16. Nochevieja en el faro

1.7K 127 1
                                    

La gente de Tejas Verdes se fue a su casa después de la Navidad, Manila con la solemne promesa de regresar a pasar un mes en la primavera. Cayó más nieve antes de Año Nuevo y el puerto se congeló, pero el golfo seguía libre, más allá de los campos blancos, prisioneros. El último día del viejo año fue uno de esos días de invierno soleados, fríos y claros que nos bombardean con su luminosidad y nos despiertan admiración aunque no nuestro amor. El cielo estaba límpido y azul; los diamantes de la nieve fulguraban; los árboles desnudos se veían despojados, impúdicos, con una especie de osada belleza; las colinas lanzaban agresivas lanzas de cristal. Hasta las sombras eran agudas, rígidas y nítidas, como no deben ser las sombras. Todo lo que era bonito parecía diez veces más bonito y más atractivo en el destellante esplendor y todo lo que era feo parecía diez veces más feo. No había suaves fusiones, ni gentiles oscuridades ni nieblas fantasmales en aquel osado resplandor. Las únicas cosas que mantenían su individualidad eran los abetos, porque el abeto es un árbol de misterio y sombras, y jamás se rinde a los avances de un crudo resplandor. Pero por fin el día comenzó a darse cuenta de que estaba envejeciendo. Entonces, una cierta melancolía cayó sobre su belleza, apagándola y aumentándola al mismo tiempo: los ángulos agudos y los puntos brillantes se diluyeron en curvas y reflejos. El puerto blanco se vistió de suaves grises y rosados; las colmas lejanas se volvieron color amatista.
-El año viejo se está yendo de una manera hermosa -dijo Ana. Leslie, Gilbert y ella se encaminaban a la Punta de Cuatro Vientos, pues habían planeado
esperar el Año Nuevo en el faro con el capitán Jim. El sol se había puesto y en el cielo sudoccidental pendía Venus, gloriosa y dorada, tras acercarse a su hermana la Tierra lo máximo posible. Por primera vez, Ana y Gilbert vieron la sombra que arroja la brillante estrella del crepúsculo, esa sombra suave y misteriosa que se ve sólo cuando está la blanca nieve para revelarla, e incluso así es una visión escurridiza, que desaparece cuando se la mira directamente.
-Es como el espíritu de una sombra, ¿no? -susurró Ana-. Se la ve claramente si miras hacia adelante, pero cuando te vuelves y la vuelves a mirar, desaparece.
-Yo he oído decir que la sombra de Venus sólo se ve una vez en la vida, y que dentro del año después de haberla visto, se recibe el regalo más preciado en la vida -dijo Leslie. Pero habló con dureza; tal vez pensaba que ni siquiera la sombra de Venus podría traerle a ella un regalo. Ana sonrió en las sombras del crepúsculo; estaba segura de qué le prometía esa sombra mística.
Se encontraron con Marshall Elliott en el faro. Al principio, Ana se sintió casi molesta por
la intrusión de aquel excéntrico de pelo largo y barba crecida en el pequeño círculo familiar. Pero pronto Marshall Elliott mostró su legítimo derecho de pertenencia a la raza de José. Era un hombre ingenioso, inteligente, instruido, que rivalizaba con el capitán Jim en el arte de contar buenas historias. Todos se alegraron cuando accedió a quedarse con ellos a despedir el año. El sobrinito del capitán Jim, Joe, había ido a pasar el Año Nuevo con su tío abuelo, y se
había quedado dormido en el sofá con Segundo Oficial hecho un enorme ovillo dorado a sus pies.
-¿No es un hombrecito precioso? -dijo el capitán Jim, arrobado-. Me gusta mucho mirar dormir a los niños, señora Blythe. Creo que es lo más bonito del mundo. A Joe le encanta quedarse a dormir aquí porque duerme conmigo. En su casa tiene que dormir con los otros dos muchachos, y no le gusta. «¿Por qué no puedo dormir con papá, tío Jim?», me pregunta.
«En la Biblia todos duermen con los padres.» Las preguntas que hace, ni el mismo ministro podría contestarlas. Me deja sin palabras.
«Tío Jim, si yo no fuera yo, ¿quién sería?», o «Tío Jim, ¿qué pasaría si Dios se muriera?» Esta noche me disparó dos preguntas de esas antes de irse a dormir. Tiene una gran imaginación. Inventa unas historias notables y después su madre lo encierra en un armario por inventar historias. Y él se sienta en el suelo del armario e inventa otra y la tiene lista para contársela a su madre cuando lo deja salir. Me tenía un preparada cuando llegó esta noche. «Tío Jim», me dice, solemne como una tumba, «tuve una
aventura en Glen hoy.» «¿Ah, sí? ¿Qué pasó?», le pregunté, esperando algo asombroso pero no
tanto como lo que me contó.
«Me encontré un lobo en la calle», me dice. «Un lobo enorme con una boca grande y roja y unos dientes espantosos, largos, tío Jim.» Yo le digo que no sabía que hubiera lobos en Glen. «Ah, es que vino desde muy muy lejos», me dice Joe, «y yo creí que
me iba a comer, tío Jim.» Le pregunté: «¿Y tuviste miedo?» «No, porque yo tenía una escopeta
muy grande», dice Joe, «y le disparé y lo maté, tío Jim, y entonces se fue al cielo y mordió a Dios», me dice. Caramba, me dejó perplejo, señora Blythe.
Las horas rebosaban de júbilo junto al fuego de madera recogida en la playa. El capitán Jim
contó historias y Marshall Elliott entonó viejas baladas escocesas con una bella voz de tenor;
luego el capitán Jim sacó su viejo violín marrón y se puso a tocar. Tenía cierta habilidad como
violinista, que todos reconocieron, salvo Segundo Oficial, que se bajó de un salto del sofá,
como si le hubieran pegado un tiro, emitió un bufido de protesta y se fue corriendo escaleras arriba.
-No hay manera de educar musicalmente a ese gato -dijo el capitán Jim-. No se queda ni el tiempo suficiente para aprender a escuchar. Cuando llevamos el órgano a la iglesia de
Glen, el viejo Eider Richards se levantó del asiento de un salto apenas el organista empezó a
tocar, se escurrió a toda prisa por el pasillo central y salió de la iglesia a toda velocidad. Me hizo recordar tan vividamente a Segundo Oficial que estuve a punto de estallar en carcajadas en la iglesia.
Había algo tan contagioso en las joviales melodías que tocaba el capitán Jim, que pronto Marshall Elliott empezó a mover los pies. De joven, había sido un reconocido bailarín.
Finalmente se levantó y tendió las manos a Leslie. Ella respondió al instante. Giraron y giraron
alrededor de la sala iluminada por el fuego, con un ritmo tan grácil que era maravilloso verlos.
Leslie bailaba arrobada; el libre y dulce abandono de la música parecía haberse apoderado de ella. Ana la miraba fascinada. Nunca la había visto así. Toda la innata riqueza, color y encanto de su naturaleza pareció haberse liberado y haber florecido en las mejillas sonrosadas, en los ojos brillantes y en la gracia del movimiento. Ni siquiera el aspecto de Marshall Elliott, con los
largos cabellos y la barba enorme, podía estropear la imagen. Por el contrario, parecíam subrayarla. Marshall Elliott parecía un vikingo de tiempos pasados, bailando con una de las hijas de las tierras nórdicas, de ojos azules y cabellos dorados.
-Es el baile más bonito que he visto, y he visto muchos -declaró el capitán Jim cuando por
fin dejó caer, cansado, la mano del arco.
Leslie se derrumbó sobre su silla, riendo, sin aliento.
-Me encanta bailar -le dijo a Ana-. No bailo desde que tenía dieciséis años, pero me encanta. Parece que la música me corre por las venas como si fuera mercurio, y me olvido de todo, de todo, excepto del placer de seguir el ritmo. No hay suelo bajo mis pies ni techo por
encima de mi cabeza: floto entre las estrellas.
El capitán Jim colgó el violín en su lugar, junto a un gran cuadro que exhibía varios billetes de Banco.
-¿Hay alguien entre sus conocidos que pueda darse el lujo de adornar las paredes con billetes de Banco, en lugar de cuadros? -preguntó-. Ahí hay veinte billetes de diez dólares que no valen ni el vidrio que los cubre. Son viejos billetes del banco de la Isla Príncipe Eduardo. Los tenía cuando quebró el banco y los hice enmarcar, en parte para que me recordaran que no
confiara en los bancos y en parte para experimentar una sensación verdaderamente lujosa, de
millonario. Hola, Oficial, no te asustes. Ya puedes volver. La música y la juerga han terminado por
esta noche. Le queda una hora al año viejo para quedarse con nosotros. He visto setenta y seis
Años Nuevos llegar por ese golfo, señora Blythe.
-Y verás cien -dijo Marshall Elliott. El capitán Jim negó con la cabeza.
-No; ni quiero; al menos eso creo. La muerte se hace más amistosa a medida que uno envejece. No es que nadie quiera morirse, Marshall. Tennyson decía la verdad cuando lo dijo.
La vieja señora Wallace, de Glen, por ejemplo. Ha tenido muchísimos problemas toda su vida,
pobrecita, y ha perdido a casi todos a los que quería. Siempre dice que se alegrará cuando le
llegue la hora, que no quiere seguir viviendo en este valle de lágrimas, pero cuando se pone enferma,
¡monta un escándalo! Médicos de la ciudad, enfermera diplomada y remedios suficientes para matar un perro. Tal vez la vida sea un valle de lágrimas, pero yo creo que alguna gente disfruta mucho llorando. Pasaron la última hora del año viejo en silencio, alrededor del fuego. Pocos minutos antes de las doce, el capitán Jim se puso de pie y abrió la puerta.
-Dejemos que entre el Año Nuevo -dijo.
La noche era hermosa y azul. Una cinta luminosa de luz de luna recortaba el golfo. El puerto
brillaba como un campo de perlas. Permanecieron ante la puerta, esperando; el capitán Jim con su profunda, madura experiencia; Marshall Elliott con su mediana edad vigorosa pero vacía; Gilbert y Ana con sus queridos recuerdos y sus deliciosas esperanzas; Leslie con su pasado de años de carencias y su futuro sin esperanzas. El reloj de la repisa del hogar dio las doce.
-Bienvenido, Año Nuevo -dijo el capitán Jim, haciendo una profunda reverencia mientras
se desvanecía la última campanada-. Les deseo el mejor año de sus vidas, compañeros. Creo que, sea lo que fuere lo que nos traiga el Año Nuevo, será lo mejor que el Gran Capitán tenga para nosotros y, de una manera u otra, llegaremos a puerto seguro.

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora