IX

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Siento los latidos de mi corazón acelerarse como el motor de un Maserati, lo siento taladrar a través de mis costillas a un ritmo tan rápido que me da la impresión de que sus batidos se convertirán en una sola estocada continua y vehemente.

Cómo odio los malditos lunes.

A diferencia de lo que la mayoría de la gente suele asumir, no los detesto porque representen el inicio de la semana escolar, sino porque, a última hora, tengo que someter mi delicado cuerpo a la tortura que el entrenador llama 'Educación Física' durante dos horas enteras.

Lo entendería si lo que bajara mi promedio general fuera historia, materia en la que soy irrefutablemente inútil debido al poco empeño que le pongo a memorizar esa infinidad de datos que en mi vida no tienen ningún significado. No obstante, me cuesta creer que el peor de mis martirios, que la única materia en la que mi desempeño no depende en lo absoluto del esfuerzo que le ponga, por más arduo que sea, sea la que esté arrastrando mi promedio hasta las concavidades más profundas del inframundo.

Después de veinte minutos corriendo en la pista de atletismo, ubicada alrededor de la cancha de fútbol, el sonido del silbato del entrenador Hussey suena como cantos gregorianos a la distancia. En cuanto las ondas sonoras penetran mi tímpano, me desplomo en el suelo, liberando de un golpe toda la energía que llevaba acumulada en las piernas.

Escucho pasos acercarse hacia lo que podría confundirse con mi cadáver y pronto reconozco la risa de Julie detrás mío.

—No te costaría tanto si sacaras tu trasero de tu habitación una vez a la semana a trotar por el parque de la esquina, ¿sabes? —comenta mientras me ayuda a levantarme.

—Algunos de nosotros tenemos cosas más importantes que hacer que desfilar alrededor de un cuadrado de pasto, ¿sabes? —le respondo con desdén.

—Lo que tú digas, Winston Churchill.

Julie y yo entramos en los camerinos en donde todas las chicas ya están circulando semidesnudas. Como ya se acabó la jornada escolar, decido darme un muy merecido descanso y recostarme en la banca al frente de los casilleros.

Sin darme cuenta, me quedo dormida y, para cuando me despierto al son del timbre de mi celular, los camerinos están completamente vacíos. Me sentiría indignada ante el hecho de que Julie no pensó en despertarme, pero estoy demasiado ocupada estresándome con la hora dado que ya son las seis y, a causa de mi condenada siesta, no sé si me va a dar tiempo de terminar todas las tareas que tengo que hacer para mañana.

Me apuro en guardar mi celular en mi bolso y ni siquiera me molesto en cambiarme. Después de todo, vivo apenas a unas cuantas cuadras de la escuela así que no tengo por qué perder tiempo cambiándome acá si lo puedo hacer en mi casa.

Salgo de los camerinos con un paso acelerado y entorno los ojos ante la luz del sol, que me da directamente en los ojos de forma potente visto que el sol se pone justo al frente de la puerta de salida de los camerinos.

Corro para atravesar el campo de fútbol y llegar a la salida del establecimiento, que queda justo después del anterior. Muevo mis piernas con todas las fuerzas que me recargó la siesta, mas la luz del atardecer me impide ver hacia dónde me estoy desplazando.

De repente, me choco con los que se sienten como unos pectorales amplios y pétreos. Ahora que su cuerpo monumental tapa el sol de mi vista, logro reconocer las facciones toscas del rostro de Kendall Traebert, jugador estrella del equipo de fútbol de mi escuela que, cabe recalcar, no fue suficiente para derrotar a los del Emerson hace no mucho tiempo.

En mi intento de alejarme de Kendall, me choco con dos otros voluptuosos cuerpos más, que identifico como los de Joshua Jiang y Anthony Rutkowski.

Al otro lado de la calleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora