【 Capítulo 4 】

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El dolor de cabeza no me dejaba concentrarme en mi nueva partida de solitario. La oficina estaba vacía, todo el edificio estaba abandonado desde hace más de una hora, pero ni las pastillas ni el hecho de estar sola había logrado que el malestar se fuera.

—Maldición—me froté el rostro desesperada y cansada. Apenas eran las diez con once minutos, si pasaba un segundo más en aquel lugar moriría, y no tenía ganas de vagar por aquel edificio toda la eternidad

¿Por qué no me iba? Simple. El señor Kelley parecía ser muy estricto, lo suficiente para revisar las cintas de la noche anterior y descubrir que me había retirado antes de mi hora oficial de salida. Cuando llegué esta mañana, lo primero que vi fue al señor Kelley frente a mi escritorio con una cara de pocos amigos que haría que el mismísimo demonio huyera despavorido. Lo primero que escuché fue su reclamo por haber llegado tarde y un sermón sobre lo poco útil que resultaba para la empresa y lo mucho que debería de trabajar para hacer que el desistiera de la idea de echarme y hacer que nadie me contratara en toda la ciudad.

Había escuchado cada palabra para no hacer sentir mal a aquel sujeto. Me tenía sin cuidado su amenaza, podía mudarme cuando yo quisiera. Lo que el señor Kelley quería es que yo renunciara, ya que si me despedía sin razón alguna, debía de liquidarme, y lo que menos quería era perder dinero, aunque eso fuera una pequeña cantidad.

—No es que me agrades o algo por el estilo, pero deberías renunciar de una vez—había dicho Harriet una vez que el señor entró a su oficina

—Esperaré a recibir mi última quincena y lo haré—respondí bastante irritada

El resto del día, Harriet me mantuvo ocupada. Me hizo subir y bajar un millón de veces entregando y trayendo papeles, me obligó a escuchar su desesperante voz durante toda la tarde mientras yo componía unos archivos que, según ella, había hecho incorrectamente. Todo eso, mezclado con el estrés del sujeto que había entrado a mi departamento, el regaño de mi tonto jefe y las quejas de mi estómago, había logrado dejarme una horrible migraña de las cuales te hacían pensar si realmente las cosas valían la pena.

Miré el reloj de nuevo y casi grito de desesperación cuando descubrí que solo habían pasado tres minutos, tres horribles y largo minutos.

—¡Al demonio!

Me levanté del asiento y guarde mis cosas lo más rápido que pude, apagué la computadora y me dirigí al ascensor.

Como ya era costumbre, las oficinas estaban vacías y completamente a oscuras. El corredor que llevaba al ascensor era largo y había menos lámparas de los usual iluminando, provocando cierta sensación escalofriante. La noche anterior me había llevado un gran susto, por lo que ahora estaba nerviosa con la idea de estar sola y a oscuras en aquel sitio, y más cuando tenía la sensación de que alguien me observaba.

Con cierto pesar, me detuvo y eché una mirada a mis espaldas. El corredor se había convertido en un túnel del horror con aquella falta de luz y con esas puertas de cristal que daban a salas aún más oscuras. Un escalofrió recorrió el aire y me erizó la piel de la nuca al percibir un murmullo moviéndose a mi alrededor, como si alguien estuviera hablándome.

No esperé ni un segundo más y me apresuré al ascensor. Estar encerrada en esa caja de metal sola, no me hizo sentir del todo mejor. Aun podía percibir unos ojos sobre mi y, aunque me convecí de que eran simples alucinaciones mías, estaba segura de que alguien había respirado en mi cuello.

En cuanto las puertas se abrieron, salí apresurada hacia la pequeña oficina del guardia de seguridad. No quería pasar ni un segundo más ahí dentro.

Atrigeos I : EsenciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora