28. Temas varios

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-He estado leyendo las necrológicas -dijo la señorita Cornelia. Dejó el Daily Enterprise y El puerto yacía negro y lóbrego bajo el hosco cielo de noviembre; las hojas muertas y húmedas se pegaban, empapadas y sucias, a los alféizares de las ventanas, pero la casita estaba llena de alegría con el fuego del hogar, y primaveral con los heléchos y geranios de Ana. -Aquí es siempre verano, Ana -había dicho Leslie en cierta ocasión, y todos los visitantes de la casa de los sueños sentían lo mismo. -Parece que el Enterprise trae todas las necrologías últimamente -comentó la señorita
Cornelia-. Siempre trae un par de columnas y yo las leo centímetro a centímetro. Es una de mis recreaciones, en especial cuando traen algo de poesía original. Aquí tienes un ejemplo escogido:
Ella se ha ido con su Hacedor, ya no andará más por este lugar. Solía jugar y canturrear con alegría la canción de Hogar, Dulce Hogar. »¿Quién dice que no tenemos talento poético en la isla? ¿Te has dado cuenta de la cantidad de
gente buena que se muere, querida Ana? Es una lástima. Aquí hay diez notas necrológicas, y cada uno de los fallecidos fueron santos ejemplos, incluso los hombres. Aquí está el viejo Peter Stimson, que «ha dejado un amplio círculo de amigos para lamentar su prematura desaparición». Señor, ese hombre tenía ochenta años, y todos los que lo conocían hace más de treinta que deseaban que se muriera. Lee las notas necrológicas cuando estés triste, Ana querida, en especial las de la gente que conocías. Si tienes un mínimo sentido del humor, te levantarán el ánimo, créeme. Ojalá me encargaran a mí escribir las notas necrológicas de algunos. «Necrológica» es una palabra espantosa, ¿no? Este Peter del que te hablaba tenía cara necrológica. Apenas lo vi, pensé en la palabra necrológica de inmediato. Hay sólo una expresión más fea, que yo conozca, y es «extinta esposa». Cielo santo, Ana, soy una vieja solterona, pero ahí también radica mi consuelo: jamás seré la «extinta esposa» de ningún hombre.
-Sí, es una expresión espantosa -dijo Ana, riendo-. El cementerio de Avonlea estaba lleno de viejas lápidas «a la sagrada memoria de Fulana de Tal, extinta esposa del fallecido Mengano de Tal». Siempre me hacía pensar en algo gastado por el uso y apelillado. ¿Por qué hay tantas palabras desagradables relacionadas con la muerte? A mí me gustaría que se aboliera la costumbre de llamar a un cadáver «los restos». Yo me estremezco cuando oigo al hombre de la empresa de pompas fúnebres decir: «Los que deseen ver los restos pasen por aquí, por favor». Siempre me da la espantosa sensación de que estoy a punto de ver una escena de una fiesta caníbal.
-Bien, lo único a que aspiro -dijo la señorita Cornelia con calma- es que a mi muerte nadie me llame «la hermana que nos ha dejado». Tengo aversión a todo este asunto de hermanos y hermanas desde hace cinco años, cuando un evangelista itinerante estuvo dando algunas conferencias en Glen. A mí no me gustó nada desde el principio. Sentí en los huesos que había algo malo en aquel hombre. Y lo había. Atención, se decía presbiteriano, y lo pronunciaba «presbitariano», y en ningún momento dejó de ser metodista. Trataba a todo el mundo de hermano y hermana. Tenía un gran círculo de relaciones. Una noche me cogió la mano con fuerza y me imploró: «Mi querida hermana Bryant, ¿eres cristiana?» Yo lo miré de arriba abajo y luego le dije, con toda la calma del mundo: «El único hermano que tuve, señor Fiske, fue enterrado hace quince años, y desde entonces no he adoptado a ningún otro. En cuanto a ser cristiana, lo era, según creo, cuando usted gateaba en pañales». Eso lo apabulló, créeme.»Pero atención, querida Ana, yo no estoy en contra de todos los evangelistas. Hemos tenido algunos hombres muy buenos, muy serios, que hicieron mucho bien y ante quienes los viejos pecadores se retorcían. Pero el tal Fiske no era uno de ellos. Una noche me reí mucho, sola. Fiske había pedido a todos los cristianos que se pusieran de pie. ¡Yo no me moví, puedes creerme!
Pero casi todos los demás sí, y entonces él pidió que todos los que quisieran ser cristianos se pusieran de pie. Nadie se movió, y entonces Fiske comenzó a cantar un himno a voz en grito. Justo frente a mí, estaba sentado el pobre chiquito Ikey, de los Baker, en el banco de los
Mülison. Era un chico de diez años, empleado en la casa de los Mülison, donde lo mataban trabajando. La pobrecita criatura estaba siempre tan cansada, que se dormía apenas llegaba a la iglesia, o en cualquier otro lado donde pudiera quedarse sentado quieto algunos minutos. Había
dormido durante toda la ceremonia, y yo estaba contenta de ver que el pobre niño descansaba un
poco, créeme. Bien, cuando la voz de Fiske se remontó por los aires y el resto se le unió, el pobre Ikey despertó sobresaltado. Pensó que era un himno como cualquier otro y que todos
tenían que levantarse, de manera que se puso en pie rapidísimo sabiendo que, si no lo hacía, Maria Mülison lo castigaría por quedarse dormido en una ceremonia. Fiske lo vio y gritó: «¡Otra
alma que ha sido salvada! ¡Gloria Aleluya!» Y ahí estaba el pobre Ikey, asustadísimo, medio
dormido y bostezando, sin pensar en su alma en lo más mínimo. Pobre niño, no tenía tiempo para pensar en nada que no fuera su pobre cuerpecito cansado.
»Una noche vino Leslie y el tal Fiske se abalanzó sobre ella -¡ah, se preocupaba de
manera especial por las almas de las chicas guapas, créeme!- pero lastimó sus sentimientos, y
ella no volvió a ir. Entonces, todas las noches él rezaba, en público, para que el Señor ablandara el corazón de Leslie. Al final, fui a ver al señor Leavitt, nuestro ministro en aquel entonces, y le dije que si no le ponía límites al señor Fiske a la noche siguiente, yo me pondría de pie y le tiraría el libro de himnos cuando él mencionara a «esa joven hermosa pero impenitente». Y lo
hubiera hecho, puedes creerme. El señor Leavitt le puso límites, claro, pero Fiske continuó con
sus reuniones hasta que Charley Douglas puso fin a su carrera en Glen. La esposa de Charley
había pasado en California todo el invierno. Había estado muy melancólica en el otoño: una melancolía religiosa, herencia de familia. El padre se preocupó tanto pensando que había cometido el pecado imperdonable, que murió en un manicomio. Por eso, cuando Rose Douglas se puso igual, Charley la mandó a visitar a su hermana en Los Angeles. Se curó perfectamente y
volvió a casa cuando las reuniones de Fiske estaban en su mejor momento. Ella bajó del tren en Glen, sonriente y jovial, y lo primero que vio mirándola a la cara desde el tejado negro del depósito de carga fue la pregunta, escrita en grandes letras blancas de medio metro de alto:
«¿Hacia dónde diriges tus pasos? ¿Al cielo o al infierno?» Había sido una de las ideas de Fiske, y
había hecho que Henry Hammonds lo pintara. Rose lanzó un alarido y cuando la llevaron a su
casa, estaba peor que nunca. Charley Douglas fue a ver al señor Leavitt y le dijo que todos los
Douglas abandonarían la iglesia si Fiske se quedaba. El señor Leavitt tuvo que rendirse, porque los Douglas le pagaban la mitad del sueldo, de modo que Fiske se fue, y una vez más tuvimos que depender de nuestra Biblia para que nos instruyera sobre cómo llegar al cielo. Después de su marcha, el señor Leavitt averiguó que era un metodista enmascarado, y casi se puso enfermo,
créeme. El señor Leavitt tenía algunos fallos, pero era un buen y honesto presbiteriano.
-A propósito, recibí una carta del señor Ford ayer -dijo Ana-. Me pidió que le
transmitiera sus afectuosos saludos.
-No necesito sus saludos -dijo la señorita Cornelia, tajante.
-¿Por qué? -preguntó Ana, asombrada-. Pensé que le caía bien.
-Y sí, así era, en cierto sentido. Pero jamás le perdonaré lo que le ha hecho a Leslie. Ahí
está esa pobre criatura estrujándose el corazón por él, como si ya no tuviera suficientes
problemas, y él muy ufano por Toronto, divirtiéndose como si nada, seguramente. Típico de un
hombre.
-Ay, señorita Cornelia, ¿cómo lo averiguó?
-Cielo santo, querida Ana, tengo ojos en la cara, ¿no? Y conozco a Leslie desde que era niña. Ha habido un nuevo dolor en sus ojos todo el otoño, y yo sé que ese escritor ha tenido
algo que ver. Jamás me perdonaré por haber sido el medio para que él viniera aquí. Pero nunca esperé que fuera como era. Pensé que sería como los otros hombres a los que Leslie había tomado como pensionistas: asnos presumidos que jamás podrían interesarle. Uno intentó seducirla una vez, y ella lo puso en su sitio con tanta energía, que dudo que haya podido reaccionar desde entonces. Por eso jamás creí que pudiera haber ningún peligro.
-Que Leslie no sospeche que usted conoce su secreto -se apresuró a decir Ana-. Creo
que le dolería.
-Confía en mí, querida Ana. No nací ayer. ¡Ah, malditos sean todos los hombres! Para empezar, uno de ellos le arruinó la vida a Leslie, y ahora otro de la tribu viene a hacerla aún más desgraciada. Ana, este mundo es un lugar espantoso, créeme.
-«Hay algo en el mundo, errado, que algún día será corregido» -recitó Ana, soñadora.
-Si es cierto, será en un mundo donde no haya hombres -dijo la señorita Cornelia, sombría.
-¿Qué han estado haciendo los hombres ahora? -preguntó Gilbert, que entraba en ese momento.
-¡Daño, daño! ¿Qué otra cosa saben hacer?
-Fue Eva la que comió la manzana, señorita Cornelia.
-Fue una criatura del sexo masculino quien la tentó -replicó la señorita Cornelia con aire triunfal.
Pasada la angustia inicial, Leslie halló que era posible, después de todo, seguir con su vida, como hacemos casi todos nosotros, cualquiera que sea nuestra forma particular de tormento.
Hasta es posible que haya disfrutado algunos de los momentos de esa vida, cuando formaba
parte del alegre círculo de la casita de los sueños. Pero si Ana esperaba que olvidara a Owen Ford, la sacaba de su engaño la furtiva mirada de anhelo en los ojos de Leslie cada vez que se mencionaba el nombre de él. Compasiva de ese anhelo, Ana siempre se las arreglaba para
contarle al capitán Jim o a Gilbert noticias de las cartas de Owen cuando Leslie estaba con ellos.
El rubor y la palidez de la muchacha en aquellos momentos hablaba con sobrada elocuencia de
la emoción que llenaba su ser. Pero nunca le habló a Ana de él ni mencionó aquella noche en el
banco de arena.
Un día, su viejo perro murió y ella lloró mucho la pérdida.
-Ha sido mi amigo por tanto tiempo -le dijo a Ana, muy triste-. Era el viejo perro de Dick, ¿sabes? Hacía más o menos un año que Dick lo tenía cuando nos casamos. Lo dejó
conmigo cuando se fue en el Four Sisters. Cario se encariñó mucho conmigo y su amor me ayudó a pasar aquel terrible año, después de la muerte de mi madre, en que estuve tan sola.
Cuando me enteré de que Dick regresaba, tuve miedo de que Cario ya no fuera tan mío. Pero no parecía muy encariñado con Dick, aunque en un tiempo había sido su amo. Le ladraba y le gruñía, como si fuera un extraño. Yo me alegré. Me gustaba tener algo cuyo amor fuera todo mío. Ese viejo perro ha sido un consuelo muy grande para mí, Ana. Estuvo tan débil en el otoño que tuve miedo de que no viviera mucho, pero esperaba que aguantaría el invierno. Parecía estar
muy bien esta mañana. Estaba acostado sobre la alfombra, frente al fuego del hogar, y de pronto
se levantó y vino hasta mí, me puso la cabeza en el regazo y me miró con amor con esos ojos grandes, tan suaves, y entonces simplemente se estremeció y murió. Lo voy a extrañar tanto...
-Permíteme que te regale otro perro, Leslie -dijo Ana-. Voy a conseguir un precioso setter Cordón como regalo de Navidad para Gilbert. Déjame que te regale uno a ti también.
Leslie negó con la cabeza.
-No por ahora, gracias, Ana. No tengo ganas de tener otro perro todavía. Creo que no me queda afecto para otro perro. Tal vez, con el tiempo, te dejaré que me regales uno. De verdad
necesito un perro, para protección. Pero en Cario había algo casi humano, no sería decente llenar
su lugar con tanta prisa, pobrecito.
Ana fue a Avonlea una semana antes de Navidad y se quedó hasta después de las fiestas. Gilbert fue a buscarla y hubo una alegre fiesta de Año Nuevo en Tejas Verdes, en la cual
los Barry, los Blythe y los Wright se reunieron para dar cuenta de una cena que había costado
a la señora Rachel y a Marilla horas de esmerado planeamiento y preparación. Cuando
volvieron a Cuatro Vientos, la casita estaba casi oculta por la nieve, pues la tercera tormenta de un invierno que resultaría especialmente tormentoso había sacudido el puerto y apilado enormes montañas de nieve alrededor de todo lo que encontró a su paso. Pero el capitán Jim había dejado libres puertas y senderos, y la señorita Cornelia había ido a encender el fuego del hogar.
-¡Qué alegría que hayas vuelto, querida Ana! Pero, ¿has visto alguna vez tormentas de nieve
como ésta? Para ver la casa de los Moore tienes que subir al primer piso. Leslie se alegrará de tu vuelta. Está casi enterrada en vida ahí. Por suerte, Dick puede apalear nieve y se divierte mucho haciéndolo. Susan me mandó decir que te avisara que vendrá mañana. ¿Adonde va, capitán?
-Creo que me acercaré hasta Glen a charlar un rato con el viejo Martin Strong. No está lejos de su viaje final y se siente muy solo. No tiene muchos amigos, ha estado demasiado ocupado toda la vida para preocuparse por hacerlos. Pero sí ha hecho montones de dinero.
-Bien, habrá pensado que como no podía servir a Dios y a Mammón, se concentraría en
Mammón -dijo la señorita Cornelia, cortante-. Que no se queje entonces, si descubre ahora que Mammón no es muy buena compañía. El capitán Jim salió, pero en el patio recordó algo y volvió. -Recibí una carta del señor Ford, señora Blythe, y dice que el libro de la vida ha sido aceptado y será publicado en otoño. Me alegré mucho cuando me enteré. Pensar que por fin lo veré publicado...
-Ese hombre está medio loco con el asunto de su libro de la vida -dijo la señorita Cornelia, compasiva-. Personalmente, creo que ya hay demasiados libros en el mundo.

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora