XXXI

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POV Alexander

Al principio, me fue difícil sincerarme con Isabella. Sin embargo, con cualquier otra persona, no solo habría sido difícil, sino que habría sido imposible.

Con Isabella me siento cómodo, me siento libre, me siento vulnerable y, sobre todo, me siento como yo mismo. Aunque a primera vista suene extraño, la verdad es que yo mismo no conozco a Alexander Blumenberg. Cuando toda la gente que te rodea te dice cómo tienes que ser, se te olvida quién eres en realidad.

No obstante, con Ella siento que estoy redescubriéndome. A veces incluso me da la impresión de que hago los mismos chistes que hacía con Erik, se siente como si el Alexander de 12 años que no tenía una sola preocupación en la vida más que sus regalos de navidad y de cumpleaños, y fastidiar a su hermano saliera a la luz.

En mi mundo, las impresiones lo son todo y la esencia de las personas no vale nada. Lo que importa es quién piensa la gente que eres y no quién eres o quién quieres ser en realidad. Es por eso que, cuando interactúo con las personas de mi círculo social, en realidad no sé qué persona se esconde detrás de la máscara con la que estoy hablando.

Por el contrario, Ella es genuina, es sincera, es fácil de leer. Cuando me dice que me quiere, que me desea, sé que lo dice porque es verdad, e incluso cuando no, soy capaz de darme cuenta de que no deja de ser cierto.

Llego a mi casa con el corazón latiendo a mil. Son las dos de la mañana, es tardísimo. Lo peor es que ni siquiera nos dimos cuenta de la cantidad de tiempo que pasamos hablando, un poco más y nos daba hipotermia.

Cierro la puerta y dejo mi abrigo, que mi pelo todavía mojado empapó, en el ropero de la entrada. Trato de pisar suavemente para no hacer mucho ruido dado que asumo que todos en la casa están durmiendo. No obstante, de repente, todas las luces de la sala se prenden.

Por un momento, el cambio brusco de iluminación me ciega. Una vez que mis ojos se acostumbran a la luz, me percato de que mamá y papá están sentados en el sofá de la sala. Ni siquiera se han puesto el pijama, están vestidos con su ropa de oficina. Parece que me han estado esperando un rato, sin hacer el más mínimo movimiento.

—Mamá, papá. Buenas noches.

—¿Tienes idea de qué hora es? —me dice mi mamá, con una mirada helada. Su tono no expresa rabia ni disgusto, nunca lo hace, pero es imposible no percibirlos. Así es mamá, la rabia y el disgusto simplemente están en su naturaleza.

Saco mi celular de mi bolsillo: —Son exactamente las... dos y siete de la mañana.

—Lo dices con toda la naturalidad del mundo, Alexander —responde esta vez mi papá.

—No es como si alguna vez en mi vida les haya importado a qué hora regreso a casa. Le dije a Monika que les avisara que iba a salir y que regresaría tarde.

—Esa es una bonita camisa —observa mi madre, ignorando por completo lo que acabo de decir. En esta familia, ya se ha hecho costumbre que las palabras se queden flotando en el aire, sin llegar a ninguna parte—. Es tu camisa favorita, si no me equivoco.

—En efecto, mamá. No te equivocas.

—No sueles ponerte esa camisa a menudo. ¿A qué se debe la ocasión?

—¿A qué se debe el interrogatorio? —le pregunto de vuelta, comenzando a desesperarme. Los interrogatorios de mamá nunca llegan a nada bueno—. Tú misma te alteraste por la hora que es. Si tanto te importa, entonces vamos a la cama. Mañana tendrás todo el día para regañarme.

—Alexander, no evadas la pregunta de tu madre —interviene mi padre, frío como el hielo. Su tono de voz casi combina con sus ojos impecablemente celestes.

Al otro lado de la calleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora