CAPÍTULO 18 - JUEVES

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La ropa deportiva me incomoda, en especial cuando debo usarla en público. Por algún motivo que no logro comprender, casi todas las prendas de esta clase son muy llamativas. Las zapatillas tienen tonos chillones como fluorescentes, los shorts no vienen de un solo tono liso, sino que tienen siempre al menos dos y es casi imposible encontrar una camiseta que vaya a juego con el mismo diseño o color. La excepción a la regla son los conjuntos que vienen en colores de equipos deportivos famosos, ¡y yo no conozco ninguno!

Me siento ridículo. No es lo mismo ponerse pantalones cortos para dos horas de entrenamiento o en el gimnasio que ponérselos para caminar por la ciudad, tomar el transporte público y andar por el parque. Sé que hay muchos jóvenes que salen a ejercitarse en la zona, pero a ellos el estilo deportivo se les ve bien porque todo en sus figuras grita en silencio: "¡Soy un deportista!".

No es mi caso. Yo soy un espantapájaros de piel pálida porque nunca tomo sol, no sé combinar ropa deportiva, no tengo conjuntos de marcas costosas, llevo lentes y se nota a leguas qué tanto me incomoda que extraños vean mis piernas. No tengo músculos y me quedo sin aliento después de apenas cinco minutos.

Todo sea por amor.

Es por Matías que tolero la humillación, la incomodidad y la vergüenza de caminar por el centro de la ciudad vestido de forma tan absurda que parece que fuera a una fiesta de disfraces. Sé que varias personas se giran a verme, que llamo la atención porque cualquiera puede notar que no soy un deportista.

Es como cuando adultos con sobrepeso van al gimnasio por dos semanas con ropa nueva y cara que resalta entre el montón y luego nunca más aparecen porque se rinden casi al instante. Es fácil detectarlos. Pagan por el plan anual como yo, van un par de días seguidos muy emocionados por mejorar su salud y su figura, se compran equipos nuevos y costosos a la moda. Los que tienen menos determinación desaparecen en menos de una semana. Los más atrevidos pueden llegar a tolerar hasta tres meses. Creo que solo he visto a una de esas personas alcanzar medio año de entrenamiento.

Suspiro, cabizbajo.

Me gustaría alzar la mirada, pero temo encontrarme con ojos curiosos, con sonrisas de lado y susurros a mis espaldas. Sé que me veo estúpido, ¡maldita sea!

Llevo una mano al teléfono que está en mi bolsillo y apago la música. Acomodo los audífonos alrededor de mi cuello y doblo en la última esquina. El parque se alza frente a mí como un monstruo con la boca abierta que quiere tragarme.

Solo espero no cruzarme con nadie de la escuela mientras entreno.

Cruzo la avenida y me interno en el sendero central. Matías deberías estar ya esperándome, el horario pactado para el encuentro era a las dos de la tarde y ya es casi media hora tarde. Detesto llegar tarde, pero no es mi culpa que el tráfico se atascara cuando iba en el bus. Sé que él lo comprenderá, que no se enfadará.

Alzo por fin la mirada cuando noto que la fuente de agua central ya está en mi campo visual, el viento arrastra algunas gotas que chocan con mis mejillas, ew.

No puedo evitar sonreír.

Pocos metros más adelante, Matías aguarda por mí. Está de espaldas, con una pierna sobre el costado de la fuente mientras estira su cuerpo para tocar la punta de los dedos de su pie. Me pregunto si se ha pasado todo el rato entrenando sin mí.

Muerdo mi labio inferior; me es imposible no detener la mirada en lo bien que se ve con sus pantalones cortos y en el modo en el que la tela se abraza a su cuerpo a causa de la posición. Incluso su trasero es perfecto.

El chico de las mil gorras (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora