36. Belleza por cenizas

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-¿Alguna noticia de Tejas Verdes, Ana?
-Nada especial -respondió Ana, doblando la carta de Marilla-. Jack Donnell ha arreglado las tejas del techo. Ahora es un carpintero con todas las de la ley, de modo que parece que se ha salido con la suya en lo que se refiere a elegir profesión. Si te acuerdas, la madre quería que fuera profesor. Nunca olvidaré el día en que vino a la escuela y me regañó por no llamarlo St. Clair.
-¿Alguien lo llama así ahora?
-Evidentemente, no. Al parecer ha logrado hacerlo olvidar. Hasta la madre sucumbió. Siempre pensé que un muchacho con el mentón y la boca de Jake se saldría con la suya al final. Diana me escribe que Dora tiene novio¡Imagínate! ¡Una criatura!
-Dora tiene diecisiete años -dijo Gilbert-. Charlie Sloane y yo estábamos locos por ti cuando tú tenías diecisiete, Ana.
-Verdaderamente, Gilbert, estamos envejeciendo -dijo Ana, con una sonrisa traviesa-, si niños que tenían seis años cuando nosotros nos creíamos adultos, ahora son lo suficientemente mayores como para tener novio. El de Dora es Ralph Andrews, el hermano de Jane. Lo recuerdo como un muchachito pequeño, redondo, gordito, con la cabeza blanca, que siempre era el último de la clase. Pero tengo entendido que ahora es un joven muy bien parecido.
- Probablemente Dora se case joven. Es del estilo de Charlotta IV: no dejará escapar la primera oportunidad que se le presente por temor a no tener otra.
-Bien, si se casa con Ralph, espero que él tenga más éxito que su hermano Billy - reflexionó Ana.
-Por ejemplo -dijo Gilbert, riendo-, esperemos que pueda declarársele por su propia cuenta. Ana, ¿te habrías casado con Billy, si él se te hubiera declarado personalmente, en lugar de pedirle a Jane que lo hiciera por él?
-Podría ser -dijo Ana, estallando en una carcajada al recordar
esa primera declaración-. La sorpresa de semejante acto podría haberme hipnotizado y haberme llevado a hacer una tontería. Demos gracias a que lo hiciera por encargo. -Ayer recibí carta de George Moore -dijo Leslie, desde el rincón donde estaba leyendo.
-Ah, ¿cómo está? -preguntó Ana, interesada y sin embargo con la sensación irreal de que preguntaba por alguien a quien no conocía.
-Está bien, pero se le hace muy difícil adaptarse a todos los cambios de su casa y a sus amigos de antes. En primavera volverá al mar. Lo tiene en la sangre, dice, y lo anhela. Pero me dijo algo que me alegró por él, pobrecito. Antes de irse en el Four Sisters estaba comprometido con una muchacha. No me habló de ella en Montreal porque dice que supuso que se habría olvidado de él y se habría casado con otro haría ya tiempo, y para él, por supuesto, el compromiso y el amor eran aún algo perteneciente al presente. Fue muy difícil para él, pero cuando llegó a su casa, se enteró de que ella no se había casado y que todavía lo quería. Se casan este otoño. Voy a pedirle que la traiga; dice que quiere venir a ver el lugar donde vivió tantos años sin saberlo.
-Qué linda historia -dijo Ana, cuyo amor por lo romántico era inmortal-. Y pensar - agregó, con un suspiro de reproche a sí misma- que si yo me hubiera salido con la mía, George Moore nunca se habría levantado de la tumba donde estaba enterrada su identidad. ¡Cómo luché contra la sugerencia de Gilbert! Bien, he sido castigada: ¡nunca jamás podré tener una opinión diferente de la de él! ¡Si lo intento, me aplastará arrojándome a la cara el caso de George Moore! -¡Como si eso fuera suficiente para aplastar a una mujer! -se burló Gilbert-. Pero no te conviertas en mi eco, Ana. Un poquito de oposición le pone sal a la vida. No quiero una esposa como la de John MacAllister. No importa lo qué diga él, ella en seguida dice, con esa vocecita opaca y sin vida: «¡Eso es muy cierto, John, por mi alma!». Ana y Leslie rieron. La risa de Ana era plata y la de Leslie, oro, y la combinación de ambas era tan agradable como un acorde perfecto en música.
Susan, que llegó al final de las risas, les hizo eco con un sonoro suspiro.
-¿Qué es, Susan? ¿Qué sucede? -preguntó Gilbert.
-No le pasa nada al pequeño Jem, ¿no, Susan? -exclamó Ana, alarmada.
-No, no, tranquilícese, querida señora. Aunque algo sí ha sucedido. Dios santo, esta semana todo me ha salido mal. Arruiné el pan, como usted bien sabe, y quemé la mejor
pechera del doctor y rompí la fuente grande. Y ahora, para colmo de males, me han mandado aviso de que mi hermana Matilda se ha roto una pierna y quiere que vaya a quedarme con ella un tiempo.
-Ay, cuánto lo lamento... Lamento que su hermana haya tenido un accidente, claro - exclamó Ana.
-Ah, el hombre ha nacido para sufrir, querida señora. Eso suena como si tuviera que estar escrito en la Biblia, pero me dijeron que lo escribió una persona llamada Burns. Y no hay
duda de que nacemos para tener problemas, es tan cierto como que las llamas flamean hacia arriba. En cuanto a Matilda, no sé qué pensar de ella. Ninguno de la familia se ha roto jamás
una pierna. Pero, haya hecho lo que haya hecho, es mi hermana, y siento que es mi deber ir a
cuidarla, si puede prescindir de mí unas semanas, querida señora.
-Por supuesto, Susan, por supuesto. Puedo conseguir a alguien para que me ayude mientras no esté.
-Si no puede, no iré, querida señora, a pesar de la pierna de Matilda. No quiero que usted se preocupe y que, como consecuencia, ese bendito niño sufra, por ninguna clase de piernas.
-Ah, pero tiene que ir a casa de su hermana en seguida, Susan. Puedo traer a una muchacha
de la caleta para que me ayude por el momento.
-Ana, ¿me dejarías venir y quedarme contigo mientras Susan no esté? -exclamó
Leslie-. ¡Por favor! Me encantaría y sería un acto de caridad de tu parte. Me siento muy sola en la granja. Hay tan poco que hacer, y de noche estoy peor que sola, estoy asustada y nerviosa a pesar de las puertas cerradas. Hace dos días anduvo rondando un vagabundo.
Ana accedió de buen grado y, al día siguiente, Leslie se instaló como una más de la casita de los sueños. La señorita Cornelia aprobó calurosamente el arreglo.
-Parece providencial -le dijo en confianza a Ana-. Lo siento por Matilda Clow, pero ya que tenía que romperse la pierna, no pudo haber elegido mejor momento. Leslie estará aquí cuando Owen Ford llegue a Cuatro Vientos, y esos viejos gatos de Glen no tendrán oportunidad
de maullar, lo que harían si ella estuviera viviendo sola y Owen fuera a verla. Ya hablan bastante porque no se puso luto. Yo le dije a uno de ellos: «Si me dijera que se tiene que poner luto por George Moore, a mí me parece más su resurrección que su funeral; pero si se refiere a Dick, le confieso que no me parece correcto ponerse luto por un hombre que murió hace trece años, ¡y
enhorabuena!». Y cuando la vieja Louisa Baldwin me hizo notar que a ella le parecía muy extraño
que Leslie nunca hubiera sospechado que no era su esposo, le dije: «Tú nunca sospechaste que no era Dick Moore, y fuiste su vecina de toda la vida, y, por naturaleza, eres diez veces más desconfiada que Leslie». Pero no se puede parar la lengua de la gente, Ana querida, y me alegro mucho de que Leslie esté bajo tu techo mientras Owen la corteja.
Owen Ford llegó a la casita un atardecer de agosto, cuando Leslie y Ana estaban absortas adorando al niño. Se detuvo ante la puerta abierta de la sala, sin que ninguna de las
dos lo viera, y se quedó mirando con ojos ansiosos el hermoso cuadro. Leslie estaba sentada en el suelo, con el niño en el regazo, acariciando sus gordas manilas, que la criatura agitaba en el aire.
-¡Ah, niñito precioso! -susurraba, tomándole una mano y cubriéndola de besos.
-¡Qué coshita tan preshiosha! -canturreaba Ana, doblada por encima del brazo de la silla, con expresión de adoración-. Las manilas más preshioshitas del mundo y los piesheshitos más preshioshitos del mundo, ¿no, mi niño? incorporándose, En los meses previos a la llegada del pequeño Jem, Ana había agotado diligentemente
varios sabios libros y había depositado su fe en uno en especial: Sir Oracle: sobre el cuidado y educación de los niños. Sir Oracle imploraba a los padres, por lo más sagrado que tuvieran en el mundo, que jamás hablaran en media lengua con sus hijos.
Invariablemente debe uno dirigirse a los niños en idioma correcto, desde el momento de su nacimiento. Así aprenderían a hablar su idioma incontaminado desde los primeros
balbuceos. Sir Oracle se preguntaba: «¿Cómo puede una madre esperar que su hijo aprenda a hablar correctamente, cuando continuamente acostumbra su impresionable materia gris con expresiones y distorsiones de nuestra noble lengua, tan absurdas como las que madres
imprudentes infligen a las indefensas criaturas entregadas a su cuidado? ¿Puede un niño al que se le llama constantemente "coshita preshiosha" alcanzar alguna vez un adecuado concepto de su propio ser, posibilidades y destino?»
Ana se sintió muy impresionada por esto, e informó a Gilbert que tenía intención de convertirlo en una regla inflexible y que jamás, bajo ninguna circunstancia, le hablaría en media lengua a sus hijos. Gilbert estuvo de acuerdo con ella, e hicieron un solemne pacto sobre el tema, pacto que Ana violó sin vergüenza alguna apenas tuvo al pequeño Jem en brazos por primera vez. «¡Qué coshita tan preshiosha!», había exclamado. Y había conti-
nuado hablándole así desde entonces. Cuando Gilbert se burlaba de ella, Ana se reía de Sir Oracle.
-Él nunca tuvo hijos, Gilbert, estoy segura; de lo contrario, jamás habría escrito tantas tonterías. Es imposible evitar hablar en media lengua a un niño. Es natural y está bien. Sería inhumano hablarle a esas criaturas diminutas, suavecitas, aterciopeladas, como les hablamos a los muchachos grandes. Las criaturas necesitan amor y mimos y toda la media lengua que se les pueda hacer escuchar, y el pequeño Jem va a tener todo eso, coshita de
mamá.
-Pero eres lo peor que he oído jamás, Ana -protestó Gilbert, quien, no siendo madre sino apenas padre, no estaba todavía por completo convencido de que Sir Oracle estuviera
equivocado-. Nunca oí nada igual al habla que utilizas con el niño.
-Probablemente, no. Vete, vete. ¿No crié yo a tres pares de mellizos Hammond antes de
cumplir once años? Sir Oracle y tú no sois más que teóricos sin sangre en las venas. Gilbert, ¡míralo! Me sonríe, sabe de lo que estamos hablando. Y el chiquitito dishe que la mamita teñe razón, ¿verdá?
Gilbert los rodeó con un brazo.
-¡Ay, las madres! -dijo-. ¡Las madres! Dios sabía lo que hacía cuando os hizo.
De modo que al pequeño Jem se le hablaba, se lo mimaba y se lo amaba, y progresó, como correspondía a un hijo de la casa de los sueños. Leslie estaba tan embobada con él como Ana. Cuando terminaban el trabajo y Gilbert no estaba cerca, se dedicaban a las desvergonzadas orgías de quererlo y al éxtasis de adorarlo, como en el momento en que Owen Ford las sorprendió.
Leslie fue la primera en darse cuenta de su presencia. Incluso en la media luz, Ana alcanzó
a ver la súbita palidez que cubrió su hermoso rostro y que borró el rojo de los labios y de las mejillas.
Owen se acercó, ansioso, ciego por un momento a la presencia de Ana.
-¡Leslie! -dijo, tendiendo una mano.
Era la primera vez que la llamaba por su nombre de pila, pero la mano que Leslie le tendió estaba fría, y ella estuvo toda la velada muy callada, mientras Ana, Gilbert y Owen reían y
charlaban. Antes de que terminara la visita, Leslie se disculpó y subió arriba. La alegría de Owen se desvaneció y se fue casi en seguida, muy desanimado.
Gilbert miró a Ana.
-Ana, ¿qué pasa? Aquí está pasando algo que yo no comprendo. Esta noche, la atmósfera ha estado cargada de electricidad. Leslie estuvo como la musa de la tragedia; Owen Ford bromea y ríe por fuera y mira a Leslie con los ojos del alma. Tú pareces todo el tiempo a punto de
explotar con entusiasmo contenido. Confiesa. ¿Qué secreto has estado ocultando a tu engañado
esposo?
-No seas tonto, Gilbert -fue la matrimonial respuesta de Ana-. En cuanto a Leslie, es
absurda y voy a decírselo. Ana encontró a Leslie junto a la ventana, en su dormitorio. La pequeña habitación estaba
llena del rítmico tronar del mar. Leslie estaba sentada con las manos entrelazadas, bajo la neblinosa luz de la luna: una hermosa y acusadora presencia.
-Ana -dijo en voz baja y llena de reproche-, ¿tú sabías que Owen Ford venía a CuatroVientos?
-Lo sabía -dijo Ana, sin rodeos.
-Ah, tendrías que habérmelo dicho, Ana -exclamó Leslie, apasionadamente-. De
haberlo sabido, me habría ido, no me habría quedado aquí para encontrarme con él. Tendrías que habérmelo dicho. No fue leal de tu parte, Ana, ¡ay, no fue leal! A Leslie le temblaban los labios y tenía el cuerpo tenso de emoción. Pero Ana rió sin piedad. Se inclinó y le dio un beso a Leslie en la cara vuelta y llena de reproches.
-Leslie, eres una idiota adorable. Owen Ford no vino corriendo desde el Pacífico hasta el
Atlántico siguiendo el ardiente deseo de verme a mí. No creo tampoco que lo inspirara una salvaje y frenética pasión por la señorita Cornelia. Aparta ese aire trágico, mi querida amiga, y guárdalo en lavanda. No volverás a necesitarlo. Hay algunas personas que ven a través de una piedra de afilar cuando ésta tiene un agujero, aun cuando tú no puedas. Yo no soy ninguna profetisa, pero aventuraré una predicción: las tristezas de la vida se han terminado para ti. Después de esto, vas a tener de la vida las alegrías y las esperanzas, y diría que también las penas, de una mujer feliz. El presagio de la sombra de Venus se ha hecho verdad para ti, Leslie. El año en que la viste le trajo a tu vida el mejor regalo: tu amor por Owen Ford. Ahora vete a la cama y que duermas bien. Leslie obedeció las órdenes en cuanto a irse a la cama, pero podría cuestionarse si durmió
mucho. No creo que haya osado soñar despierta; la vida había sido demasiado dura para la pobre Leslie, el sendero que había tenido que recorrer había sido tan estrecho, que no podía susurrarle ni a su propio corazón las esperanzas que podrían esperarle en el futuro. Pero se quedó mirando el gran faro giratorio que alumbraba las horas de la noche de verano y sus ojos se endulzaron y rejuvenecieron una vez más. Cuando, al día siguiente, Owen Ford fue a invitarla a ir con él hasta la costa, no le dijo que no.

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora