17. Un invierno en Cuatro Vientos

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El invierno sentó vigorosamente sus reales después del Año Nuevo. Grandes montañas de
nieve muy blanca se amontonaron alrededor de la casita y la escarcha cubrió las ventanas. El hielo del puerto se hizo más duro y grueso, hasta que la gente de Cuatro Vientos pudo, como siempre, viajar sobre él. Un gobierno benévolo marcó con arbustos los caminos seguros, y noche y día el alegre tintineo de los cascabeles de los trineos resonaba sobre ellos. En las noches de luna, Ana los oía en su casa de los sueños como si fueran campanillas de hadas. El golfo también se congeló y el faro de Cuatro Vientos dejó de alumbrar. Durante los meses en los cuales se cerraba la navegación, el puesto del capitán Jim era una bicoca.
-Segundo Oficial y yo no tendremos nada que hacer hasta la primavera, salvo mantenernos calentitos y divertirnos. El anterior encargado del faro solía irse a Glen en invierno, pero yo prefiero quedarme en la punta. En Glen, Segundo Oficial podría ser envenenado o comido por los perros. Es un poco solitario, cierto, sin la luz del faro ni el agua para hacernos compañía, pero si nuestros amigos vienen a vernos a menudo, lo soportaremos bien. El capitán Jim tenía un bote para hielo y Gilbert, Ana, Leslie y el capitán dieron divertidos y gloriosos paseos sobre el liso hielo del puerto. Provistas de raquetas para nieve, Ana y Leslie también realizaban largas caminatas por los campos o por el puerto después de las tormentas, o a través de los bosques que se extendían más allá de Glen. Disfrutaban una buena camaradería en sus paseos y sus reuniones junto al fuego. Cada una tenía algo para darle a la otra, cada una se sentía enriquecida con el amistoso intercambio de ideas y con el amistoso silencio; cada una miraba a través de los campos blancos que separaban sus casas, con la agradable certeza de tener a una amiga al otro lado. Pero, a pesar de todo esto, Ana sentía que había siempre una barrera entre Leslie y ella, un freno que nunca desaparecía del todo.
-No sé por qué no puedo acercarme más a ella -dijo una noche Ana al capitán Jim-. La quiero mucho y la admiro; quiero abrirle mi corazón y penetrar el de ella. Pero nunca puedo traspasar la barrera.
-Usted ha sido muy feliz toda su vida, señora Blythe -dijo el capitán Jim, pensativo-. Creo que por eso su alma y la de Leslie no pueden acercarse verdaderamente. La barrera entre las dos es la experiencia de dolor y tribulaciones de Leslie. Ella no es responsable; usted tampoco, pero está ahí y ninguna de las dos puede atravesarla.
-Mi niñez no fue muy feliz antes de ir a Tejas Verdes -dijo Ana. Seria, miraba por la ventana la inmóvil, triste, muerta belleza de las sombras de los árboles sin hojas sobre la nieve iluminada por la luna.
-Tal vez no, pero era la infelicidad usual en una niña que no tiene quien se ocupe de ella como corresponde. No hubo tragedias en su vida, señora Blythe. Y la vida de la pobre Leslie no ha sido otra cosa más que tragedias. Ella siente, pienso, aunque tal vez apenas sepa que lo siente, que hay muchísimo en su vida que usted no puede penetrar ni entender, y por eso tiene que mantenerla apartada; para evitar, por decirlo de alguna manera, que usted la lastime. Si tenemos en nosotros cualquier cosa que nos duele, tratamos de evitar que nadie se acerque y lo toque. Funciona con el alma también, no sólo con el cuerpo. El alma de Leslie ha de estar en carne viva, por eso la oculta.
-Si eso fuera todo, no me importaría, capitán Jim. Lo entendería. Pero hay ocasiones, no siempre, pero a veces sucede, en que casi me veo obligada a creer que no... que no le gusto a Leslie. A veces sorprendo en sus ojos una mirada que parece cargada de resentimiento; desaparece muy rápidamente, pero la he visto, estoy segura. Y me duele, capitán Jim. No estoy acostumbrada a no gustar a la gente, y he intentado tanto ganarme la amistad de Leslie...
-Se la ha ganado, señora Blythe. No abrigue la tonta idea de que Leslie no la quiere. Si fuera así, ella ni se acercaría a usted, y mucho menos sería tan compinche suya como es. Conozco lo bastante a Leslie Moore para estar seguro de lo que digo.
-La primera vez que la vi, llevando a sus gansos colina abajo, el día que llegué a Cuatro
Vientos, me miró con la misma expresión -insistió Ana-. La sentí, incluso en medio de mi admiración por su belleza. Me miró con resentimiento, de verdad, capitán Jim.
-El resentimiento habrá sido por otra cosa, señora Blythe, y a usted le tocó parte de él porque pasaba por ahí en ese momento. Leslie cae en etapas de hosquedad de vez en cuando, pobrecita. No la culpo, sabiendo todo lo que tiene que soportar. No sé cómo es posible... El
doctor y yo hemos hablado mucho sobre el origen del mal pero no hemos descubierto todo aún.
Hay una vasta cantidad de cosas incomprensibles en la vida, señora Blythe. A veces las cosas parecen salir bien, como con usted y el doctor. Y de pronto parecen ponerse patas arriba. Ahí tenemos a Leslie, tan inteligente, tan hermosa, que uno la creería destinada a ser una reina y en cambio está enterrada ahí, despojada de casi todo lo que puede desear una mujer y sin otra
perspectiva que cuidar de Dick Moore toda la vida. Aunque, señora Blythe, creo que ella elegiría
la vida que lleva ahora antes que la que vivió con Dick antes de que él se fuera. Eso es algo con
lo que la lengua torpe de un viejo marino no debe meterse. Pero usted ha ayudado mucho a
Leslie, ella es otra persona desde que usted llegó a Cuatro Vientos. Nosotros, sus amigos de antes, vemos la diferencia, aunque usted no pueda verla. La señorita Cornelia y yo hablábamos el otro día del tema y es uno de los poquísimos puntos en los que estamos de acuerdo. Así que puede arrojar por la borda cualquier idea de que Leslie no la quiere. Ana no podía descartar
completamente ese pensamiento pues, sin duda, había momentos en los que sentía, con un
instinto que no resistía comparación con la razón, que Leslie albergaba un resentimiento extraño e indefinido hacia ella. En ocasiones, esa certeza secreta estropeaba el placer de su camaradería; en otras era casi inexistente, pero Ana siempre sentía que la espina oculta seguía allí
y podría herirla en cualquier momento. Sintió su cruel pinchazo el día que le dijo a Leslie lo que esperaba que la primavera trajera a la casita de los sueños. Leslie la miró con una mirada
dura, amarga, hostil.
-De modo que también vas a tener eso -dijo con voz ahogada. Y sin otra palabra, dio media vuelta y se alejó por el campo hacia su casa.
Ana se sintió muy dolida; por un momento, creyó que no podría volver a ver a Leslie. Pero cuando Leslie fue a su casa días después, estuvo tan agradable, tan cariñosa, tan franca, y además ingeniosa y alegre, que Ana se dejó ganar por el perdón y el olvido. Pero no volvió a
mencionar a Leslie nada de su querida esperanza, ni Leslie volvió a hacer referencia al tema.
Un atardecer, cuando los últimos días del invierno esperaban atentos la llamada de la primavera, Leslie fue a la casita a charlar y al irse dejó una cajita blanca sobre la mesa. Ana la vio cuando ya se había ido y la abrió, intrigada. Dentro había un vestidito blanco de exquisita labor, con un delicado bordado y preciosos pliegues; era precioso. Cada puntada era una obra de arte de la costura y los volantes del cuello y las mangas eran de verdadera puntilla
valenciana. Sobre él, había una tarjeta: «De Leslie, con amor».
-Cuántas horas de trabajo le habrá llevado -dijo Ana-. Y la tela le costó mucho más de lo que ella puede gastar. Qué delicadeza de su parte. Pero Leslie estuvo brusca y cortante cuando se lo agradeció y Ana se sintió despechada de nuevo. El regalo de Leslie no fue el único. La señorita Cornelia había dejado, por el momento, de
coser para niños octavos no queridos y se había dedicado a coser para uno primogénito, y muy
deseado, cuya llegada sería esperada con mucha ansiedad. Philippa Blake y Diana Wright enviaron dos prendas maravillosas y la señora Rachel envió varias, en las cuales la buena tela y las puntadas modestas ocuparon el lugar del bordado y los volantes. Ana misma hizo muchas, no
profanadas por el toque de una máquina, y pasó en esta tarea las horas más felices de aquel feliz invierno.
El capitán Jim fue la visita más asidua de la casita y la mejor recibida. Ana quería cada día más al viejo marino de alma sencilla y corazón grande. Era tan refrescante como una brisa
marina, tan interesante como una crónica antigua. Ella nunca se cansaba de escuchar sus historias y sus delicados comentarios eran un continuo placer. El capitán Jim era una de esas personas interesantes, poco comunes, que «nunca hablan sin decir algo». La leche de la bondad
humana y la sabiduría de la serpiente se mezclaban en su composición en la proporción justa.Nada parecía jamás molestar o deprimir al capitán Jim.
-Creo que he contraído el hábito de disfrutar de las cosas -explicó una vez cuando Ana comentó su invariable buen humor-. Se ha vuelto tan crónico, que creo que disfruto hasta de las cosas desagradables. Es muy divertido pensar que no pueden durar. «Viejo reumatismo», digo, cuando me agarra fuerte, «alguna vez tendrás que dejar de dolerme. Cuanto más me duelas, antes me abandonarás, supongo. Voy a ganarte la partida al final, ya sea dentro del cuerpo o fuera de él.» Una noche, junto al fuego del faro, Ana vio el «libro de la vida» del capitán Jim. No había que insistir mucho para que lo mostrara y se lo dio para que lo leyera, muy orgulloso.
-Lo escribo para dejárselo al pequeño Joe -dijo-. No me gusta la idea de que todo lo que he hecho y visto se olvide completamente cuando yo haya zarpado en mi último viaje. Joe lo recordará y les contará las historias a sus hijos. Era un viejo cuaderno de tapas de cuero, con el registro de sus viajes y aventuras. Ana pensó en el tesoro que sería para un escritor. Cada frase era una pepita de oro. En sí, el libro no tenía mérito literario; el encanto del capitán Jim como narrador desaparecía en la escritura; sólo podía anotar un resumen de sus famosas historias y tanto la ortografía como la gramática dejaban mucho que desear. Pero Ana pensó que si alguien lo suficientemente dotado pudiera tomar ese sencillo registro de una vida valiente y llena de aventuras, leer entre las líneas despojadas los relatos de los peligros enfrentados con valentía y del deber cumplido virilmente, podría armar con él una magnífica historia. La riqueza de la comedia y la emoción de la tragedia yacían ocultas en «el libro de la vida» del capitán Jim, esperando el toque de la mano maestra que despertara las risas, el dolor y el horror de miles de personas. Ana se lo comentó a Gilbert mientras caminaban de regreso a casa.
-¿Por qué no lo intentas tú, Ana? Ana negó con la cabeza.
-No. Ojalá pudiera. Pero no podría. Tú sabes cuál es mi fuerte, Gilbert: la fantasía, la magia, la belleza. Para escribir el libro de la vida del capitán Jim como debe ser escrito, hay que ser maestro en un estilo vigoroso y al mismo tiempo sutil, hay que ser un agudo psicólogo y un humorista y un trágico nato. Se necesita una poco común combinación de dones. Paul podría hacerlo si fuera mayor. De todos modos, voy a pedirle que venga el verano próximo y hable con el capitán Jim. Ana escribió a Paul:
Ven a esta costa. Temo que aquí no encontrarás a Nora ni a la Dama de Oro ni a los Marinos Mellizos, pero encontrarás a un viejo marino que podrá contarte historias maravillosas.
Pero Paul le escribió para decirle que lamentablemente no podría ir ese verano. Se iría al
extranjero a estudiar durante dos años. Y terminaba diciéndole: «Cuando vuelva, iré a Cuatro Vientos, querida maestra».
-Pero, mientras tanto, el capitán Jim está envejeciendo -dijo Ana, apenada-, y no hay nadie para escribir el libro de su vida.

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora