CAPÍTULO 20 - SÁBADO

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Amo los fines de semana, pero ¿quién no? Es refrescante poder tener dos días para uno mismo, para disfrutar de la manera que queramos. Algunos prefieren relajarse, otros optan por lo salvaje. A mí me agrada el término medio: dormir hasta tarde y divertirme con mis amigos.

Mi madre siempre dice que el equilibro se encuentra en usar un día para agotar todas nuestras energías y el otro para reponerlas. En su caso, ella suele dedicar el sábado a mis hermanos menores y el domingo para mirar series en Netflix en camisón desde que se levanta y hasta que se va a dormir.

Veo en ella uno de mis mayores miedos: la soledad. Mi mamá no tiene amistades reales fuera de su trabajo, no sale a comprar ropa con otras mujeres y solo va al cine cuando el trío quiere ver algo de Disney. Dice que no piensa darse una oportunidad con otros hombres hasta que no nos hayamos graduado todos del secundario. Y para eso falta más de una década. Su vida está entre las obligaciones laborales y las familiares.

No quiero que algo así me pase a mí. Me aterra distanciarme de mis amigos y no tener a quien amar, alguien que pueda abrazarme luego de un mal día, que me acompañe en el camino de la vida.

Suspiro. Oigo la puerta frontal cerrarse y me asomo por la ventana. Mamá y los niños se alejan por la acera. Van todos de la mano en una cadena humana de esas que todos en la ciudad detestan porque ocupan todo el espacio y avanzan con lentitud. Sonrío, estoy segura de que ella ni siquiera lo nota.

Hoy parece haber refrescado un poco. Estamos en primavera, pero el viento helado se cuela incluso por las pequeñas hendiduras entre ambos paneles de la ventana. Me coloco la chaqueta de cuero marrón que me obsequiaron la Navidad pasada. No es de mi estilo, aunque es perfecta para la temperatura del día. No me abriga demasiado ni permite que me congele. Se me ve rara, lo noto en el reflejo de la ventana.

Matías pasará por mí en cualquier momento. Hoy será mi día ocupado. Primero iré a su hogar a ver un par de películas y luego tengo que llegar a casa de Mila para la cena. Es el cumpleaños de su hermano, Alan, y nos ha invitado a todos. Muchos de sus amigos están estudiando fuera de la ciudad en universidades alejadas y no pudieron organizar un viaje.

Sin dejar de observar mi reflejo, estiro una mano hacia la cajonera y tomo la crema que ayuda a darle forma a mis rulos. Me coloco un poco más, solo para estar seguro de que el cabello no se me arruinará antes del final de la noche. Estaré fuera prácticamente todo el día, después de todo.

Me cuesta estar seguro sobre qué tan bien formados están los bucles porque no tengo los lentes puestos. Como a los de siempre se les rompió una patilla, estoy usando los de repuesto que se ven horrendos. Los llevo en la mochila, pero solo me los colocaré si es necesario. Parecen los de mi abuela. Los compramos porque eran los más económicos, como un par extra para caso de emergencia. Los odio. Son grandes y de vidrios gruesos; los marcos plásticos tienen un estilo que intenta imitar algo como... ¿marmol? No estoy seguro, solo podría asegurar que son terriblemente anticuados.

Un vehículo se aproxima, creo que es Matías. Dibujo una sonrisa y cierro las cortinas, me escondo. No quiero que sepa que lo esperaba con ansias, que vigilaba la calle. Recojo la mochila que carga con un par de videojuegos pequeños y un pequeño regalo para Alan.

Busco mi teléfono en ambos bolsillos de mi pantalón. No lo encuentro, me desespero. ¿Dónde lo dejé? Comienzo a revisar los sitios de siempre: el escritorio, entre las almohadas, debajo del gato —a Tobías le encanta dormir encima de cosas electrónicas—, sobre la cajonera y dentro de la mochila.

¡No está! Comienzo a preocuparme cuando oigo el timbre. Maldición, no puedo salir sin mi teléfono. Mi madre necesita saber dónde estoy y mis amigos me avisarán de cualquier cambio de planes.

El chico de las mil gorras (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora