23. La llegada de Owen Ford

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Una tarde, la señorita Cornelia llamó a Ana por teléfono.
-El escritor acaba de llegar. Lo acompañaré hasta tu casa y tú puedes indicarle cómo llegar a
casa de Leslie. Es más corto que ir en coche por el otro camino y tengo una prisa mortal. Al niño de los Reese se le ha ocurrido caerse en un balde de agua caliente en Glen y casi se ha quemado vivo. Quieren que vaya en seguida, supongo que para ponerle piel nueva a la criatura. La señora Reese es muy descuidada y espera que los demás reparen sus errores. No te importa, ¿verdad, querida? El equipaje puede ir mañana. -Muy bien -dijo Ana-. ¿Cómo es, señorita Cornelia?
-Ya verás cómo es por fuera cuando lo lleve. En cuanto a cómo es por dentro, sólo el Señor, que lo hizo, lo sabe. No voy a decir otra palabra, porque todos los teléfonos de Glen están descolgados.
-Evidentemente la señorita Cornelia no pudo encontrar nada malo en el aspecto del señor Ford, o lo habría dicho a pesar de todos los teléfonos -dijo Ana-. Llego a la conclusión, por lo tanto, Susan, de que ese señor es más bien buen mozo que lo opuesto.
-Bien, mi querida señora, a mí me gusta ver a un hombre atractivo -dijo Susan, con toda inocencia-. ¿No sería mejor que le preparara algo de comer? Hay un pastel de cereza que se deshace en la boca. -No, Leslie lo está esperando y le tiene la cena preparada. Además, quiero ese pastel de cereza para mi pobre marido. No llegará hasta tarde, así que déjele el pastel y un vaso de leche, Susan.
-Lo haré, mi querida señora. Susan está al timón. Después de todo, es mejor darles pastel a
los hombres propios que a los forasteros, que tal vez sólo busquen comer; además el doctor es tan buen mozo como el que más. Cuando Owen Ford llegó, Ana admitió secretamente, mientras la señorita Cornelia lo hacía
entrar, que era realmente atractivo. Era alto y ancho de espaldas, con espesos cabellos castaños, nariz y mentón bien formados, y grandes y brillantes ojos gris oscuro.
-¿Y le vio las orejas y los dientes, mi querida señora? -le preguntó más tarde Susan-. Tiene las orejas mejor formadas que he visto en una cabeza de hombre. Yo soy muy especial con las orejas. Cuando era joven, me daba pánico tener que casarme con un hombre con orejas como aletas. Pero no tendría que haberme preocupado, porque jamás tuve la menor oportunidad con ningún tipo de orejas. Ana no había reparado en las orejas de Owen Ford, pero sí en los dientes, cuando él entreabrió los labios en una franca y amistosa sonrisa. Sin sonreír, su rostro era algo triste y de expresión ausente, no muy diferente del melancólico e inescrutable héroe de los sueños tempranos de Ana; pero la alegría, el buen humor y el encanto lo iluminaban cuando sonreía. Era cierto que, exteriormente, como había dicho la señorita Cornelia, Owen Ford era un individuo muy presentable.
-No puede imaginarse lo que me alegra estar aquí, señora Blythe -dijo, mirando alrededor con ojos ansiosos e interesados-. Tengo la extraña sensación de llegar a casa. Mi madre nació y pasó su niñez aquí, sabe. Solía hablarme de su viejo hogar. Conozco la geografía de esta casa tan bien como la de la casa en la que viví y, por supuesto, ella me contó la historia de cómo se construyó la casa, y de la agónica guardia que hizo mi abuelo esperando al Royal William. Yo creía que una casa tan vieja habría desaparecido hace años, de lo contrario habría venido antes a verla.
-Las casas viejas no desaparecen fácilmente en esta costa -dijo Ana, sonriendo-. Ésta es «una tierra donde todas las cosas siempre parecen las mismas», casi siempre, al menos. La casa de John Selwyn no ha cambiado mucho y los rosales que plantó su abuelo para su novia están floreciendo en este mismo momento.
-¡Cómo me une a ellos ese pensamiento! Con su permiso, pronto desearía explorar todo el
lugar.
-Nuestra puerta estará siempre abierta para usted -prometió Ana-. ¿Y sabe que el viejo capitán que cuida el faro de Cuatro Vientos conoció bien a John Selwyn y a su novia cuando era un niño? Me contó la historia la noche que yo llegué; soy la tercera novia en esta vieja casa.
-¿Será posible? Éste sí que es un descubrimiento. Debo encontrarlo.
-No será difícil; todos somos amigos del capitán Jim. Estará tan ansioso de verlo como
usted de verlo a él. Su abuela brilla como una estrella en su recuerdo. Pero creo que la señora
Moore lo espera. Le enseñaré nuestro atajo.
Ana le acompañó arroyo arriba hasta la casa, a través de un campo blanco como la nieve de tantas margaritas. Un bote lleno de gente cantaba al otro lado del puerto. El sonido venía por encima del agua como una débil música ultraterrena, traída por el viento por encima de un mar iluminado por las estrellas. El gran faro brillaba y destellaba. Owen Ford miró alrededor con
satisfacción.
-De modo que esto es Cuatro Vientos -dijo-. No estaba preparado para encontrar algo tan hermoso, a pesar de todos los elogios de mi madre. ¡Qué colores, qué paisaje, qué belleza! Me pondré fuerte como un toro en seguida. Y si la inspiración proviene de la belleza, podré ciertamente comenzar aquí mi gran novela canadiense.
-¿Todavía no la ha empezado? -preguntó Ana.
-Lamentablemente, no. Aún no he encontrado el tema central adecuado. Se agazapa, me llama, me seduce y retrocede, estoy a punto de atraparlo y se ha ido. Tal vez en medio de esta paz y esta belleza pueda ser capaz de capturarlo. La señora Bryant me ha dicho que usted escribe.
-Ah, cosas para niños. No he escrito mucho desde que me casé. Y no tengo planes para una gran novela canadiense. -Ana rió-. Está lejos de mis posibilidades.
Owen Ford también rió.
-Diría que también de las mías. De todas maneras, lo intentaré algún día. Un periodista no tiene muchas oportunidades para embarcarse en este tipo de obra. He escrito muchos cuentos para revistas, pero nunca tuve todo el tiempo libre que se necesita para escribir un libro. Con tres
meses de libertad, tendría que poder empezar, si pudiera encontrar el motivo apropiado, el alma
del libro.
Una idea cruzó el cerebro de Ana tan repentinamente, que la hizo saltar. Pero no dijo nada porque habían llegado a la casa de los Moore. Cuando llegaron al patio, Leslie salía a la galería por una puerta lateral, escudriñando la oscuridad en busca de alguna señal de su visitante. Permaneció allí, bañada por la cálida luz amarilla que venía desde la puerta abierta. Tenía
puesto un sencillo vestido barato de algodón color crema, con el usual cinturón rojo. Leslie
siempre llevaba un toque de rojo. Le había dicho a Ana que no se sentía bien si no tenía un destello rojo en algún lugar de su cuerpo, aunque sólo fuera una flor. A Ana siempre le pareció que eso simbolizaba la resplandeciente y sofocada personalidad de Leslie, a la que se le negaba
toda expresión que no fuera ese centelleo llameante. El vestido de Leslie tenía un pequeño
escote y mangas cortas. Sus brazos resplandecían como el marfil. Cada exquisita curva de su
cuerpo estaba delineada con un suave trazo oscuro contra la luz. Los cabellos le brillaban como una llama. Detrás de ella, estaba el cielo color púrpura, florecido de estrellas por encima
del puerto. Ana oyó que su acompañante ahogaba una exclamación. Incluso en la penumbra, vio el asombro y la admiración en su rostro.
-¿Quién es esa hermosa criatura? -preguntó.
-La señora Moore -dijo Ana-. Es muy hermosa, ¿no?
-Nunca... nunca vi nadie como ella -respondió él, algo aturdido-. No estaba
preparado... no esperaba... ¡Cielo santo! Uno no espera tener a una diosa de casera. Caramba, si
estuviera vestida con un traje de algas, con una diadema de amatistas en el pelo, sería una verdadera reina del mar. ¡Y aloja huéspedes!
-Hasta las diosas tienen que vivir -dijo Ana-. Y Leslie no es una diosa. Sólo es una mujer muy hermosa, tan humana como el resto de nosotros. ¿La señora Bryant le contó lo del señor Moore?
-Sí, es deficiente mental o algo parecido, ¿no? Pero no me dijo nada de la señora Moore, y yo supuse que sería la típica esposa trabajadora, que recibe huéspedes para ganarse la vida con honestidad.
-Bien, eso es lo que hace Leslie -dijo Ana, tajante-. Y no le resulta del todo agradable.
Espero que Dick no lo impresione. Si es así, por favor, que Leslie no se dé cuenta. Le dolería terriblemente. Él es como un niño grande y a veces se pone algo pesado.
-Ah, no me molestará. De todos modos, no creo que vaya a pasar mucho tiempo en la casa, a no ser durante las comidas. Pero, ¡qué desgracia tan grande! Su vida ha de ser difícil.
-Lo es. Pero a ella no le gusta que la compadezcan. Leslie había entrado en la casa y ahora los recibía por la puerta delantera. Saludó a Owen Ford con fría cortesía y le dijo con tono indiferente que la habitación y la cena estaban preparadas. Dick, con una sonrisa y arrastrando los pies, subió las escaleras llevando la maleta, y así Owen Ford quedó instalado como inquilino en la gran casa entre los sauces.

Ana y la casa de sus sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora