VII

5.8K 319 173
                                    

Cuando me volteo, veo a Alexander y a todos sus amigos mirándome fijamente.

Corre, zorra.

Empiezo a correr de inmediato, prefiero adentrarme en el bosque de noche que enfrentarme a Alexander y a todos sus amigos, que son muy, pero muy aterradores. No solo soy una chica cualquiera de un instituto cualquiera, sino que está más que claro que me he pasado el último rato observándolos desde lejos, lo cual me convierte en una acosadora. Si no le agrado a alguno de ellos, con todo el dinero que tienen, quién sabe, tal vez me demanden.

Muevo mis piernas con todas mis fuerzas, pero no veo casi nada porque es de noche. Además, la naturaleza y yo no somos grandes amigas, que digamos. En uno de mis intentos de paso grande, mi pie queda enganchado a una rama —para variar— y caigo de codos y rodillas al suelo.

Me pongo de rodillas, adolorida, y me sobo las articulaciones para sentirlas empapadas de lodo. No me sorprendería que hubiera sangre mezclada por ahí puesto que un dolor agudo como el de una herida profunda me perfora la piel en varias partes del cuerpo.

Trato de levantarme pero mi tobillo izquierdo, que fue el desgraciado que se enganchó a la rama, me hace perder el equilibrio. Por consiguiente, vuelvo a caer.

—¿Qué rayos fue eso? ¿Estás bien? —dice una voz masculina detrás mío, haciendo que mi corazón se salte un latido.

Me volteo y en ese momento mi corazón no se salta un latido, sino todo lo contrario; siento cómo me taladra las costillas en cada intento de latido. Se trata de nada más y nada menos que Alexander.

—Ven, apóyate en mi hombro.

Estira el brazo para rodear mi tórax y con el otro levanta mis piernas para ponerme de pie. No hago ningún intento de movimiento dado mi estado de shock absoluto, él hace todo el trabajo.

—¡Auch! ¡Mierda! —exclamo adolorida.

—¿No puedes levantarte? —me pregunta, poniendo su brazo detrás mío por si me vuelvo a caer.

—Sí, sí. Es solo que me duele, pero puedo caminar —me las arreglo para decir, si bien la conmoción todavía predomina.

—En marcha, entonces. Avísame si necesitas ayuda —responde.

—¿En marcha? —pregunto en confusión.

—No nos vamos a quedar acá parados toda la noche, ¿o sí? Vamos.

—¿Vamos adónde? ¿De qué estás hablando? —vuelvo a preguntar.

—Vamos a dejarte en tu casa. Joseph nos está esperando en su camioneta.

—¿Por qué me dejarías en mi casa? —insisto.

—Porque no voy a dejar a la hermana menor de mi amigo varada en un bosque y posiblemente lesionada a las ocho y media de la noche, ¿o acaso piensas que debería?

—Pues...

—Andando.

Alexander se voltea y se pone en marcha. No me queda más opción que seguirlo, la verdad es que tiene razón. Aunque no puedo dejar de lado el hecho de que en este preciso instante estoy sintiendo más emociones que en mis dieciséis años de vida enteros. No obstante, a pesar de la adrenalina, me cuesta caminar a su ritmo como también fue el caso hace algunas horas.

—Apúrate —me dice, a lo que yo bufo.

En unos diez minutos, salimos no por el lugar por el cual habíamos entrado, sino por uno más oscuro. Parece ser otra carretera.

Ahí nos están esperando dos camionetas; una gris y una negra. Alexander señala la negra y me hace un gesto con la mano para indicar que es esa en la que nos vamos a ir a casa.

Al otro lado de la calleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora