara tan fea en un espejo, frente a mí. No tengo muy a menudo la oportunidad de sentarme a comer con dos damas tan hermosas y encantadoras. Los cumplidos del capitán Jim pueden parecer muy osados por escrito, pero los decía con tan gentil y delicada deferencia, tanto de tono como de actitud, que la mujer que los recibía sentía que se le daba el tributo debido a una reina y que el que lo ofrecía era un rey.
El capitán Jim era un anciano de alma elevada y mente sencilla, con una eterna juventud en los ojos y en el corazón. Era alto, algo desgarbado y no muy erguido y sin embargo daba la impresión de poseer una gran fortaleza y resistencia. La cara, sin barba y muy bronceada, estaba surcada por arrugas; tenía una espesa melena de cabellos gris oscuro que le caía hasta los hombros y unos profundos ojos azules que a veces destellaban, a veces soñaban y a veces miraban hacia el mar en una búsqueda melancólica, como quien busca algo precioso y perdido.
Ana llegaría a saber, un día, qué era aquello que el capitán Jim buscaba. No podía negarse que el capitán Jim era un hombre feo. La mandíbula prominente, la boca severa y la frente cuadrada no seguían las pautas de la belleza; y el hombre había pasado por muchas penurias que le habían marcado el cuerpo además del alma; pero aunque a primera vista Ana lo encontró feo, nunca volvió a tener conciencia de este hecho, ya que su espíritu hermoseaba la ruda morada en que habitaba. Se sentaron alegremente alrededor de la mesa. El fuego del hogar alejaba el frío de la noche de septiembre, pero la ventana del comedor estaba abierta y la brisa del mar entraba libremente en la habitación. La vista era espléndida: abarcaba el puerto y toda la curva de las colinas bajas y purpúreas. La mesa estaba repleta de delicias preparadas por la esposa del doctor pero la piéce de résistance era, sin duda, la gran bandeja de truchas de mar.
-Supuse que las encontrarían sabrosas después del viaje -dijo el capitán Jim-. No hay
truchas más frescas, señora Blythe. Hace dos horas nadaban en el Glen Pond.
-¿Quién cuida el faro esta noche, capitán Jim? -preguntó el doctor Dave.
-Mi sobrino, Alee. Lo entiende tan bien como yo. Bueno, me alegro muchísimo de que me hayan invitado a cenar. Tengo mucha hambre; hoy no he comido casi nada.
-Yo creo que usted se mata de hambre en ese faro -dijo la esposa del doctor Dave con severidad-. No se toma la molestia de alimentarse como corresponde.
-Ah, no, me alimento, señora, me alimento -protestó el capitán Jim-. Caramba, si vivo como un rey. Anoche fui a Glen y me traje un kilo de carne. Iba a prepararme un almuerzo maravilloso hoy.
-¿Y qué pasó con esa carne? -preguntó la esposa del doctor Dave-. ¿La perdió camino
de casa?
-No -dijo el capitán Jim, con timidez-. Anoche, tarde, apareció un pobre perrito que pedía alojamiento. Supongo que es de alguno de los pescadores de la costa. No podía echarlo, pobrecito, le dolían las patas. Entonces lo puse en el porche, con una bolsa vieja para que durmiera encima, y me fui a acostar. Pero no podía dormir. Me puse a pensar y me di cuenta de que el perro parecía hambriento.
-Así que se levantó y le dio la carne, toda su carne -dijo la esposa del doctor Dave, con una especie de reproche triunfal.
-Bueno, no tenía nada más para darle -dijo el capitán Jim, como disculpándose-. Nada que pueda gustarle a un perro. Y sí que tenía hambre, porque se la terminó en dos bocados. Dormí muy bien el resto de la noche, pero mi comida resultó un poco escasa: patatas y punto, digamos. Por la mañana, el perro se fue a su casa. Él no era vegetariano.
-¡A quién se le ocurre pasar hambre por un perro que no vale nada! -rezongó la esposa del doctor.
-Quién sabe si no vale mucho para alguien -adujo el capitán Jim-. No parecía de mucho valor, pero uno no puede fijarse en el aspecto cuando se trata de juzgar a un perro. Podría ser una belleza por dentro, como yo. A Segundo Oficial no le gustó, debo reconocerlo. Su enfado fue tremendo. Pero Segundo Oficial tiene prejuicios. No tiene sentido pedirle a un gato su opinión sobre un perro. La cuestión es que me quedé sin comida, de modo que esta mesa bien servida en esta encantadora compañía es realmente muy agradable. Es una gran cosa tener buenos vecinos.
-¿Quién vive en la casa que hay entre los sauces, arroyo arriba? -preguntó Ana.
-La señora de Dick Moore... -dijo el capitán Jim-, y su esposo -agregó, como si se
le hubiera ocurrido después. Ana sonrió y, a partir de las palabras del capitán Jim, se hizo una imagen mental de la señora de Dick Moore: evidentemente una segunda señora Rachel Lynde.
-No tiene demasiados vecinos, señora Blythe -continuó el capitán Jim-. Este lado del puerto está muy poco poblado. Casi toda la tierra pertenece al señor Howard, que vive más allá de Glen, y la alquila para pastoreo. Pero el otro lado del puerto está lleno de gente, en especial de gente de la familia MacAllister. Hay toda una colonia de MacAllister. Si arroja una piedra, seguro que le da a alguno. Lo comentaba el otro día con el viejo León Blac quiere. Trabajó todo el verano en el puerto.
«Son casi todos MacAllister», me dijo. «Está Neil MacAllister y Sandy MacAllister y William MacAllister y Alee MacAllister y Angus MacAllister, y creo que hay un Diablo MacAllister.»
-Hay casi la misma cantidad de Elliott y Crawford -dijo el doctor Dave, cuando la risa se aplacó-. Sabes, Gilbert, nosotros, los de este lado de Cuatro Vientos, tenemos un dicho:
«De la pedantería de los Elliott, el orgullo de los MacAllister y la vanagloria de los Crawford nos libre Dios».
-Hay buena gente entre ellos, sin embargo -dijo el capitán Jim-. Yo navegué con William Crawford muchos años, y en valor, resistencia y honestidad, ese hombre no tenía igual. Los del otro lado de Cuatro Vientos tienen cabeza. Tal vez por eso los critica la gente de este lado. Es extraño, ¿no?, cómo a algunas personas les molesta tanto que otras nazcan un poco más inteligentes que ellas. El doctor Dave, que llevaba cuarenta años enemistado con la gente del otro lado del puerto,
rió y se dio por vencido.
-¿Quién vive en esa casa color esmeralda brillante, a unos ochocientos metros camino arriba? -preguntó Gilbert. El capitán Jim sonrió, encantado.
-La señorita Cornelia Bryant. Seguramente vendrá a verlos cuando se entere de que son
presbiterianos. Si fueran metodistas, no vendría. Cornelia tiene un terror divino a los metodistas.
El doctor Dave sonrió.
-Es todo un personaje -dijo-. ¡Es enemiga acérrima de los varones!
- ¿Resentimiento? -preguntó Gilbert, riendo.
-No, no es por resentimiento -respondió el capitán Jim, serio-. Cornelia pudo haber
elegido a quien hubiera querido cuando era joven. Incluso ahora no tendría más que abrir la boca para que los viejos viudos vinieran corriendo. Simplemente parece que nació con una especie de desprecio crónico por los hombres y los metodistas. Tiene la lengua más mordaz y el corazón más bondadoso de Cuatro Vientos. Dondequiera que haya problemas, allí va, a hacer lo que sea necesario para ayudar con gran ternura. Nunca le dice una palabra dura a otra mujer y, si quiere ponernos adjetivos a nosotros, los pobres bribones de los hombres, creo que nuestros viejos pellejos podrán soportarlo.
-De usted siempre habla bien, capitán Jim -dijo la esposa del doctor.
-Sí, me temo que sí. Y no me gusta nada. Me hace sentir que hay algo raro en mí.

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora