29. Gilbert y Ana discuten

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Gilbert apartó el voluminoso libro de medicina que había estado consultando hasta que la
creciente oscuridad del atardecer de marzo lo hizo desistir. Se reclinó en su silla y miró con aire meditativo por la ventana. Comenzaba la primavera: probablemente la peor época del año. Ni siquiera la puesta del sol podía redimir el paisaje muerto y el hielo negruzco del puerto sobre el que se posaron sus ojos. No había señal visible de vida, a excepción de un gran cuervo negro que volaba solitario por encima de un campo plomizo. ¿Sería un cuervo padre, con una negra pero hermosa esposa cuerva esperándolo en los bosques más allá de Glen? ¿O sería un brillante joven cuervo soñando con seducir a una cuerva? ¿O sería un cínico cuervo solterón, convencido de que el que viaja solo viaja más rápido? Fuera lo que fuere, pronto desapareció con su lobreguez y Gilbert se volvió a una escena más grata dentro de la casa. La luz del fuego relucía sobre los lomos blancos y verdes de Gog y Magog, sobre la suave cabeza marrón del setter que se calentaba al fuego perezosamente tendido en la alfombra, sobre los cuadros colgados de las paredes, sobre los narcisos de la maceta de la ventana, sobre Ana misma, sentada junto a su mesita, con la costura a su lado y las manos entrelazadas alrededor de una rodilla mientras dibujaba escenas en el fuego: castillos en España cuyas altas torres atravesaban nubes iluminadas por la luna y las franjas de color del ocaso, barcos que zarpaban del Cabo de Buena Esperanza hacia el Puerto de Cuatro Vientos con preciosa carga. Pues Ana era otra vez una soñadora, aunque el miedo iba con ella noche y día para ensombrecer y oscurecer sus visiones. Gilbert estaba acostumbrado a hablar de sí mismo como «un casado viejo». Pero seguía mirando a Ana con los ojos incrédulos de un novio. No acababa de creer que ella fuera realmente suya. Podría ser sólo un sueño, después de todo, parte integral de esta mágica casa de los sueños. Su alma seguía andando de puntillas ante ella, temiendo que el encantamiento se quebrara y el sueño se desvaneciera. —Ana —dijo, en voz baja—, escúchame un momento. Hay algo de lo que quiero hablar contigo. Ana lo miró a través de la penumbra iluminada por el fuego.
—¿Qué? —preguntó, divertida—. Estás muy solemne, Gilbert. Te aseguro que hoy no he hecho nada malo. Pregúntale a Susan.
—No es de nosotros de quien quiero hablar. Es sobre Dick Moore.
—¿Dick Moore? —repitió Ana, y se incorporó, alerta—. ¿Por qué? ¿Qué tienes que decirme sobre Dick Moore?
—Estos últimos días he pensado mucho en él. ¿Te acuerdas cuando el verano pasado lo traté de esos forúnculos en la nuca?
—Sí.
—Bueno, aproveché la oportunidad para revisarle bien las cicatrices de la cabeza. Dick siempre me pareció un caso muy interesante desde el punto de vista médico. Últimamente he estado estudiando la historia de la trepanación y los casos en los que ha sido empleada. Ana, he llegado a la conclusión de que si Dick Moore fuera llevado a un buen hospital y se le practicara esa operación en varios puntos del cráneo, podría recuperar la memoria y sus facultades.
—¡Gilbert! —La voz de Ana fue de alarma—. ¡No hablarás en serio!
—Por supuesto que sí. Y he decidido que es mi deber plantearle el tema a Leslie. —Gilbert Blythe, no vas a hacer semejante cosa —exclamó Ana con vehemencia—. ¡Ay, Gilbert! No lo harás, no lo harás. No podrías ser tan cruel. Prométeme que no lo harás.
—Pero, mi nenita, no creí que lo tomaras así. Sé razonable...
—No seré razonable, no puedo ser razonable, soy razonable. Tú eres el que no es razonable. Gilbert, ¿no te has detenido a pensar lo que significaría para Leslie que Dick Moore recuperara los sentidos? ¡Piénsalo! Ahora ya es lo bastante desgraciada, pero la vida como enfermera de Dick es mil veces más fácil para ella que la vida como esposa de Dick. Yo lo sé,
¡lo sé! Es inconcebible. No interfieras en ese asunto. Deja todo como está.
—He pensado mucho en ese aspecto del caso, Ana. Pero creo que un médico debe poner el interés del cuerpo y la mente de un paciente por encima de cualquier otra consideración, cualesquiera que sean las consecuencias. Considero que es mi deber luchar por devolver la salud y la cordura, si existe alguna esperanza.
—Pero Dick no es tu paciente —exclamó Ana, atacando desde otro flanco—. Si Leslie te hubiera preguntado si podía hacerse algo por él, entonces sí podría ser tu deber decirle lo que
piensas. Pero no tienes ningún derecho a interferir.
—Para mí, no es interferir. Hace doce años, el tío Dave le dijo a Leslie que no podía hacerse nada por Dick. Ella cree eso, por supuesto.
—¿Y por qué le dijo eso el tío Dave, si no era cierto? —exclamó, triunfal—. ¿Él no sabe tanto como tú al respecto?
—Creo que no, aunque pueda sonar presumido y pretencioso decirlo. Y tú sabes tan bien como yo que él tiene muchos prejuicios contra lo que llama «esas nuevas ideas de cortar y tajar». Se opone hasta a las operaciones de apendicitis.
—Tiene razón —persistió Ana, con un completo cambio de frente—. Yo también creo que a vosotros, los médicos modernos, os gusta demasiado experimentar con la carne y la
sangre de los seres humanos.
—Rhoda Allonby no viviría hoy, si yo hubiera tenido miedo de hacer cierto experimento —argumentó Gilbert—. Corrí el riesgo y le salvé la vida.
—Estoy harta de oír hablar todo el tiempo de Rhoda Allonby —exclamó Ana, injustamente, pues Gilbert no había vuelto a mencionar el nombre de
la señora Allonby desde el día de su exitoso tratamiento. Y no podía culparlo por el hecho de
que los demás hablaran del caso. Gilbert se sintió herido.
—No esperaba que adoptaras esa posición sobre el tema, Ana
—dijo, algo rígido. Se puso de pie y se dirigió a la puerta de su consultorio. Era lo más cercano que habían estado nunca de una pelea. Pero Ana corrió tras él y lo trajo de vuelta.
—Escúchame, Gilbert, no vas a irte enfadado. Siéntate aquí y te pediré perdón. No tendría que haber dicho eso. Pero, ay, si supieras...
Ana se interrumpió justo a tiempo. Había estado a punto de traicionar el secreto de Leslie.
—Si supieras lo que puede sentir una mujer sobre algo así —dijo, por completar la frase.
—Creo que lo sé. He considerado el asunto desde todos los puntos de vista, y he llegado
a la conclusión de que es mi deber decirle a Leslie que creo posible que Dick pueda curarse: ahí termina toda mi responsabilidad. Ella será quien decida qué hacer.
—No creo que tengas ningún derecho a cargarla con semejante responsabilidad. Ya tiene
suficientes cosas que soportar. Es pobre, ¿cómo podría afrontar los gastos de la operación?
—Eso lo decidirá ella —insistió Gilbert.
—Dices que piensas que Dick puede curarse. Pero, ¿estás seguro?
—Claro que no. Nadie puede estar seguro de algo así. Puede haber lesiones irreversibles en el cerebro. Pero si, como yo creo, la pérdida de la memoria y de otras facultades se debe
solamente a la presión que ejercen sobre los centros del cerebro algunas zonas deprimidas de
hueso, entonces puede curarse.
—¡Pero es sólo una posibilidad! —insistió Ana—. Supon que se lo dices a Leslie y ella decide realizar la operación. Le costará mucho dinero. Tendrá que pedir dinero prestado o
vender su pequeña propiedad. Supon que la operación es un fracaso y Dick queda igual.
¿Cómo podrá ella pagar el dinero que pida prestado, o vivir con esa criatura grande e inútil, si
vende la granja?
—Ya lo sé, ya lo sé. Pero es mi deber decírselo. No puedo apartarme de esa convicción.
—Ah, ya conozco la terquedad de los Blythe —gimió Ana—. Pero no hagas esto bajo tu única responsabilidad. Consulta al doctor Dave.
—Ya lo hice —contestó Gilbert, reacio.
—¿Y qué te dijo? —En resumen, lo mismo que tú: que deje todo como está. Aparte de su prejuicio contra la nueva cirugía, temo que ve el caso desde tu punto de vista: no lo hagas, por Leslie.
—Ya ves —dijo Ana, triunfal—. Creo, Gilbert, que deberías considerar el criterio de un hombre de casi ochenta años, que ha visto mucho y ha salvado muchas vidas. Seguramente su
opinión pesará más que la de un muchacho.
—Gracias.
—No te rías. Es serio.
—Ése es mi punto. Es serio. Ahí hay un hombre que es una carga inútil. Puede devolvérsele la razón y la utilidad...
—Para lo útil que era antes... —interpuso Ana, desdeñosa.
—Se le puede dar una oportunidad para hacer el bien y redimir el pasado. Su esposa no lo sabe. Yo sí. Por consiguiente, es mi deber decirle que existe esa posibilidad. Ésa es, en resumen, mi decisión.
—No digas «decisión» todavía, Gilbert. Consulta a alguien más. Pregúntale al capitán Jim lo que piensa. —Muy bien. Pero no prometo actuar según su opinión, Ana. Esto es algo que un hombre debe decidir por sí mismo. Nunca podría tener la conciencia tranquila si guardara silencio sobre este tema.
—¡Ah, tu conciencia! —se quejó Ana—. Supongo que el tío Dave también tendrá
conciencia, ¿no?
—Sí. Pero yo no soy el guardián de su conciencia. Vamos, Ana, si este asunto no tuviera que ver con Leslie, si fuera un caso puramente abstracto, estarías de acuerdo conmigo; yo sé que sí.
—No —argüyó Ana, tratando de creerlo ella misma—. Ah, puedes discutir toda la noche, Gilbert, pero no me convencerás. Pregúntale a la señorita Cornelia qué opina.
—Estás arrinconada contra la última trinchera, Ana, si convocas a la señorita Cornelia como refuerzo. Diría: «típico de un hombre», y se pondría furiosa. No importa. Éste no es un asunto para ser dilucidado por la señorita Cornelia. Sólo Leslie debe decidir.
—Sabes muy bien qué decidirá —dijo Ana, casi entre lágrimas—. Ella también tiene un ideal del deber. No entiendo cómo puedes asumir semejante responsabilidad sobre tus hombros. Yo no podría.

—«Porque es correcto seguir la corrección; porque es sabio, a pesar de las consecuencias» —recitó Gilbert.
—Ah, para ti dos versos son un argumento convincente —se burló Ana—. Eso es típico de un hombre.
Pero entonces no pudo evitar reír. Le sonó como un eco de la señorita Cornelia.
—Bien, si no quieres aceptar a Tennyson como una autoridad, tal vez creas en las palabras de Uno más grande que él —dijo Gilbert, serio—. «Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.» Yo creo en eso, Ana, con todo mi corazón. Es el versículo más grande de la Biblia, o de cualquier otro libro, y el más veraz, si es que hay grados comparativos de veracidad. Y es el primer deber de un hombre decir la verdad, tal como la ve y la considera. —En este caso, la verdad no hará libre a la pobre Leslie —suspiró Ana—. Probablemente el resultado sea una esclavitud más amarga para ella. Ah, Gilbert, no puedo creer que tengas razón.

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora