19. Amanecer y atardecer

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A principios de junio, cuando las rosas silvestres habían invadido las dunas y Glen estaba cubierta por azahares, Marilla llegó a la casita, acompañada de un arcón de crin negra que había reposado en la buhardilla de Tejas Verdes durante medio siglo. Susan Baker que, tras unas pocas semanas en la casita, había llegado a adorar con ciego fervor a «la joven esposa del doctor», como llamaba a Ana, miró a Marilla con celosa desconfianza. Pero como Marilla no intentó inmiscuirse en las cuestiones de la cocina y no mostró deseo alguno de interrumpir el servicio que prestaba Susan a la joven esposa del doctor, la buena mujer se reconcilió con su presencia y contó a sus amigos de Glen que la señorita Cuthbert era una encantadora anciana que sabía cuál era su lugar.
Un atardecer, cuando el límpido cuenco azul del cielo estaba coloreado de un rojo vivo y los
petirrojos hacían estremecer el crepúsculo dorado con jubilosos himnos a las estrellas de la tarde, hubo una súbita conmoción en la casita de los sueños. Se enviaron mensajes telefónicos a Glen; el doctor Dave y una enfermera de gorro blanco vinieron deprisa; Marilla se puso a pasear por los senderos del jardín entre las conchas, murmurando plegarias y Susan se sentó en la cocina con algodón en los oídos y la cara tapada con el delantal. Leslie, al mirar desde la casa del arroyo, vio que estaban iluminadas todas las ventanas de la
casita y no durmió esa noche. La noche de junio fue breve, pero pareció una eternidad para aquellos que esperaban y observaban.
-Ah, ¿no va a terminar nunca? -exclamó Marilla; cuando vio lo serios que estaban el doctor Dave y la enfermera no se animó a hacer más preguntas. Y si Ana... pero Marilla no podía hacer suposiciones.
-No me digan -dijo Susan con fiereza, respondiendo a la angustia en los ojos de Marilla- que Dios podría ser tan cruel como para llevarse a ese corderito encantador cuando todos la queremos tanto.
-Se ha llevado a otros igualmente queridos -dijo Marilla con voz ronca. Pero al alba, cuando el sol saliente rasgó la niebla que pendía sobre el banco de arena y la convirtió en arco iris, la alegría llegó a la casita. Ana estaba a salvo y una diminuta y blanca damita, que tenía los inmensos ojos de la madre, estaba acostada a su lado. Gilbert, con la cara gris y demacrado por la noche de agonía, se acercó a decírselo a Marilla y a Susan.
-Gracias a Dios -dijo Marilla, estremeciéndose. Susan se levantó y se sacó el algodón de los oídos.
-Ahora, a desayunar -dijo, con energía-. Soy de la opinión de que a todos nos vendrá bien comer algo. Dígale a la joven señora que no se preocupe por nada, que Susan está al timón. Dígale que piense solamente en su niña. Gilbert sonrió con tristeza y se fue. Ana, con el rostro pálido tras el bautismo de dolor y los ojos encendidos con la sagrada pasión de la maternidad, no necesitaba que le dijeran que pensara en su niña. No pensaba en otra cosa. Durante unas pocas horas, experimentó una felicidad tan exquisita que se preguntó si los ángeles del cielo no la envidiarían.
-Pequeña Joyce -murmuró cuando Marilla entró a ver a la niña-. Planeamos llamarla así, si era nena. Había tantos seres queridos cuyo nombre queríamos ponerle, que no podíamos elegir, por eso nos decidimos por Joyce, así podemos llamarla Joy. Joy es muy apropiado. Ah, Marilla, yo creía que era feliz. Ahora sé que sólo soñaba con la felicidad. Ésta es la realidad.
-No debes hablar, Ana, espera a estar más fuerte -la amonestó Marilla.
-Ya sabes lo difícil que es para mí no hablar -dijo Ana, sonriendo. Al principio estaba demasiado débil y demasiado contenta como para darse cuenta de que
Gilbert y la enfermera estaban muy serios y Marilla acongojada. Luego, tan sutil, fría y despiadadamente como una alimaña que repta hacia la tierra, el miedo se le metió en el corazón. ¿Porqué Gilbert no estaba más contento? ¿Por qué no hablaba de la niña? ¿Por qué no la dejaban
con ella después de la primera hora de felicidad celestial? ¿Pasaba... pasaba algo malo?
-Gilbert -susurró Ana, implorante-, la niña... está bien, ¿verdad? Dímelo, dímelo.
Gilbert tardó mucho rato en volverse; luego se inclinó sobre Ana y la miró a los ojos. Marilla, que escuchaba, temerosa, al otro lado de la puerta, oyó un gemido lastimero y corrió hacia la cocina, donde estaba Susan, llorando.
-Ay, pobre corderito, ¡pobre corderito! ¿Cómo podrá soportarlo, señorita Cuthbert? Tengo miedo de que algo así la mate. Ha estado tan feliz, esperando a esa niña y haciendo planes para ella. ¿No se puede hacer nada, señorita Cuthbert?
-Me temo que no, Susan. Gilbert dice que no hay esperanza. Supo desde el principio que la pequeña no viviría.
-Y es una criatura tan encantadora -sollozó Susan-. Nunca vi una niña tan blanca; casi todos los niños nacen rojos o amarillos. Y abrió los ojazos como si tuviera meses. ¡Pobrecita!
¡Pobrecita! ¡Ay, pobre señora!
Al atardecer la pequeña alma que había llegado con el alba partió, y dejó tras de sí sólo dolor. La señorita Cornelia tomó a la pequeña damita blanca de las gentiles pero extrañas
manos de la enfermera y vistió a la diminuta forma color cera con el hermoso vestido que le había hecho Leslie. Leslie le había pedido que lo hiciera. Luego la llevó y la acostó junto a la pobre madre dolorida y deshecha en lágrimas.
-El Señor nos da y el Señor nos quita, querida mía -dijo a través de sus propias
lágrimas-. Bendito sea el nombre del Señor. Luego se fue y Ana y Gilbert se quedaron solos con
su hijita muerta.
Al día siguiente, colocaron a la pequeña y blanca Joy en un ataúd forrado de terciopelo que Leslie había adornado con azahares y la llevaron al cementerio de la iglesia, al otro lado del
puerto. La señorita Cornelia y Marilla guardaron toda la ropita hecha con tanto amor junto con el moisés con volantes al que le habían puesto puntillas y lazos para esos bracitos con hoyuelos y
esa cabecita aterciopelada. La pequeña Joy jamás dormiría allí; había encontrado un lecho más
frío y estrecho.
-Esto ha sido una gran desilusión para mí -suspiró la señorita Cornelia-. Esperaba tanto a
esta criatura, y además quería que fuera una niña.
-Yo sólo doy gracias porque Ana se haya salvado -dijo Marilla, con un estremecimiento,
al recordar aquellas horas negras durante las cuales la muchacha que ella amaba atravesaba el
valle de las sombras.
-¡Pobre corderito! Tiene el corazón destrozado -dijo Susan.
-Yo envidio a Ana -dijo Leslie súbita y apasionadamente-, y ¡la envidiaría aunque se
hubiera muerto! Fue madre por un hermosísimo día. ¡Yo daría la vida con gusto por eso!
-No hables así, Leslie querida -dijo la señorita Cornelia, con gesto de desaprobación.
Temía que la digna señorita Cuthbert pensara que Leslie era mala.
La convalecencia de Ana fue larga y amarga por varias razones. El esplendor y el sol que
brillaba en el mundo de Cuatro Vientos la irritaban profundamente; cuando la lluvia caía con fuerza, se la imaginaba golpeando sin piedad la pequeña tumba y cuando el viento soplaba en los tejados, le parecía percibir tristes voces que no había oído antes.
Las amables visitas que recibió también la lastimaban, con las bienintencionadas frases
hechas con las que se esforzaban por cubrir la desnudez del dolor. Una carta de Phil Blake se
sumó como una nueva herida. Phil se había enterado del nacimiento de la niña, pero no de su
muerte, y le escribió a Ana una carta de felicitación llena de un dulce júbilo, que a ella le dolió muchísimo. -Me habría reído tanto con esta carta, si tuviera a mi niña -le dijo llorando a
Marilla-. Pero como no la tengo, me parece una feroz maldad, aunque sé que Phil no me haría daño por nada del mundo. Ay, Marilla, no sé si alguna vez podré volver a ser feliz; todo me
dolerá durante el resto de mi vida.
-El tiempo todo lo cura -dijo Marilla, que rebosaba de comprensión pero nunca había aprendido a expresar sus sentimientos de otra manera que no fuera con frases hechas.
-Es injusto -decía Ana, con rebeldía-.Hay niños que nacen y viven en hogares donde no
son deseados, donde no se los cuidará y no tendrán oportunidades. Yo habría querido a mi pequeña, la habría cuidado con cariño y habría tratado de darle todas las oportunidades para que fuera feliz. Pero no se me ha permitido tenerla.
-Fue la voluntad de Dios, Ana -dijo Marilla, impotente ante el enigma del universo, ante el porqué del dolor no merecido-. Y la pequeña Joy está mejor donde está.
-No voy a creer eso -exclamó Ana, con amargura. Luego, al ver que Marilla estaba
conmocionada, agregó, apasionadamente-: ¿Por qué tuvo que nacer, entonces? ¿Por qué nace la gente, si estamos mejor muertos? Yo no puedo creer que es mejor para una criatura morir al nacer que vivir una vida plena, amar y ser amada, ser feliz y ser desdichada, hacer lo que deba hacer y desarrollar una manera de ser que le dé una personalidad en la eternidad. Además, ¿cómo sabes que fue la voluntad de Dios? Tal vez fue el Poder del Mal el que torció Sus propósitos. Que nadie espere que nos resignemos a eso.
-Ay, Ana, no hables así -dijo Marilla, genuinamente alarmada por temor a que Ana estuviera metiéndose en aguas profundas y peligrosas-. No podemos comprender, pero debemos tener fe, debemos creer que todo es para nuestro bien. Sé que te resulta difícil aceptarlo ahora. Pero trata de ser valiente, aunque sólo sea por Gilbert. Está muy preocupado por ti. No te estás recuperando como deberías.
-Ah, sé que he sido muy egoísta -suspiró Ana-. Amo a Gilbert más que nunca, y por él quiero vivir. Pero me parece como si una parte de mí estuviera enterrada allí, en aquella pequeña tumba, y me duele tanto que le tengo miedo a la vida.
-No te dolerá siempre así, Ana.
-Pensar que puede dejar de dolerme a veces me duele más que todo lo otro, Marilla.
-Sí, lo sé, yo también he sentido lo mismo en alguna ocasión. Pero todos te queremos, Ana. El capitán Jim ha venido todos los días a preguntar por ti, la señora Moore ronda como un alma en pena por aquí y la señorita Bryant pasa casi todo el día cocinándote cosas ricas. A Susan no le gusta mucho. Dice que ella cocina tan bien como la señorita Bryant.
-¡Querida Susan! Ah, todos han sido tan buenos y pacientes conmigo, Marilla. No soy desagradecida y, tal vez, cuando este horrible dolor se aplaque un poco, tal vez descubra que puedo seguir viviendo.

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora