Una vez que Ben entra a la casa, nos instalamos todos en los sillones y sofás que se encuentran frente al televisor de la sala. Me siento al costado de Alexander para que prosiga con los puntos en mi herida, como había querido hacerlo antes de las interrupciones.
Alexander me sostiene el dedo, aliviado dado que por fin puede proceder tranquilamente, hasta que Ben lo interrumpe:
—¡Ey! ¡Ella! ¿¡Qué te pasó en el dedo!?
Alexander me limpió la mayor parte de la sangre de la herida con alcohol pero esta última es tan grande en relación a mi dedo que de todos modos llama la atención.
—¡Wow! ¡Te tienen que poner puntos urgentemente! —comienza a decir, pero luego se percata de que Alexander me está sosteniendo el dedo con una mano y una aguja con la otra—. Espera, no estás a punto de ponerle los puntos tú, ¿no?
—Bueno... —me apresuro en responder, para que Alexander, a quien la cara ya se le está enrojeciendo de la rabia, no suelte ningún insulto rabioso.
—Y tú no estás a punto de dejarlo, ¿no? —pregunta Ben esta vez dirigiéndose a mí.
—¿Y a ti por qué te importa que me deje ponerle puntos? —espeta Alexander.
—¡Porque le puedes hacer mucho daño si es que no lo haces correctamente! ¿Acaso no es obvio? ¡Encima lo estás haciendo sin anestesia! Solo hace falta un poco de sentido común para darse cuenta de que si se puede acceder a profesionales, hay que acudir a ellos —responde Ben.
—Fui a un campamento de formación en primeros auxilios el verano pasado. Sé poner puntos. —Alexander pronuncia separada y firmemente cada sílaba de la frase.
—Bien por ti. Podrás salvarnos la vida en un mundo apocalíptico en el que no haya doctores, pero le ahorrarías bastante sufrimiento a Ella si dejaras de lado tu capricho de jugar al cirujano y me dejaras llevarla al hospital para que se encargue un profesional. —Alexander se tensa cuando escucha a Ben llamarme 'Ella' dado que sabe que a él lo obligo a llamarme por mi nombre completo.
—¿Y por qué te dejaría que tú fueras el que la lleve al hospital?
Acto seguido, se levanta para confrontarlo y Ben se para a su vez en señal de defensa. Alexander se le acerca para confrontarlo cara a cara.
—Lo que pasa es que no hace falta que me tú me dejes llevarla al hospital.
—¡Ey, ey, ey! ¡Chicos! —interviene Oliver, interponiéndose entre los dos—. ¡Basta de peleas! Podemos tomar la mejor decisión para mi hermana sin discutir como trogloditas.
—¿Y por qué tu amiguito cualquiera de la infancia tiene que contribuir a la toma de decisión? —le pregunta Alexander, furioso.
—¿Y por qué tu amiguito cualquiera de la escuela tiene que contribuir a la toma de decisión? —le pregunta esta vez Ben, no tan temperamental como Alexander pero enojado de todos modos.
—¿Saben qué? Ambos tienen razón —responde firmemente mi hermano—. Ninguno de los dos tiene nada que ver con mi hermana —Ehm... Refutable, pero no digo nada—. Por lo tanto, ninguno de los dos tiene por qué decidir por ella. Ella, ¿qué quieres hacer?
—Sí, Isabella. ¿Qué quieres hacer? —repite Alexander la pregunta de Oliver, casi pareciera que una llama incendia su mirada cuando lo hace.
No les voy a mentir. Lo correcto sería tomar una decisión en base a mi sentido de la razón; tomar una decisión de forma exclusivamente objetiva. No obstante, no puedo evitar pensar en lo emocionante que es ver a Alexander enfurecerse de esa forma por mí. Al fin y al cabo, lo que más le molesta de Ben no es el hecho de que le esté impidiendo ponerme los puntos, sino el historial de celos que ha sentido hacia él.

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Al otro lado de la calle
RomansaAlexander Blumenberg es inteligente, talentoso, germánico, millonario e irresistiblemente atractivo. Nunca lo vi como nada más que el amigo de mi hermano (además del protagonista de mis más descabellados sueños), hasta que una serie de sucesos, tant...