CAPÍTULO 8 - LUNES

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Decido quedarme a la clase extra. Todavía no puedo creer que estoy a punto de fallar en una de mis materias preferidas. No es que me resulte complicada, sino que el profesor me aburre y que, debo admitir, nunca recuerdo entregar la tarea.

Ya bastantes obligaciones tenemos los alumnos dentro de la escuela como para sumarle trabajo extra en nuestro hogar. No tiene sentido. ¿Acaso los empleos le mandan tarea a sus empleados para que hagan en fines de semana? No. Los adultos van a su trabajo, cumplen sus funciones, regresan a sus hogares y son libres.

Con la escuela debería ser igual. Nos levantamos temprano, asistimos a las clases y rendimos exámenes en base a lo que aprendemos. Eso es más que suficiente (porque incluye estudiar en casa). ¿Qué necesidad hay de enviar tarea? ¡Ninguna! ¿No les alcanza con torturarnos por aproximadamente seis horas seguidas durante cinco de los siete días de la semana?

La tarea es estúpida.

Por fortuna, como somos solo tres los alumnos que necesitan mejorar sus calificaciones, la clase es personalizada y a mí solo se me pide hacer todo lo que nunca entregué por pura vagancia. Me quedo en silencio en mi escritorio y trabajo rápido, Matemática me resulta muy fácil.

A mi derecha, Melanie intenta ponerse al día con todos los temas que se perdió cuando estuvo de viaje; se fue por dos meses a Europa por un problema familiar —del que no nos contó nada, y que sospecho es solo una excusa— y ahora debe recuperar el tiempo perdido si es que quiere graduarse.

Cerca de la pizarra, Gus llena al profesor de preguntas básicas una y otra vez. No entiende nada por más que recibe explicaciones simples. Se nota que le cuesta mucho la materia.

Termino temprano con lo que tenía asignado para hoy y me marchó. Abandono la escuela mientras silbo una canción que no deja de sonar en mi cabeza. No sé ni dónde ni cuándo la escuché, pero no puedo dejar de pensar en la melodía.

Camino sin prestar demasiada atención a lo que hago. Mi mente está en cualquier lado. Pienso en qué ropa llevaré mañana al gimnasio para ver a Matías y me pregunto qué gorra tendrá puesta él.

Abro la puerta y...

¿¡QUÉ DEMONIOS HAGO EN EL GIMNASIO!?

La costumbre me hizo caminar hasta aquí como todos los lunes. Estaba demasiado distraído como para notarlo.

Debo verme como un completo idiota y no tengo forma de esconderme o de huir. De pie en el umbral, observo a Matías. Él me sonríe con la cabeza ladeada, confundido. Lleva una gorra deportiva naranja con un logo que no reconozco.

Es mi color preferido. Me encanta lo bien que le sienta sobre su tez oscura.

—¿Gaby? —saluda desde la recepción—. ¿Te puedo ayudar con algo?

"Sí, mi corazón está por explotar, un abrazo y un beso me vendrían geniales", pienso.

—Lo... lo siento —murmuro. Me rasco los rulos, nervioso—. Por costumbre, vine hasta aquí en vez de ir rumbo a mi casa. Soy un idiota.

Uno de estos días voy a morir de vergüenza literalmente. Mi tumba dirá: Gabriel Petronatti. Gran hijo, hermano y amigo. Murió de pena".

Matías suelta una carcajada sincera. Se ríe de mí, pero por algún motivo no me siento incómodo ante ello.

—Bueno... entonces, lo siento. Me voy —susurro, apenado—. Nos vemos mañana, si es que no me olvido.

—Si quieres, te puedo mandar un mensaje cuando salgas de la escuela —ofrece él—. Te diría de ir por ti, pero es horario laboral, no puedo. Además, ni siquiera sé a qué escuela atiendes —bromea.

El chico de las mil gorras (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora