5. La llegada a casa

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El doctor David Blythe había enviado su coche de un caballo a buscarlos; el mocoso que lo había conducido se escabulló con una sonrisa picara y los dejó ir solos hacia su nueva casa a través de la tarde radiante. Ana jamás olvidaría la belleza de la vista que se presentó a sus ojos cuando cruzaron la colina, detrás del pueblo. Su nueva casa no se veía todavía, pero ante ella aparecía el Puerto de Cuatro Vientos como un resplandeciente espejo de rosa y plata. Abajo se veía la entrada del puerto, con la barrera de dunas a un lado y un escarpado, alto y sombrío acantilado de arenisca roja al otro. Más allá de las dunas, el mar, calmo y austero, soñaba en medio del crepúsculo. El pequeño pueblo de pescadores, acurrucado en la caleta donde las dunas se encontraban con la costa del puerto, parecía un gran ópalo en la bruma. El cielo encima de sus cabezas parecía una copa enjoyada de la que bajaba el ocaso; el aire era picante debido al olor del mar y todo el paisaje estaba imbuido de los matices de una noche en el mar. Algunas velas se movían a lo largo de las oscuras costas del puerto, llenas de abetos. Una campana repicaba desde la torre de una iglesita blanca; suave y dulcemente, el repique flotaba por encima del agua mezclado con el gemido del mar. Sobre el acantilado, el gran faro con luz giratoria irradiaba en el canal su destello cálido y dorado contra el claro cielo del norte, como una temblorosa y frágil estrella de la buena esperanza.
Allá a lo lejos, en el horizonte, se veía la encrespada cinta gris del humo de un vapor que pasaba.
-Qué hermoso, qué hermoso - murmuraba Ana-. Voy a amar Cuatro Vientos, Gilbert.
¿Dónde está nuestra casa? -No podemos verla todavía... el cinturón de abedules que corre desde esa pequeña caleta la oculta. Queda a unos tres kilómetros de Glen St. Mary; hay un kilómetro y medio entre la casa y el faro. No tendremos muchos vecinos, Ana. Hay sólo una casa cerca de nosotros. ¿Te sentirás sola cuando yo no esté?
-No con ese faro y toda esa belleza de compañía. ¿Quién vive en esa casa, Gilbert?
-No lo sé. No da la sensación de que sus habitantes sean almas gemelas, ¿no es cierto,
Ana?
La casa era una construcción grande, pintada de un verde tan chillón que el paisaje parecía descolorido en comparación. Tenía un huerto detrás y un césped bien cuidado delante, pero, de alguna manera, daba sensación de desnudez. Tal vez la limpieza fuera la causa; todo estaba impecable: la casa, los establos, el huerto, el jardín, el césped y el sendero.
-No me parece probable que nadie que tenga ese gusto en pintura pueda ser muy afín -admitió Ana-, a menos que haya sido un accidente, como nuestro salón azul. Estoy segura de que aquí no hay niños, al menos. Está más ordenado que la casa del viejo Copp, en la carretera Tory, y jamás creí que vería algo más ordenado que aquello. No se habían encontrado con nadie en la carretera húmeda y roja que serpeaba a lo largo
de la costa del puerto. Pero antes de llegar al cinturón de abedules que ocultaba su casa, Ana vio a una muchacha que llevaba una bandada de gansos, blancos como la nieve, por una colina de un verde aterciopelado que quedaba a su derecha. Grandes abetos crecían a lo largo de la colina. Entre los troncos, se atisbaban amarillos campos cosechados, destellos de dunas doradas y fragmentos de mar azul. La muchacha era alta y llevaba un vestido estampado celeste. Caminaba con agilidad y buen porte. Ella y sus gansos salieron del portón, al pie de la colina, en el momento en que pasaban Ana y Gilbert. Permaneció con la mano sobre la tranca del portón y los miró con fijeza, con una expresión que no acababa de llegar al interés pero tampoco descendía a la curiosidad. Por una fracción de segundo, a Ana le pareció que había incluso un velado toque de hostilidad en ella. Pero fue la belleza de la muchacha lo que hizo que Ana se sorprendiera; era tan guapa que habría llamado la atención en cualquier lado. No llevaba sombrero y tenía unas gruesas trenzas de brillantes cabellos del color del trigo maduro sujetas alrededor de la cabeza, como una corona; sus ojos azules parecían estrellas; el cuerpo, aun con su sencillo vestido estampado, era magnífico, y los labios tan rojos como el ramito de amapolas que llevaba en la cintura.
-Gilbert, ¿quién es esa muchacha? -preguntó Ana en voz baja.
-No he visto ninguna muchacha -dijo Gilbert, que solamente tenía ojos para su esposa.
-Estaba junto al portón... No, no mires atrás. Está mirándonos. Nunca he visto un rostro tan
hermoso.
-No recuerdo haber visto ninguna muchacha hermosa cuando estuve aquí. Hay algunas muchachas bastante guapas en Glen, pero no creo que se las pueda llamar hermosas.
-Ésta lo es. Si la hubieras visto la recordarías. Nadie podría olvidarla. Sólo he visto rostros así en cuadros. ¡Y sus cabellos! Me hizo pensar en el «cordón de oro» y la «magnífica víbora» de Browning.
-Probablemente esté de visita en Cuatro Vientos; tal vez se aloje en el gran hotel que hay en el puerto.
-Llevaba un delantal blanco y arreaba gansos.
-Puede hacerlo para divertirse. Mira, Ana, nuestra casa. Ana miró y por un momento olvidó a la muchacha de los ojos maravillosos llenos de
resentimiento. La primera visión de su nuevo hogar fue un deleite para los ojos y el espíritu: parecía una gran caracola color crema arrojada sobre la costa del puerto. La silueta de los altos álamos de Lombardía que bordeaban la entrada se destacaba contra el cielo. Detrás de la casa, protegiendo el jardín del aliento demasiado intenso de los vientos del mar, había un nebuloso bosque de abetos, en el cual los vientos harían toda clase de extraña y misteriosa música. Como todos los bos ques, parecía contener y ocultar secretos en sus rincones, secretos cuyo encanto sólo se adivina entrando y buscando con paciencia. Por fuera, brazos de un verde oscuro los mantienen ocultos a ojos curiosos o indiferentes. Los vientos de la noche comenzaban sus danzas salvajes más allá del banco de arena; la aldea de pescadores, al otro lado del puerto, estaba cubierta de luces cuando Ana y Gilbert tomaron por la senda bordeada de álamos. La puerta de la casita se abrió y el cálido resplandor del fuego que ardía en el hogar destelló en la oscuridad. Gilbert tomó a Ana del brazo y la condujo al jardín a través del portoncito, entre los abetos de puntas rojizas, por el sendero rojo y hasta el escalón de arenisca de la puerta.
-Bienvenida a casa -susurró y, de la mano, cruzaron el umbral de su casa de los
sueños.

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora