15. Navidad en Cuatro Vientos

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Al principio, Ana y Gilbert hablaron de ir a Avonlea para Navidad, pero al final decidieron quedarse en Cuatro Vientos.
-Quiero pasar la primera Navidad de nuestra vida juntos en nuestro nuevo hogar -decretó Ana. De modo que, como consecuencia, Marilla, la señora Rachel Lynde y los mellizos fueron a
Cuatro Vientos para Navidad. Marilla tenía la expresión de una mujer que hubiera viajado en globo. Nunca antes había estado a más de cien kilómetros de su casa y jamás había tenido una cena de Navidad en ningún lugar que no fuera Tejas Verdes. La señora Rachel había preparado y traído un enorme budín de pasas. Nada podría haber
convencido a la señora Rachel de que una chica graduada y perteneciente a la joven generación sabría preparar un budín de pasas como corresponde; expresó su aprobación sobre la casa de Ana.
-Ana es una buena ama de casa -le dijo a Marilla en el cuarto de huéspedes la noche de su llegada-. He mirado en la caja del pan y en el recipiente de la basura. Siempre juzgo a un ama de casa por esas dos cosas. No hay nada en la basura que no tuviera que ser tirado y no hay pan duro en la caja. Claro que fue educada por ti, pero después fue al colegio. Veo que tiene mi colcha de hebras de tabaco en esta cama y aquella gran alfombra redonda tejida por ti frente al hogar de la sala. Me hace sentir en casa. La primera Navidad de Ana en su propia casa fue todo lo deliciosa que podría haber deseado.
El día fue soleado y luminoso; la primera capa de nieve había caído la víspera y había hecho al mundo hermoso; el puerto seguía abierto y resplandeciente. El capitán Jim y la señorita Cornelia fueron a cenar. Habían invitado a Leslie y Dick, pero Leslie se disculpó; siempre iban a casa del tío Isaac West por Navidad.
-Ella lo prefiere así -le dijo la señorita Cornelia a Ana-. No soporta llevar a Dick donde hay extraños. La Navidad es siempre difícil para Leslie. Era una fiesta muy importante para ella y su padre. La señorita Cornelia y la señora Rachel no se gustaron demasiado una a otra. «Dos soles no
campan juntos.» Pero no chocaron, pues la señora Rachel estaba en la cocina, ayudando a Ana y a Marilla con la cena, y le tocó el turno a Gilbert de entretener al capitán Jim y a la señorita Cornelia o, más bien, de ser entretenido por ellos, pues un diálogo entre esos dos viejos amigos y antagonistas no era jamás aburrido.
-Han pasado muchos años desde la última cena de Navidad que se celebró aquí, señora Blythe -dijo el capitán Jim-. La señorita Russell siempre iba a casa de sus amigos de la ciudad a pasar la Navidad. Pero yo estuve aquí en la primera cena de Navidad que se celebró en esta casa, y cocinó la esposa del maestro. De eso hace hoy sesenta años, señora Blythe, y era un día muy parecido al de hoy, con nieve suficiente para dejar las colinas blancas y el puerto tan azul como si fuera junio. Yo era apenas un muchacho y nunca antes me habían invitado a cenar; además era demasiado tímido para comer mucho. Pero eso ya lo he superado.
-Como casi todos los hombres -dijo la señorita Cornelia, sin dejar de coser frenéticamente. La señorita Cornelia no iba a quedarse de manos cruzadas, ni siquiera en Navidad. Los niños nacen sin la menor consideración hacia los días de fiesta, y se esperaba la llegada de uno en un hogar muy pobre de Glen St. Mary. La señorita Cornelia había enviado a aquella casa una cena sustanciosa para sus muchos moradores y por eso tenía intenciones de disfrutar de la suya con la conciencia tranquila.
-Bien, tú sabes que el camino al corazón de un hombre pasa por el estómago, Cornelia -
explicó el capitán Jim.
-Te creo... cuando tiene corazón -replicó la señorita Cornelia-. Supongo que por eso
tantas mujeres se matan cocinando, como la pobre Amelia Baxter. Murió el año pasado, la mañana de Navidad, y dijo que era la primera Navidad, desde que se casó, que no había tenido que cocinar una cena de veinte platos. Habrá sido un cambio agradable para ella. Bien, ya hace un año que murió, de modo que Horace Baxter pronto abandonará el luto.
-He oído decir que ya lo ha abandonado -dijo el capitán Jim, guiñándole un ojo a Gilbert-. ¿No fue a tu casa un domingo, no hace mucho, con su ropa de luto y cuello almidonado?
-No, no vino. Ni tiene motivos para venir. Podría haberme casado con él hace mucho tiempo, cuando aún estaba fresco. No quiero artículos de segunda mano, créanme. En cuanto a Horace Baxter, hace un año y medio tuvo dificultades financieras y rezó al Señor para que lo
ayudase; cuando murió su esposa y cobró el seguro de vida, dijo que creía que era la respuesta a su plegaria. ¿No es típico de un hombre?
-¿Tienes alguna prueba de que lo dijera, Cornelia?
-Tengo la palabra del ministro metodista, si puede llamarse prueba a eso. Robert Baxter
me dijo lo mismo, pero admito que eso no prueba nada. Se sabe que Robert Baxter no siempre
dice la verdad.
-Vamos, vamos, Cornelia. Creo que generalmente dice la verdad, sólo que cambia de opinión tan a menudo que a veces parece que no es así.
-A mí me parece que demasiado a menudo, créeme. Pero no me extraña que un hombre
disculpe a otro. No me interesa Robert Baxter. Se hizo metodista sólo porque el coro presbiteriano estaba cantando He ahí al novio que entra cuando Margaret y él entraban por el pasillo central, el domingo siguiente a la boda. ¡Les estuvo bien empleado por llegar tarde!
Siempre insistió que el coro lo había hecho a propósito para insultarlo, como si él fuera tan importante. Pero esa familia siempre se creyó mucho más de lo que en realidad era. Su
hermano Eliphalet se imaginaba que tenía siempre al diablo detrás, pero yo jamás creí que el diablo gastara tanto tiempo con él.
-No lo sé... -dijo el capitán Jim, pensativo-. Eliphalet Baxter vivió demasiado tiempo
solo, no tenía ni siquiera un perro o un gato para seguir siendo humano. Cuando un hombre está solo, tiene muchas probabilidades de estar con el diablo si no está con Dios. Supongo que tiene que escoger qué compañía quiere. Si el diablo siempre estaba detrás de Life Baxter, habrá sido porque a Life le gustaba tenerlo.
-Muy masculino -dijo la señorita Cornelia.
Guardó silencio y se concentró en unos complicados frunces hasta que el capitán Jim
deliberadamente la hizo reaccionar al comentar, como de pasada:
-Estuve en la iglesia metodista el domingo pasado por la mañana.
-Habría sido mejor que te quedaras en tu casa leyendo la Biblia -fue la réplica de la señorita
Cornelia.
-Vamos, vamos, Cornelia, no veo qué hay de malo en ir a la iglesia metodista cuando no hay servicio en la nuestra. Hace setenta y seis años que soy presbiteriano y no es probable que mi teología leve anclas a hora tan tardía.
-Es dar un mal ejemplo -dijo la señorita Cornelia con gesto adusto.
-Además -continuó el travieso capitán Jim-, quería oír buenos cantos. Los metodistas tienen un buen coro y no puedes negar, Cornelia, que en nuestra iglesia los cánticos suenan fatal desde que el coro se disolvió.
-¿Y qué pasa si se canta mal? Hacen lo que pueden y Dios no ve ninguna diferencia entre la voz de un cuervo y la de un ruiseñor.
-Vamos, vamos, Cornelia -dijo el capitán Jim con suavidad-, yo tengo mejor opinión del oído musical del Todopoderoso.
-¿Qué provocó los problemas en nuestro coro? -preguntó Gilbert tratando de aguantarse la
risa.
-Se remonta a la iglesia nueva, hace tres años -respondió el capitán Jim-. Tuvimos muchas dificultades con la construc ción de la iglesia, hubo peleas por el nuevo emplazamiento.Los dos posibles lugares no distaban más de doscientos metros el uno del otro pero, a juzgar
por lo encarnizado de la lucha, parecía que fueran mil. Nos dividimos en tres facciones: una quería la ubicación del este, otra la del sur y otra la antigua. Se luchó en la cama, en la mesa, en la iglesia y en el mercado. Todos los escándalos, desde tres generaciones atrás, fueron sacados de sus tumbas y aireados. Se rompieron tres noviazgos. ¡Y las reuniones que mantuvimos para
resolver la cuestión! Cornelia, ¿podrás alguna vez olvidar cuando el viejo Luther Burns se
levantó y pronunció un discurso? Él expresó sus opiniones con fuerza.
-Llama a las cosas por su nombre, capitán. Lo que quieres decir es que se puso furioso y la tomó con todos. Se lo merecían... montón de inútiles. Pero, ¿qué puede esperarse de un comité de hombres? El comité para la construcción del nuevo edificio mantuvo veintisiete
reuniones y, al terminar la última, no estaban más cerca de tener una iglesia que al comenzar. A
decir verdad, estaban más lejos, porque en un ataque por apresurar las cosas, se pusieron a trabajar y tiraron abajo la vieja iglesia, de modo que no teníamos iglesia y ningún lugar donde rezar que no fuera la sala de reuniones.
-Los metodistas nos ofrecieron su iglesia, Cornelia.
-La iglesia de Glen St. Mary no habría sido construida hasta el día de hoy -continuó la
señorita Cornelia, ignorando al capitán Jim-, si las mujeres no hubiéramos tomado la iniciativa haciéndonos cargo de la situación. Dijimos que nosotras queríamos una iglesia, aunque los hombres quisieran seguir discutiendo hasta el día del Juicio Final, y que estábamos cansadas
de ser el hazmerreír de los metodistas. Tuvimos una reunión, elegimos un comité y salimos a
pedir suscripciones. Las conseguimos. Cuando alguno de los hombres intentaba decir algo, le
contestábamos que ellos habían intentado construir una iglesia durante dos años y que ahora
era nuestro turno. Les hicimos cerrar la boca, créanme, y en seis meses tuvimos nuestra iglesia.
Claro que cuando los hombres nos vieron tan decididas, dejaron de pelear y se pusieron a
trabajar, como hacen todos los hombres al darse cuenta de que o trabajan o dejan de dar órdenes. Ah, las mujeres no pueden pronunciar sermones ni ocupar cargos religiosos, pero pueden construir iglesias y reunir el dinero para construirlas.
-Los metodistas permiten a sus mujeres pronunciar sermones -dijo el capitán Jim. La señorita Cornelia lo traspasó con la mirada.
-Nunca dije que los metodistas no tuvieran sentido común, capitán. Lo que digo es que dudo de que tengan mucho sentido religioso.
-Supongo que estará a favor del sufragio femenino, señorita Cornelia -dijo Gilbert.
-Yo no anhelo el voto, créanme -dijo la señorita Cornelia con desdén-. Yo sé lo que es limpiar lo que ensucian los hombres. Pero uno de estos días, cuando los hombres se den cuenta.de que han convertido al mundo en un lío del que no pueden salir, nos darán el voto de buen
grado, para pasarnos los problemas a nosotras. Ése es el plan. ¡Ah, menos mal que las mujeres somos pacientes, créanme!
-¿Y qué me dices de Job? -preguntó el capitán Jim.
-¡Job! Era tan poco común encontrar un hombre paciente, que cuando descubrieron uno
decidieron que no fuera olvidado fácilmente -replicó la señorita Cornelia con aire triunfal-.
La cuestión es que la virtud no acompaña al nombre. No ha nacido hombre tan impaciente como Job Taylor, el del otro lado del puerto.
-Bien, tú sabes que tenía mucho que soportar, Cornelia. Ni tú podrías defender a su mujer.
Siempre recuerdo lo que el viejo William MacAllister dijo de ella en su entierro: «No hay duda
de que era una mujer cristiana, pero tenía el carácter del mismo diablo».
-Supongo que sí, que era exasperante -admitió la señorita Cornelia a desgana-, pero eso no justifica lo que dijo Job cuando ella murió. El día del funeral volvió del cementerio con
mi padre. No dijo ni una palabra hasta estar cerca de su casa. Entonces exhaló un profundo
suspiro y dijo: «¡No me vas a creer, Stephen, pero éste es el día más feliz de mi vida!» ¿No fue algo típico de un hombre?
-Supongo que su esposa le había hecho la vida bastante difícil -reflexionó el capitán Jim.
-Sí, pero hay una cosa llamada discreción, ¿no? Aunque un hombre tenga el corazón lleno de alegría por la muerte de su esposa, no tiene por qué proclamarlo a los cuatro vientos. Y,fuera el día más feliz de su vida o no, Job Taylor no tardó mucho en volver a casarse, si recuerdas bien. La segunda esposa sí que podía manejarlo. Lo hacía marcar el paso, créanme. Lo primero que hizo fue obligarle a poner una lápida sobre la tumba de su primera esposa, y dejó un lugar en la piedra para su propio nombre. Decía que luego no habría nadie para obligarlo a ponerle una lápida.
-Hablando de los Taylor, ¿cómo está la señora de Lewis Taylor, los de Glen, doctor? -preguntó el capitán Jim.
-Mejorando poco a poco, pero trabaja demasiado -respondió Gilbert.
-Su esposo también trabaja demasiado, criando cerdos de exposición -dijo la señorita Cornelia-. Es famoso por sus hermosos cerdos. Está mucho más orgulloso de sus cerdos que de sus hijos. Pero es cierto que sus cerdos son inmejorables, mientras que sus hijos no son gran cosa. Eligió una madre mediocre para ellos y la mató de hambre mientras ella los tenía y los alimentaba. A los cerdos les daba la crema y a los hijos lo que quedaba.
-A veces, Cornelia, tengo que estar de acuerdo contigo aunque no me guste -dijo el capitán Jim-. Ésa es la pura verdad sobre Lewis Taylor. Cuando veo a esos pobres hijos suyos, despojados de todo lo que tienen que tener los niños, se me revuelve el estómago. recriminó.
Gilbert fue a la cocina en respuesta a una llamada de su esposa. Ana cerró la puerta y lo recriminó
-Gilbert, el capitán y tú tenéis que dejar de buscarle las vueltas a la señorita Cornelia.
Ah, os he estado escuchando y no voy a permitirlo.
-Ana, la señorita Cornelia se está divirtiendo muchísimo. Tú sabes que sí.
-Bien, no importa. No tenéis por qué molestarla de esa manera. La cena está lista y, por favor, Gilbert, no permitas que la señora Rachel trinche los pavos. Sé que va a ofrecerse porque no te cree capaz de hacerlo bien. Demuéstrale que puedes. -Tendría que poder. Hace un mes que estoy estudiando cómo se trincha un pavo -
dijo Gilbert-. Pero no me habléis mientras lo haga, Ana, porque si me olvido de algún paso, estaré en una situación peor que tú cuando estudiabas geometría y el profesor te cambió las letras. Gilbert trinchó los pavos a las mil maravillas. Hasta la señora Rachel tuvo que admitirlo. Y todos comieron y los disfrutaron. La primera cena de Navidad de Ana fue un gran éxito y ella sonreía con el orgullo de la buena ama de casa. Alegre fue la comida, y larga; cuando terminaron, se reunieron alrededor de las animadas llamas rojas del hogar y el capitán Jim les contó historias hasta que el sol rojo empezó a ponerse por encima del Puerto de Cuatro Vientos y las largas sombras de los álamos de Lombardía se tendieron sobre la nieve del sendero.
-Debo regresar al faro -dijo por fin-. Apenas llegaré a casa antes del anochecer. Gracias por una hermosa Navidad, señora Blythe. Traiga a Davy al faro una noche de éstas, antes de que se vaya.
-Quiero ver los dioses de piedra -dijo Davy, encantado.

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora