39. El capitán Jim cruza el banco

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Un día de fines de septiembre, el libro de Owen Ford llegó por fin. El capitán Jim había ido todos los días sin faltar uno, durante un mes, a la oficina de correos de Glen, esperándolo. Este día no había ido y Leslie trajo su ejemplar, junto con el de ella y el de Ana.
—Se lo llevaremos esta tarde —dijo Ana, entusiasmada como una colegiala. La caminata hasta el faro en aquel atardecer claro y encantado, a lo largo del camino rojo del puerto, fue muy agradable. Luego el sol cayó por detrás de las colinas del poniente hacia algún valle que debía estar seguramente lleno de ocasos perdidos y, en aquel mismo instante, el gran faro destelló desde la blanca torre de la punta.
—El capitán Jim nunca se retrasa ni una fracción de segundo —dijo Leslie. Ni Ana ni Leslie olvidarían jamás la cara del capitán Jim cuando le dieron el libro, su libro, transfigurado y glorificado. Las mejillas, que últimamente se veían demacradas, se encendieron súbitamente con los colores de un muchacho; sus ojos resplandecieron con todo el fuego de la juventud, pero las manos temblaron al abrirlo. Se llamaba sencillamente: El libro de la vida del capitán Jim, y en la portada aparecían los
nombres de James Boyd y de Owen Ford, como colaboradores. En la contraportada había una foto del capitán Jim, de pie en la puerta del faro, mirando a través del golfo. Owen Ford se la había hecho por sorpresa un día, cuando aún estaba escribiendo el libro. El capitán Jim lo sabía, pero ignoraba que la fotografía aparecería en el libro.
—Imaginaos —dijo—, el viejo marino en un libro de verdad. No me he sentido tan orgulloso en toda mi vida. En cualquier momento estallo, muchachas. No voy a poder dormir esta noche. Leeré mi libro hasta el amanecer.
—Nos iremos y lo dejaremos tranquilo para que pueda empezarlo —dijo Ana. El capitán Jim había estado manipulando el libro en una especie de reverente éxtasis. Ahora
lo cerró con gesto decidido y lo apartó.
—No, no, no os iréis antes de tomar una taza de té con el viejo —protestó—. No lo permitiré. ¿Tú, Segundo Oficial? El libro de la vida esperará, creo. Lo he esperado muchos años. Puedo esperar un poquito más, mientras disfruto de la compañía de mis amigas. El capitán Jim puso el cazo al fuego y fue a buscar el pan y la manteca. A pesar de su
entusiasmo, no se movía con la agilidad de antes. Sus movimientos eran lentos y vacilantes. Pero las muchachas no se ofrecieron a ayudarle. Sabían que lastimarían sus sentimientos.
—Habéis elegido la mejor noche para visitarme —dijo, mientras sacaba una torta del armario—. La madre del pequeño Joe me ha mandado una cesta llena de tortas y pasteles hoy. Dios bendiga a todas las buenas cocineras, lo digo siempre. Mirad esta preciosa torta, con ese baño y esas nueces. No siempre puedo recibir con tanto estilo. ¡Sentaos, muchachas, sentaos! «Bebamos una taza de felicidad por los buenos viejos tiempos.»
Las muchachas se sentaron entre risas. El té estuvo a la altura de los mejores del capitán
Jim. La torta de la madre del pequeño Joe era la última palabra en tortas; el capitán Jim fue el príncipe de los anfitriones encantadores, que no permitió que se le fueran los ojos al rincón donde esperaba el libro de la vida, con todo su boato de verdes y dorados. Pero cuando por fin la puerta se cerró tras Ana y Leslie, ellas supieron que fue directo a él, y mientras caminaban hacia la casa, se imaginaban el placer del anciano al pasar las páginas impresas donde su propia vida estaba retratada con todo el encanto y el color de la realidad misma.
—Me pregunto si le gustará el final, el final que yo sugerí —dijo Leslie. Nunca lo sabría. A la mañana siguiente, Ana despertó y vio a Gilbert inclinado sobre ella, completamente vestido y con una expresión de preocupación en el rostro.
—¿Te han mandado a buscar? —preguntó, semidormida.
—No. Ana, tengo miedo de que haya pasado algo en la punta. Ya hace una hora que ha amanecido y el faro sigue encendido. Tú sabes que siempre ha sido motivo de orgullo para el capitán encenderlo apenas se pone el sol y apagarlo apenas sale. Ana se incorporó, asustada. Por la ventana, vio la luz que parpadeaba, pálida, contra los cielos azules del alba.
—Tal vez se quedó dormido con el libro de la vida —dijo, preocupada—, o está tan
absorto en él que olvidó el faro. Gilbert negó con la cabeza.
—No sería típico del capitán Jim. De todos modos, voy a ir a ver.
—Espera un minuto y voy contigo— exclamó Ana—. Ah, sí, tengo que ir. El pequeño Jem dormirá una hora más todavía; llamaré a Susan. Puedes necesitar la ayuda de una mujer si el capitán Jim está enfermo. Era una mañana encantadora, llena de tintes y sonidos maduros y delicados a la vez. El puerto centelleaba y tenía hoyuelos como una niña; las blancas grullas sobrevolaban las dunas; más allá del banco de arena, el mar se veía resplandeciente y maravilloso. Los largos campos, junto a la costa, estaban cubiertos de rocío y frescos con esa primera, delicada y pura luz. El viento llegaba bailando y silbando por el canal para cubrir el hermoso silencio con una música aún más hermosa. De no haber sido por la estrella sobre la torre blanca, aquella temprana caminata habría sido un placer para Ana y Gilbert. Pero la hicieron suave y temerosamente. Cuando llamaron, nadie les respondió. Gilbert abrió la puerta y entraron. La vieja habitación estaba silenciosa. Sobre la mesa estaban los restos del pequeño festín del día anterior. La lámpara seguía ardiendo en el rincón. Segundo Oficial estaba dormido bajo un rayo de sol, sobre el sofá. El capitán Jim yacía en el sofá, con las manos entrelazadas sobre el libro de la vida, abierto en la última página y apoyado sobre su pecho. Tenía los ojos cerrados y en el rostro una mirada de una paz y una felicidad tan perfectas... la mirada de quien ha buscado y por fin ha encontrado lo que buscaba.
—¿Está dormido? —susurró Ana, con voz trémula. Gilbert fue hasta el sofá y se inclinó un momento sobre él. Luego se incorporó.
—Sí, duerme... —dijo en voz baja—. Ana, el capitán Jim ha cruzado el banco de arena. No pudieron saber con exactitud a qué hora había muerto, pero Ana siempre creyó que
se había hecho realidad su deseo y que había muerto cuando la mañana llegaba a través del golfo. Su espíritu partió con la brillante marea, por el mar del amanecer, ese mar de perlas y plata, hacia el puerto donde esperaba, más allá de las tormentas y las calmas, la perdida Margaret.

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora