38. Rosas rojas

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El jardín de la casita, enrojecido por las últimas rosas de aquel agosto, era un refugio amado
por las abejas. La gente de la casita vivía mucho en él, y solían organizar meriendas en un rincón, más allá del arroyo, o sentarse en uno u otro lugar en el crepúsculo, cuando grandes mariposas nocturnas atravesaban la penumbra aterciopelada. Una noche, Owen Ford encontró a Leslie sola en el jardín. Ana y Gilbert no estaban y Susan, que era esperada de regreso esa noche, aún no había vuelto. El cielo del norte se veía ámbar y verde pálido por encima de las copas de los abetos. El aire estaba fresco, pues agosto se acercaba a septiembre, y Leslie se había puesto un chal rojo sobre el vestido blanco. Juntos caminaron en silencio por los senderos cubiertos de flores. Owen debía irse pronto. Las vacaciones llegaban a su fin. Leslie descubrió que el corazón le latía con fuerza. Sabía que este querido jardín sería la escena de las palabras que sellarían el aún tácito entendimiento entre los dos.
-Algunas noches hay un extraño perfume que vuela en el aire de este jardín, como un perfume fantasma -dijo Owen-. Nunca he podido descubrir de qué flor proviene. Es esquivo, penetrante y deliciosamente dulce. Me gusta imaginar que es el alma de la abuela Selwyn que viene a hacer una pequeña visita al viejo lugar que tanto amó. Seguramente hay muchos fantasmas amistosos en esta vieja casita.
-Yo he vivido sólo un mes bajo este techo -dijo Leslie-, pero amo esta casa más que la casa donde he vivido toda mi vida.
-Esta casa fue construida y santificada por el amor -dijo Owen-. Casas así deben ejercer una influencia sobre aquellos que viven en ellas. Y este jardín tiene más de sesenta años de antigüedad y la historia de mil esperanzas y alegrías está escrita en sus flores. Algunas de esas flores fueron plantadas por la novia del maestro y hace treinta años que ella murió. Sin embargo, siguen floreciendo todos los veranos. Mira esas rosas rojas, Leslie: ¡los aires de reinas que se dan sobre las demás!
-A mí me encantan las rosas rojas -dijo Leslie-. A Ana le gustan más las rosadas y a Gilbert las blancas. Pero a mí me gustan las rojas. Satisfacen alguna ansia en mí, como ninguna otra flor. -Estas flores son tardías; florecen cuando todas las demás ya se han marchitado y retienen
toda la calidez y el alma del verano -dijo Owen, arrancando algunos de los resplandecientes pimpollos a medio abrir-. La rosa es la flor del amor; así lo ha aclamado el mundo durante siglos. Las rosas rosadas son el amor esperanzado y expectante; las blancas son el amor muerto u olvidado, pero las rosas rojas, ah, Leslie, ¿qué son las rosas rojas?
-El amor triunfante -dijo Leslie en voz baja.
-Sí, el amor triunfante y perfecto. Leslie, tú sabes, tú comprendes. Te he amado desde el primer momento. Y yo sé que tú me amas. Pero quiero oírtelo decir, mi querida, ¡mi querida! Leslie dijo algo en voz baja y trémula. Las manos y los labios de los dos se encontraron: era
el momento supremo de sus vidas y, mientras estaban allí, en el viejo jardín, con sus muchos años de amor, pesares y gloria, él coronó los brillantes cabellos de ella con la rojísima rosa de un amor triunfante. Al rato volvieron Ana y Gilbert, acompañados por el capitán Jim. Ana encendió algunas ramitas en el hogar, por amor a los espíritus del fuego, y todos se sentaron alrededor para pasar un rato de buena camaradería.
-Cuando me siento a mirar el fuego, es fácil creer que soy joven otra vez -dijo el capitán Jim.
-¿Puede leer el futuro en el fuego, capitán Jim? -preguntó Owen. El capitán Jim los miró con afecto y luego posó los ojos en la cara animada y los ojos
resplandecientes de Leslie. -No necesito del fuego para leer vuestro futuro -dijo-. Veo felicidad para todos: para Leslie y el señor Ford, para el doctor y la señora Blythe, y el pequeño Jem, y para los niños que todavía no han nacido pero ya nacerán. Felicidad para todos, aunque pienso que también habrá problemas, preocupaciones y penas. Van a llegar, y no hay casa, ya sea un palacio o una casita de los sueños, que pueda ahuyentarlos. Pero, si os enfrentáis juntos con amor y confianza, no
ganarán. Podréis capear cualquier tormenta con estos dos compañeros a guisa de brújula y timonel.
El anciano se levantó de pronto y apoyó las manos sobre las cabezas de Leslie y de Ana.
-Dos buenas, dulces mujeres -dijo-. Veraces, fieles, de confianza. Vuestros esposos
tendrán el honor en casa gracias a vosotras; vuestros hijos crecerán y os bendecirán en los años
futuros. Hubo una extraña solemnidad en la pequeña escena. Ana y Leslie inclinaron la cabeza
como si estuvieran recibiendo una bendición. Gilbert se pasó una mano por los ojos; Owen Ford
estaba extasiado, como alguien que puede ver visiones. Todos guardaron silencio durante unos
minutos. La casita de los sueños agregó otro momento conmovedor e inolvidable a su reserva de
recuerdos.
-Ahora debo irme -dijo el capitán Jim, en voz baja. Cogió el sombrero y dirigió una mirada a la habitación-. Buenas noches a todos -dijo, y se fue.
Ana, impresionada por la desacostumbrada melancolía de su despedida, lo siguió más allá del portoncito entre los abetos.
-Adiós, adiós -gritó él, alegremente. Pero había sido la última vez que el capitán Jim se había sentado junto al viejo hogar de la casa de los sueños.
Lentamente, Ana regresó con los otros.
-Es tan... triste pensar que se va tan solo a ese faro solitario -dijo-. Y allí no hay nadie para recibirlo.
-El capitán Jim es tan buena compañía para otros, que uno no se lo imagina siendo otra cosa que buena compañía para sí mismo -dijo Owen-. Pero a menudo ha de sentirse solo. Hubo algo profético en él esta noche; habló como alguien a quien le ha sido dado hablar. Bien, yo también debo irme.
Discretamente, Ana y Gilbert desaparecieron; pero cuando Owen se hubo ido, Ana volvió y encontró a Leslie de pie junto a la chimenea.
-Ah, Leslie, ya lo sé, y me alegro tanto, querida -dijo, abrazándola.
-Ana, mi felicidad me asusta -susurró Leslie-. Me parece demasiado grande para ser cierta, tengo miedo de hablar de ella, de pensar. Me parece que es otro sueño de esta casa de
los sueños y que se desvanecerá cuando me vaya de aquí.
-Bien, no te vas a ir de aquí hasta que te lleve Owen. Vas a quedarte conmigo hasta que llegue ese momento. ¿Crees que te dejaría ir otra vez a ese lugar solitario y triste?
-Gracias, querida. Iba a pedirte si podía quedarme contigo. No quiero volver ahí, sería como volver a la frialdad y la melancolía de la antigua vida. Ana, Ana, qué amiga has sido
para mí. «Una buena, dulce mujer. Veraz, fiel, de confianza», así de bien te resumió el capitán Jim.
-Dijo «dos mujeres» no «una mujer» -la corrigió Ana, sonriendo-. Tal vez el
capitán Jim nos vea a las dos a través de los cristales rosados de su amor por nosotras. Pero al
menos podemos intentar vivir a la altura de lo que ha dicho.
-¿Te acuerdas, Ana, que una vez dije, aquella noche que nos encontramos en la costa, que odiaba ser guapa? -susurró Leslie-. En aquella época, era cierto. Siempre me ha
parecido que si yo hubiera sido fea, Dick jamás se habría fijado en mí. Odiaba mi belleza porque lo había atraído, pero ahora, ay, me alegro tanto de ser como soy. Es todo lo que tengo
para ofrecerle a Owen, su alma de artista se deleita con ella. Siento que no voy a él con las manos vacías.
-Owen ama tu belleza, Leslie. ¿Quién no la amaría? Pero es una tontería que digas o
pienses que eso es todo lo que le entregas. Él te lo dirá, no es necesario que lo haga yo. Y ahora tengo que cerrar. Esperaba a Susan esta noche, pero no ha venido.
-Ah, sí, estoy aquí, querida señora -dijo Susan, entrando inesperadamente desde la cocina-, ¡y jadeando como una gallina saltando cercos! Hay una buena caminata desde Glen hasta aquí.
-Me alegro de verla de nuevo, Susan. ¿Cómo está su hermana?
-Puede sentarse pero, por supuesto, todavía no puede caminar. Pero puede arreglarse sin mí perfectamente, ahora, porque su hija ha vuelto de las vacaciones. Y me alegro de estar de vuelta, querida señora. Matilda se rompió una pierna, y eso es cierto, pero no la lengua. Habla hasta por las orejas, querida señora, aunque lamento tener que decir eso de mi propia hermana. Siempre fue muy conversadora y sin embargo fue la primera de la familia en casarse. No tenía mucho interés en casarse con James Clow, pero no podía soportar la idea de desairarlo. No es que James no sea un buen hombre; el único defecto que yo le encuentro es que siempre empieza a dar las gracias por las comidas con un gruñido inhumano, querida señora. A mí me quita el apetito. Y hablando de casarse, querida señora, ¿es cierto que Cornelia Bryant va a casarse con Marshall Elliott?
-Sí, muy cierto, Susan. -Bien, querida señora, a mí no me parece justo. Aquí estoy yo, que jamás he dicho una palabra en contra de los hombres, y no hay manera de que pueda casarme. Y ahí está Cornelia Bryant, que nunca ha parado de insultarlos, y lo único que tiene que hacer es estirar la mano y elegir uno, como quien dice. Vivimos en un mundo muy extraño, querida señora.
-Hay otro mundo, recuérdelo, Susan.
-Sí -dijo Susan, con un profundo suspiro-, pero, querida señora, en el otro la gente no se casa ni se pide en matrimonio.

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora