Una vez que termino de pronunciar dichas palabras, Joseph suelta un par de risas fingidas, me toma del brazo y me jala —con la delicadeza característica de Joseph, claro— hasta detrás de unos arbustos. No voy a mentir, la ubicación me recuerda a mis tiempos de acosadora en el bosque.
Mientras caminamos hasta los arbustos, intento ver rápidamente la reacción de Alexander. Todavía está sentado sobre el borde de la piscina con Edward. Está tan estático como una estatua y de su rostro no se desprende absolutamente ninguna emoción, pero sé que lo ha visto porque me observa con una mirada mortificante.
—Ella, ¿¡qué miércoles fue eso!? —me pregunta con los ojos salidos de órbita.
—Una chica disfrutando de su sexualidad libremente y a plenitud, como es su derecho —respondo con firmeza.
—¿O sea que lo que te dije hace unos minutos no tuvo valor alguno?
—Joseph, sé que eres un muy buen chico, pero también te tengo que decir que lo que me dijiste no pudo haber servido de mucho si no me explicaste exactamente por qué tendría que haberte hecho caso, así que no es como si me hubieras dejado muchas opciones.
—Sí, lo sé, pero... —lo interrumpo.
—No, Joseph, no lo sabes. Alexander me quitó la virginidad y no se dignó en decirme una palabra después de hacerlo, tal y como si fuera un juguete sexual cualquiera. Encima de eso, hoy se me acercó para nada más y nada menos que decirme que enrollarme con él y sentirme como mierda había sido responsabilidad mía, que yo sabía en lo que me estaba metiendo. ¿Y sabes qué es lo peor? Antes de arrastrar mi autoestima y dignidad hasta el subsuelo, ¡me besó, a pesar de que estaba tan molesta como se puede estarlo! ¡Como si tuviera el puto derecho a usarme para sus propios fines cuando se le da la putísima gana!
—No estoy negando que eso haya estado fatal... —retoma la palabra, mas yo lo vuelvo a interrumpir.
—No, pero ¡por el amor de Dios! ¡Me estás pidiendo que ignore todas las idioteces de Alexander sin razón alguna! No puedes reclamarme que comience a vivir la vida sin Alexander. Todo lo que quiero es que mis decisiones sean independientes de su existencia.
—¿Ah sí? ¿Independientes de su existencia? Pues dime, Isabella, si tus decisiones ahora son independientes de su existencia, ¿qué fue lo que acaba de pasar?
—¿A qué te refieres? —pregunto, confundida.
—Tú sabes muy bien a qué me refiero, sabes cuál es la verdadera razón por la que besaste a Gregory.
—¿Qué estás insinuando?
—Sabías que Alexander estaba mirando, sabías que iba a verte besar a Greg y por eso mismo lo hiciste. Querías hacer que sintiera el dolor que él hizo que sintieras tú.
—Escucha, Joseph. No quiero iniciar una pelea contigo pero...
—Ella, tal vez ni tú misma te hayas dado cuenta y lo hayas hecho inconscientemente pero, a ver, ¿me vas a decir que habrías besado a Greg si Alexander no habría estado con nosotros, observando lo que hacíamos?
Mierda. ¿Qué cojones acabo de hacer?
—Es que... —acepto que Joseph tiene razón y me siento en la banca al frente del arbusto. Me llevo las manos a la frente en señal de rendición. Esto es patético—. Soy una ilusa. Y aparentemente ahora también soy una persona mala y vengativa.
—¡No digas eso! Lo digo en serio —me dice Joseph. Se sienta en la banca al costado mío para consolarme, me soba el brazo derecho con la mano—. Cualquiera habría hecho lo mismo. Tuviste completa y absolutamente toda la razón cuando dijiste que Alex te trató como mierda, y también cuando dijiste que no tenías por qué hacer lo que te decía si no te daba ningún motivo tangible.

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Al otro lado de la calle
RomanceAlexander Blumenberg es inteligente, talentoso, germánico, millonario e irresistiblemente atractivo. Nunca lo vi como nada más que el amigo de mi hermano (además del protagonista de mis más descabellados sueños), hasta que una serie de sucesos, tant...