XIII

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Al día siguiente, me despierto sintiendo un extraño hormigueo en la boca de mi estómago.

Después de que Alexander me torturara cínicamente en el baño, mis amigos terminaron su partido de volleyball y les conté lo ocurrido. Fueron lo suficientemente considerados como para acceder a irnos para que no tuviera que verme expuesta a posibles nuevos incidentes con Alexander. Me despedí de todos — menos del trío del mal, claro— y le dije a mi hermano que me dolía la cabeza. Él me ofreció ir conmigo, pero, como era mentira, le dije que no se preocupara y que aprovechara el primer día libre que se había tomado en décadas.

Toda la noche pensé en Alexander y mentiría si dijera que no estuvo presente en uno que otro de mis sueños. Todavía me cosquillean las partes de mi cuerpo que tocó, como si el fantasma de sus dedos me hubiera maldecido. Me gustaría decir que estoy molesta con él por haberme arrebatado el primer momento de seguridad en mí misma con el que me encontraba en siglos, pero la verdad es que babeo al pensar cómo se sintió su piel contra la mía.

Me levanto de mi cama para mirar a través de la ventana y ver la luz del día. La ola de calor claramente no está dispuesta a dejarnos dado que el sol es tan intenso que siento que me atraviesa los ojos. No me quejo porque una mañana soleada siempre me es motivación para ponerme las pilas y empezar el día.

Abro la puerta de mi habitación y me dirijo hacia la cocina. En las escaleras, me cruzo con mi hermano, que luce más despierto que yo:

—¿Ya te sientes mejor, Ella?

En mi semblante se refleja una expresión desconcertada, —¿...de qué estás hablando?

—Ayer dijiste que te fuiste porque te sentías mal de la cabeza.

Mierda. Estúpida.

—¡Ah! ¡Verdad! Se me olvidó, es que se me pasó con todo lo que dormí y además me tomé un Ibuprofeno —miento—. Ya estoy bien, gracias.

—Me alegro —me responde con una sonrisa.

Oliver y yo bajamos a la cocina y ahí nos encontramos con nuestros padres. Mamá está friendo huevos y papá está preparando el café con un periódico en la mano.

—¡Buenos días! —nos saluda nuestra madre con entusiasmo.

—Buenos días, mamá. Buenos días, papá —respondemos mi hermano y yo en unísono.

—Buenos días, chicos —contesta papá.

Me siento en la mesa de la cocina, justo al costado de la pared para poder apoyar mi cabeza en la misma. Oliver se sienta al frente mío.

—¿Qué tal durmieron? —nos pregunta mamá.

—Llegué un poco tarde a la casa así que no muy bien, pero tengo que avanzar con mis tareas —le responde Oliver.

—Yo dormí bastante bien —comento.

—Me alegra decirles que tenemos planes para hoy —retoma la palabra mi madre—. ¿Recuerdan al pequeño Benjamin Dirksen?

Abro los ojos como platos.

—Bueno —prosigue—, estoy más que seguro de que tú lo recuerdas, Isabella, ya que aparentemente hablaste con él el otro día y él se lo contó a su papá. Su papá decidió entonces llamarme por teléfono para ver cómo estábamos todos, ya que no hablamos desde hace años, y yo, por mi parte, decidí invitarlo a la casa este domingo a almorzar con nosotros.

—¿Hiciste qué? —Me llevo las manos a la boca.

—¿Cuál es el problema? —me pregunta desconcertada.

Al otro lado de la calleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora