CAPÍTULO 3 - MIÉRCOLES

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Olvidé cargar mi teléfono por la noche. O mejor dicho, Tobías, mi gato, se puso a jugar con el cable hasta que lo desconectó en algún momento de la madrugada. Y para cuando la alarma sonó, tenía apenas un treinta por ciento de batería. Lo apagué.

Amo a mi mascota, pero a veces quisiera arrojarlo por la ventana. Tobías ya está un poco viejo y, en general, no le permito dormir en mi habitación. A veces se esconde en algún rincón y yo no me entero hasta que escucho que algo se cae en medio de la noche. Pasa que el pobre está un poco ciego y le calcula mal a los saltos.

No estoy enfadado con Tobías, pero no me agrada estar incomunicado. A veces me pongo un poquito obsesivo con las redes sociales en mis ratos libres entre una y otra clase. Me gusta ver las fotos que suben mis amigos, revisar noticias sobre videojuegos y... ¿para qué negarlo? Ahora que tengo el nombre del chico de las mil gorras, quería aprovechar para buscarlo en Facebook o en Instagram y guardarme algunas fotos suyas que puedan levantarme el ánimo cuando estoy triste o abrumado.

Acaricio a Tobías detrás de las orejas hasta que lo escucho ronronear. Le dedico una sonrisa y le pido que tenga más cuidado con mis cosas. Sé que no me entiende, pero no pierdo nada con intentarlo.

Es hora de comenzar con mi día.

Sigo la rutina mañanera de la ducha y el desayuno antes de partir rumbo a la escuela.

Hoy tengo clases de Educación Física durante toda la mañana, lo detesto. Me agrada hacer gimnasia, pero nuestro profesor solo nos manda a jugar partidos de fútbol o de básquet. Y yo no sirvo para esas cosas.

En fútbol me ponen de defensor porque saben que como delantero me falta decisión y como portero le tengo pánico a que un balón me pegue en la nariz.

Con el básquet pasa algo similar. No soy uno de los chicos más altos del curso, pero tampoco soy bajito. El problema es que tengo que jugar sin lentes y mi puntería apesta. No anoto ni un punto en los partidos. Hablo en serio, creo que no he tirado bien un solo balón en todo el año. Y no, me niego a usar lentes de contacto. Tuve una mala experiencia en la escuela primaria —me olvidé de quitármelos antes de dormir—. Nunca más me pondré un vidrio en el ojo.

Al menos, la tortura es solo un día a la semana.

Llego al campo de juego que está junto al edificio central de la escuela y saludo a mis compañeros. Algunos de ellos ya están preparándose para salir a jugar un partido de fútbol. Espero que hoy me permitan quedarme en la banca durante la primera mitad.

Y sucede. El entrenador no dice mi nombre. Soy suertudo, siempre lo he sido. Gano premios en sorteos, me encuentro dinero en la calle, las tostadas se me caen sin que la mantequilla choque contra el piso y cosas por el estilo. No me puedo quejar, tengo buena fortuna en casi todo momento.

Cada varios minutos llevo una mano a mi bolsillo con la intención de encender el teléfono, pero luego me arrepiento y no lo hago. Matías debe estar dormido todavía; ayer me contestó durante el almuerzo recién, así que no puedo permitirme gastar la poca batería que tengo a estas horas de la mañana.

Y tampoco es un buen momento para buscarlo en redes sociales. Cualquiera de mis amigos podría acercarse con sigilo y averiguarlo todo. No puedo permitirlo.

Debo ser paciente. Juego con mis dedos en el aire; los muevo, inquieto, y finjo prestarle atención al partido. La mitad de mis compañeros se han colocado un chaleco amarillo fluorescente, como los que usan los albañiles en construcciones, por encima de su ropa para diferenciarse del equipo contrario. Espero que, cuando me toque jugar, me pongan en el grupo sin chalecos. Se ven horribles.

El chico de las mil gorras (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora