Una mañana, cuando un ventoso y dorado amanecer ondeaba sobre el golfo en oleadas de
luz, una cigüeña cansada sobrevoló el banco de Puerto Cuatro Vientos procedente de la Tierra de las Estrellas Vespertinas. Bajo el ala traía, adormilada, a una pequeña criatura de ojos como estrellas. La cigüeña estaba cansada y miró ansiosa alrededor. Sabía que estaba cerca de su destino pero todavía no podía verlo. El gran faro blanco, sobre el acantilado de roca roja, tenía buen aspecto, pero ninguna cigüeña que se precie de tal dejaría allí a un pequeño niño aterciopelado. Una vieja casa gris, rodeada de sauces, en un valle en flor y con un arroyo, parecía más prometedora, pero tampoco parecía el lugar más adecuado. La morada de un verde brillante, más allá, estaba evidentemente fuera de consideración. Entonces la cigüeña se iluminó. Acababa de vislumbrar el lugar preciso: una casita blanca abrigada por un susurrante bosque de abetos, con una espiral de humo azul que subía desde la chimenea de la cocina, una casa que parecía hecha a propósito para recibir niños. La cigüeña exhaló un suspiro de satisfacción y suavemente se posó en el tejado. Media hora después, Gilbert corría por la sala y golpeaba a la puerta de la habitación de
huéspedes. Una voz soñolienta le respondió y, al momento, la cara pálida y asustada de Marilla lo miraba desde detrás de la puerta.
—Marilla, Ana me manda a decirte que acaba de llegar un joven caballerito. No ha traído mucho equipaje, pero evidentemente tiene intenciones de quedarse.
—¡Por todos los santos! —dijo Marilla, azorada—. No me estarás diciendo, Gilbert, que ya está. ¿Por qué no me habéis llamado? —Ana no ha querido que te molestáramos. No llamamos a nadie hasta hace dos horas. Esta vez no ha habido peligro.
—Y... y, Gilbert, ¿vivirá este niño?
—Sí que vivirá. Pesa cuatro kilos y... escúchame: no tiene problemas en los pulmones. La enfermera dice que será pelirrojo. Ana está furiosa con ella y yo me muero de risa.
Fue un día maravilloso en la casita de los sueños.
—El mejor sueño de todos se ha hecho realidad —dijo Ana, pálida y feliz—. Ay, Marilla, casi no me atrevo a creerlo después de aquel día tan horrible del verano pasado. Desde entonces me ha dolido el corazón, pero ya no.
—Este niño ocupará el lugar de Joy —dijo Marilla.
—Ah no, no, no, Marilla. No puede, nadie podrá jamás. Mi hombrecito tiene su propio lugar. Pero la pequeña Joyce tiene el suyo y siempre lo tendrá. Si hubiera vivido, tendría más de un año. Estaría dando tumbos sobre sus piececitos y balbuceando algunas palabras. La veo con tanta claridad, Marilla. Ah, ahora sé que el capitán Jim tenía razón cuando dijo que Dios no permitiría que mi niña fuera una desconocida para mí cuando la encuentre en el Más Allá. Pero eso lo he aprendido este último año. He seguido sus progresos día a día y semana a semana, y lo haré siempre. Sabré cómo crece de un año al otro y, cuando vuelva a encontrarme con ella, la conoceré, no será una extraña. Ah, Marilla, ¡mira esos deditos! ¿No te parece extraño que sean tan perfectos?
—Sería extraño que no lo fueran —dijo Marilla, tajante. Ahora que todo riesgo había pasado, Marilla era la misma de siempre.
—Ah, ya sé, pero me parece que no podrían estar terminados, ¿me entiendes?, pero lo están,
hasta las uñitas. Y las manos, mírale las manitas, Marilla.
—En mi opinión, parecen manos — admitió Marilla.
—Mira cómo me agarra el dedo. Estoy segura de que ya me conoce. Llora cuando la enfermera se lo lleva. Ah, Marilla, ¿verdad que tú no crees que vaya a tener el pelo rojo?
—No veo mucho pelo, de ningún color —dijo Marilla—. Pero yo no me preocuparía por eso, si fuera tú, hasta que sea visible.
—Marilla, tiene pelo, mira esa pelusita en toda la cabeza. De todos modos, la enfermera dice que tendrá los ojos color almendra y la frente es idéntica a la de Gilbert.
—Y tiene unas orejitas preciosas, querida señora —dijo Susan—. Lo primero que hice fue mirarle las orejas. El cabello es engañoso y las narices y los ojos cambian y nunca se sabe en qué pueden terminar, pero las orejas son las orejas desde el principio hasta el fin, y una siempre sabe a qué atenerse con ellas. Mírele la forma, y las tiene bien pegaditas a la cabeza. Nunca va a tener que avergonzarse por sus orejas, querida señora.
La convalecencia de Ana fue rápida y feliz. La gente iba y adoraba al niño, como toda la gente que se ha inclinado ante la majestad de un recién nacido mucho antes de que los Reyes
Magos del Oriente se arrodillaran para adorar al Niño Jesús en el pesebre de Belén. Leslie, que
lentamente iba encontrándose a sí misma en su nuevo ambiente, rondaba alrededor de él como una hermosa Madonna de cabellos dorados. La señorita Cornelia lo cuidaba con tanta habilidad como cualquier madre de Israel. El capitán Jim sostenía a la criaturita con sus
grandes manazas y lo miraba con ternura, con ojos que veían al hijo que él nunca había tenido.
—¿Cómo lo vais a llamar? —preguntó la señorita Cornelia.
—Ana ya ha elegido el nombre —respondió Gilbert.
—James Matthew, por los dos hombres más maravillosos que he conocido, incluyéndote a
ti —dijo Ana, con una divertida mirada hacia Gilbert. Gilbert sonrió.
—No conocí mucho a Matthew; él era tan tímido que nosotros, los niños, no pudimos hacernos amigos de él, pero estoy de acuerdo contigo en que el capitán Jim es una de las almas más selectas y nobles que Dios ha revestido de arcilla humana. Se siente tan feliz porque le hayamos puesto su nombre a nuestro muchachito... Parece que no tiene a nadie más que se llame como él.
—Bien, James Matthew es un nombre de los que duran y no pierden el color con los lavados —dijo la señorita Cornelia—. Me alegro de que no le hayáis endilgado uno de esos
nombres pomposos y románticos de los que se avergonzaría cuando fuera abuelo. La esposa de
William Drew, de Glen, ha llamado a su niño Bertie Shakespeare. Vaya combinación, ¿no? Y
me alegro de que no hayáis tenido problemas para elegir nombre. Hay quien forma un barullo
increíble para elegir un nombre. Cuando nació el primer hijo de Stanley Flaggs, hubo tanta
rivalidad por el nombre que le pondrían, que el pobre niño tuvo que andar dos años sin nombre.
Pero entonces llegó un hermanito y se quedaron con Bebé Grande y Bebé Chico. Al final, a Bebé Grande le llamaron Peter y a Bebé Chico, Isaac, por los dos abuelos, y los bautizaron juntos. Y cada uno trató de llorar más fuerte que su hermano. ¿Conocéis a esa familia escocesa de Glen, los Mac-Nab? Tienen doce varones y el mayor y el menor, los dos, se llaman Neü: Neil Grande y Neil Chico, en la misma familia. Bien, supongo que se quedaron sin nombres.
—Leí en algún lado —dijo Ana, riendo— que el primer hijo es un poema pero el décimo es prosa prosaica. Tal vez la señora MacNab pensó que el duodécimo no era más que una vieja
historia contada otra vez.
—Bien, hay algo bueno en las familias grandes —dijo la señorita Cornelia con un suspiro—. Yo fui hija única durante ocho años y tenía muchas ganas de tener un hermano y una hermana.
Mi madre me dijo que rezara para que viniera uno y yo recé, créeme que recé. Bien, un día viene mi tía Nellie y me dice: «Cornelia, hay un hermanito para ti arriba, en el cuarto de mamá. Puedes subir a verlo». Yo estaba tan entusiasmada que corrí escaleras arriba. Y la vieja señora Flagg levantó al niño para que yo lo viera. Dios santo, Ana querida, nunca me sentí más desilu-
sionada en toda mi vida. Yo había estado rezando por un hermano dos años mayor que yo.
—¿Cuánto tiempo le llevó recuperarse de la desilusión? —preguntó Ana, entre carcajadas.
—Bien, estuve muy enfadada con la Providencia durante una buena temporada y durante
semanas no quería ni mirar al niño. Nadie supo por qué; jamás dije nada. Pero entonces empezó a ponerse bonito, a estirarme las manilas y empezó a gustarme. Pero no me
reconcilié del todo con él hasta que un día vino una compañera de la escuela a verlo y me dijo que le parecía horriblemente pequeño para su edad. Enloquecí de furia y le dije que no sabía reconocer a un niño guapo cuando lo veía y que el nuestro era el niño más guapo del mundo. Y después de eso, lo adoraba. Mamá murió antes de que él cumpliera los tres años y yo fui su hermana y su madre. Pobrecito, nunca fue fuerte, y murió poco después de cumplir los veinte años. Me parece que daría cualquier cosa, Ana querida, para que él viviera. La señorita Cornelia suspiró. Gilbert había bajado y Leslie, que había estado cantándole
al pequeño James Matthew junto a la ventana, lo había acostado en su cestita y se había ido. Apenas estuvo lo bastante lejos para no oírla, la señorita Cornelia se inclinó hacia adelante y dijo, con un susurro de conspiración:
—Ana querida, ayer recibí carta de Owen Ford. Está en Vancouver ahora, pero quiere saber si puedo hospedarlo durante un mes, más adelante. Tú sabes lo que eso significa. Bien, espero que estemos actuando correctamente.
—Nosotras no tenemos nada que ver, no podemos evitar que venga a Cuatro Vientos, si quiere —se apresuró a decir Ana. No le gustaba la sensación de ser una casamentera, sensación que provocaban los susurros de la señorita Cornelia; pero en seguida sucumbió—. Que Leslie no sepa que viene hasta que no esté aquí. Si se enterara, estoy segura de que se iría de inmediato. De todas formas, tiene intención de irse en otoño, me lo dijo el otro día. Va a Montreal a estudiar enfermería y ver qué puede hacer de su vida.
—Ah, bien, Ana querida —dijo la señorita Cornelia, asintiendo con aire de sabiduría—, que sea lo que tenga que ser. Tú y yo hemos hecho nuestra parte. Debemos dejar el resto en las manos de Él.
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Ana y la casa de sus sueños
Teen FictionVol.5/8 El día más esperado en la vida de Ana ha llegado. Su verdadero amor, Gilbert Blythe, ha terminado sus estudios de medicina y por fin podrán casarse y comenzar una vida juntos. Tras su maravillosa boda, en el jardín de la querida Tejas Verdes...