24. El libro de la vida del capitán Jim

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-Tengo una vaga idea que podría convertirse en una magnífica realidad -dijo Ana a Gilbert cuando llegó a casa.
Él había llegado antes de lo esperado y estaba saboreando el pastel de cereza de Susan.
Susan misma revoloteaba detrás de él, como un oscuro pero benéfico espíritu guardián, y le proporcionaba tanto placer ver a Gilbert comiendo pastel como a él comerlo.
-¿Cuál es tu idea? -preguntó Gilbert.
-No te lo diré todavía, no hasta ver si puedo hacerla realidad.
-¿Cómo es Ford?
-Ah, muy agradable, y bastante guapo.
-Tiene unas orejas preciosas, mi querido doctor -interpuso Susan, encantada.
-Tendrá treinta o treinta y cinco años, creo, y piensa escribir una novela. Tiene una voz agradable y una sonrisa encantadora, y viste bien. Pero tiene un aire como si la vida no le hubiera sido del todo fácil. Owen Ford llegó a la mañana siguiente con una nota de Leslie para Ana; pasaron el atardecer en el jardín y luego fueron a navegar a la luz de la luna por el puerto, en el botecito que Gilbert había preparado para salir en verano. Owen les pareció muy simpático y tuvieron la sensación de haberlo conocido de toda la vida, sensación que distingue a los cofrades de la casa de José.
-Es tan agradable como sus orejas, mi querida señora -dijo Susan, cuando él se hubo ido. Owen había dicho a Susan que jamás había probado nada parecido a su pastel de cereza y el sensible corazón de Susan fue suyo para siempre.
-Tiene estilo -reflexionó ella, mientras retiraba los restos de la comida-. Es muy extraño que no se haya casado, porque un hombre así podría tener a la mujer que quisiera. Bien, tal vez sea como yo, y todavía no haya encontrado a la persona adecuada. Susan se puso muy romántica en sus reflexiones mientras lavaba los platos. Dos noches después, Ana llevó a Owen Ford a la Punta de Cuatro Vientos para presentarle
al capitán Jim. La costa del puerto se veía blanca bajo el viento del oeste y el capitán Jim tenía en exhibición uno de sus mejores crepúsculos. Él mismo acababa de regresar de un paseo por el puerto.
-Tuve que ir a decirle a Henry Pollock que se está muriendo. Todos los demás tenían miedo de decírselo. Pensaban que lo iba a tomar muy mal porque estaba tan decidido a vivir que había hecho planes para el otoño. Su esposa pensó que había que decírselo y que yo era la persona indicada para darle la noticia de que no se curaría. Henry y yo somos viejos amigos, navegamos juntos en el Gray Gull durante años. Bien, fui y me senté junto a la cama de Henry y le digo, directo y sencillo, porque si hay que decir algo, es mejor decirlo temprano que tarde, le digo:
«Compañero, me parece que te han mandado órdenes para zarpar esta vez». Yo temblaba por dentro, porque es espantoso tener que decirle a un hombre, que ni lo piensa, que se va a morir. Pero he aquí, señora Blythe, que Henry me mira con sus brillantes ojos negros en medio de la cara marchita y me dice:
«Dime algo que no sepa, Jim Boyd, si quieres darme información. Eso lo sé desde hace una semana». Yo me quedé demasiado sorprendido para decir nada, y Henry se rió.
«Verte entrar aquí», me dice, «solemne como una lápida y sentarte ahí con las manos sobre el estómago, ¡para darme una noticia tan vieja! Hasta un gato se reiría de ti, Jim Boyd», me dice. «¿Quién te lo dijo?», le pregunto, como un tonto. «Nadie», me dice. «Hace una semana, el martes por la noche, estaba acostado aquí, despierto, y lo supe. Lo había sospechado antes, pero entonces lo supe. No dije nada por mi esposa. Y de verdad me gustaría hacer construir ese granero, porque Eben no podrá hacerlo bien. Pero, ahora que te has quitado un peso de encima, Jim, sonríe y cuéntame algo interesante.» Bien, eso fue todo. Tanto miedo como tenían de decírselo y resulta que él ya lo sabía. Es extraño cómo nos cuida la naturaleza, ¿no?, y
nos hace saber lo que debemos saber cuando llega el momento. ¿Alguna vez le conté la historia
sobre Henry, cuando se enganchó el anzuelo en la nariz, señora Blythe?
-No.
-Bien, él y yo hemos estado riéndonos de eso hoy. Pasó hace cerca de treinta años. Él, yo y
algunos más habíamos salido a pescar arenques. Fue un día espléndido, yo nunca había visto un
banco tan grande de arenques en el golfo y, en el revuelo general, Henry se entusiasmó tanto, que
se las arregló para clavarse un anzuelo en una aleta de la nariz. Bien, ahí estábamos; tenía una
púa de un lado y un gran pedazo de plomo del otro, así que no podíamos arrancárselo. Quisimos
llevarlo a la costa en seguida, pero Henry estaba entusiasmado, dijo que no pensaba dejar un
banco como aquel por nada menos que el tétanos; y siguió pescando y gruñendo de vez en
cuando. Por fin, el banco pasó y volvimos con gran cantidad de arenques. Yo conseguí una lima y empecé a limar el anzuelo. Traté de ser todo lo delicado que podía, pero, si hubiera oído a Henry... pero no, no habría sido decoroso. Por suerte, no había señoras cerca. Henry no solía maldecir, pero había oído algunos epítetos en sus tiempos, y buscó entre sus recuerdos para lanzármelos todos a mí. Por fin dijo que no podía soportarlo y que yo no tenía entrañas ni
compasión. De modo que nos arremangamos y lo llevé hasta un médico en Charlottetown, a
cincuenta kilómetros -no había ninguno más cerca en aquella época-, con el bendito anzuelo colgándole de la nariz. Cuando llegamos, el viejo doctor Crabb tomó una lima y le limó el anzuelo exactamente igual a como yo había intentado hacerlo, ¡con la diferencia de que él no se preocupó demasiado por ser delicado!
La visita del capitán Jim a su viejo amigo había revivido viejos recuerdos y ahora él navegaba en la pleamar de las reminiscencias.
-Henry me preguntaba hoy si me acordaba de cuando el viejo padre Chiniquy bendijo el bote de Alexander MacAllister. Otra vieja historia, y tan verdadera como la luz que me alumbra. Yo estaba en el bote. Él y yo salimos en el bote de Alexander MacAllister una
mañana, al alba. Había además un muchacho francés en el bote, católico, por supuesto. Usted
sabe que el padre Chiniquy se había hecho protestante, de modo que los católicos no lo querían
mucho. Bien, estuvimos en el golfo hasta el mediodía y no picaba nada. Cuando volvimos a la costa, el padre Chiniquy tenía que irse, así que dijo, con su cortesía de siempre: «Siento mucho no poder salir con usted esta tarde, señor MacAllister, pero le dejo mi bendición. Pescarán mil peces esta tarde». Bien, no pescamos mil, pero sí novecientos noventa y nueve exactos; fue la redada más grande para un bote pequeño en toda la costa norte aquel verano. Curioso,
¿verdad? Alexander MacAllister le dice a Andrew Peters:
«Bien, ¿y qué te parece ahora el padre Chiniquy?» Y Andrew gruñó:
«Creo que a ese viejo diablo todavía le queda una
bendición». ¡Ah! ¡Cómo se reía hoy Henry recordándolo!
-¿Sabe quién es el señor Ford, capitán Jim? -preguntó Ana, al ver que por el momento la fuente de reminiscencias del capitán Jim había cesado de manar-. Quiero
que lo adivine.
El capitán Jim negó con la cabeza.
-Nunca he sido un buen adivinador, señora Blythe, y sin embargo, yo he visto esos ojos antes, los he visto.
-Piense en una mañana de septiembre hace muchos años -dijo Ana, con suavidad-.
Piense en un barco que entra en el puerto, un barco muy esperado y muy llorado. Piense en el
día en que el Royal William arribó a puerto y en la primera vez que usted vio a la novia del maestro de escuela.
El capitán Jim pegó un salto.
-Son los ojos de Persis Selwyn -casi gritó-. Pero usted no puede ser su hijo, usted debe de ser...
-El nieto, sí, yo soy hijo de Alice Selwyn. El capitán Jim se abalanzó sobre Owen Ford y le estrechó la mano otra vez.
-¡El hijo de Alice Selwyn! ¡Dios! ¡Es usted muy bienvenido! Me he preguntado miles de
veces dónde vivirían los descendientes del maestro. Sabía que no había ninguno en la isla. Alice... Alice, la primera criatura que nació en esa casita. ¡Ninguna criatura trajo jamás tanta alegría! La he tenido tantas veces en brazos. Fue conmigo con quien dio los primeros pasitos. Veo la cara de la madre, vigilándola, y hace casi sesenta años. ¿Vive todavía?
-No, murió cuando yo era niño.
-Ah, no parece correcto estar vivo para oír eso -suspiró el capitán Jim-. Pero me alegro de corazón de verlo. Por un momento, me ha devuelto mi juventud. Usted todavía no sabe qué gran bendición es eso. La señora Blythe tiene esa habilidad, y a menudo lo hace para mí. El capitán Jim se entusiasmó aún más al enterarse de que Owen Ford era lo que él llamaba «un escritor de verdad». Lo miraba como a un ser superior. El capitán Jim sabía que Ana escribía,
pero nunca había tomado este hecho con demasiada seriedad. El capitán Jim creía que las mujeres eran criaturas deliciosas, a quienes debía dárseles el voto y cualquier otra cosa que quisieran, benditas sean; pero él no las creía capaces de escribir.
-Miren Un amor loco -decía-. Lo escribió una mujer y mírenlo: ciento tres capítulos cuando pudo haber contado todo en diez. Una mujer que escribe nunca sabe cuándo detenerse, ése es el problema. Saber escribir es saber parar a tiempo.
-El señor Ford quiere oír algunas de sus historias, capitán Jim -dijo Ana-. Cuéntele aquella del capitán que se volvió loco y se creía el Holandés Errante. Era la mejor historia del capitán Jim. Era una mezcla de horror y humor y, aunque Ana la
había oído varias veces, se rió con tantas ganas y se estremeció con tanto miedo como el señor Ford.
Siguieron otras historias, pues el capitán Jim tenía un público completamente de su agrado. Les habló de cuando su barco había sido llevado por delante por un vapor, de cuando fue abordado por piratas malayos, de cuando se le incendió el barco, de cuando ayudó a un prisionero político a
escapar de una república sudamericana, de cuando un otoño naufragó en las Magdalenas y quedó
varado todo el invierno, de cuando se escapó un tigre a bordo de su barco, de cuando su tripulación se amotinó y lo abandonó en una isla desierta... éstas y muchas otras historias, trágicas, graciosas o grotescas, relató el capitán Jim. El misterio del mar, la fascinación de tierras lejanas, la tentación de la aventura, la risa del mundo: sus oyentes sintieron y experimentaron todo esto.
Owen Ford escuchaba, con la cabeza apoyada en una mano y Segundo Oficial ronroneándole sobre las rodillas, con los ojos brillantes clavados en el rostro arrugado y elocuente del capitán Jim.
-¿Por qué no le enseña al señor Ford su libro de la vida, capitán Jim? -preguntó Ana, cuando por fin el capitán Jim declaró que por el momento bastaba de narraciones.
-Ah, no creo que quiera ser importunado con eso -rezongó el capitán Jim, que en secreto se moría por mostrarlo.
-Me gustaría mucho verlo, capitán Boyd -dijo Owen-. Si es la mitad de maravilloso que sus cuentos, valdrá la pena verlo. Con falsa renuencia, el capitán Jim sacó su libro de la vida de su viejo baúl y se lo entregó a Owen.
-No creo que quiera perder el tiempo con esas cosas. Yo no tuve mucha educación - observó, como al pasar-. Escribí eso ahí para entretener a mi sobrino Joe. Se pasa el tiempo pidiendo cuentos. Vino ayer y me dijo, con tono de reproche, mientras yo desembarcaba diez
kilos de bacalao del bote: «Tío Jim, ¿el bacalao no es un animalito del Señor?» Yo había estado diciéndole que tenía que ser muy bueno con los animalitos del Señor, ¿sabe? y no hacerles daño. Salvé la situación diciéndole que el bacalao era un animalito pero no de los del Señor,
pero Joe no se conformó, y yo tampoco. Hay que tener mucho cuidado con lo que se les dice a las criaturas. Ellos nos leen la mente.
Sin dejar de hablar, el capitán Jim miraba por el rabillo del ojo a Owen Ford mientras examinaba el libro de la vida y, cuando vio que su visitante estaba absorto entre sus páginas, se
dirigió sonriente al armario y se dispuso a preparar té. Owen Ford dejó el libro de la vida con la misma desgana con que un avaro deja su oro, pero sólo el tiempo suficiente para tomar su té; luego volvió a él con voracidad.
-Ah, puede llevarse esa cosa a su casa, si quiere -dijo el capitán Jim, como si «esa cosa» no fuera su más preciada posesión-. Debo bajar y asegurar mi bote. Se levanta viento.
¿Han visto el cielo esta noche? «Cielos llenos de nubes y colas de caballos hacen a los barcos altos llevar velas pequeñas. »Owen Ford aceptó el ofrecimiento del libro de la vida con alegría. En el camino de regreso, Ana le contó la historia de la perdida Margaret.
-Ese viejo capitán es un hombre maravilloso -dijo él-. ¡Qué vida ha llevado! Ha tenido más aventuras en una semana que la mayoría de nosotros en toda nuestra vida. ¿Usted cree que todas las historias son verdaderas?
-Por supuesto que sí. Estoy segura de que el capitán Jim no podría mentir; además, la gente de por aquí dice que todo ocurrió como él lo cuenta. Había muchos de sus viejos camaradas de mar para corroborar sus historias. Él es uno de los últimos de los viejos capitanes de mar de la Isla Príncipe Eduardo. Es una raza casi extinta.

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora