Capítulo 29.

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Capítulo 29 Quiero cantar sobre ti

A la mañana siguiente y en pijama, todos observamos a Jenna mientras se metía en la parte trasera del coche de sus padres como si de un coche patrulla se tratara. Las chicas y yo nos miramos con desconcierto, pues ni siquiera habíamos hablado todavía con los profesores. Increpé a Moe con la mirada, pero ella estaba igual de perdida que yo.

Una vez el coche hubo salido del campamento, las cinco nos acercamos hasta Amy, que todavía les decía adiós con la mano. De brazos cruzados, le pregunté:

—¿Qué ha pasado con Jenna? ¿Por qué han venido a recogerla?

Con las manos frente a su cuerpo, Amy nos informó:

—Ha decidido meterse al ejército.

Los ojos se me salieron de sus órbitas.

—¿¡Qué?! —chillamos. Inmediatamente después, Amy se dobló de la risa. Nos la quedamos mirando como si estuviera loca.

—¡Es broma! ¡Dios! Vuestra generación se lo cree todo.

—Entonces, ¿qué? —quiso saber Audrey.

—Llamó a sus padres diciendo que quería cambiarse de instituto—Amy se encogió de hombros—. Le dije que se quedara al menos hasta terminar el campamento, pero me dijo que no: que nada la estaba reteniendo aquí.

Moe alzó las cejas, y Amy nos sonrió antes de irse con el resto de profes. Sam y Rachel bostezaron a la vez. Le eché una mirada rápida a Audrey, pero ella tenía la suya puesta sobre la esquina por la que había desaparecido el coche de los Parekh. No obstante, yo estaba segura de que Jenna seguiría dando guerra, de un modo u otro, aunque nada tuviera que ver con nosotros.

De vuelta a casa, anduve por el pasillo del autocar en busca de un asiento. Sam se había sentado con Chase; Rachel, con Audrey. No sabía con quién me sentaría yo, pero lo que estaba claro era que no hablaríamos mucho. Todas parecían tan cansadas que estaba segura de que lo único que deseaban era echarse una siesta hasta que llegáramos a Walkway. En efecto, Moe también dormía (lo cual era extraño, pues estaba bastante segura de que nunca lo hacía) junto a Will, que roncaba. Torcí el gesto. Nunca pensé que sería yo quien diría esto pero, ¿acaso hay alguien en este autocar que no tenga setenta años?

Alguien me estiró de la mano y caí sentada a su lado, divertida. Era Dylan. Tenía la cabeza apoyada contra la ventana y una sonrisa absurda. No me había soltado y empezó a jugar con nuestras manos, amenazando con entrelazarlas. Me puse nerviosa. Definitivamente, no tenía nada que ver con cuando nos dimos la mano al salir del armario de la limpieza aquella tarde, a principios de curso. Ahora notaba un hormigueo por todo el cuerpo, porque era de verdad.

Tenía una expresión perezosa, mirándome con un ojo abierto y el otro cerrado.

—No eres mono—le hice saber, y entonces frunció el ceño—. No me puedo creer que tú también estés a punto de hacer la siesta. ¿No se suponía que eras divertido e imprevisible?

—Oye, no te pases con las siestas. ¿Qué tienen de malo?

—Todo—contesté riendo, y saqué mi libreta de la mochila—. Es tiempo desaprovechado. Además, si quiero dormir, para eso está la noche. ¿Es eso una almohada?

Le echó un vistazo a la almohada blanca que acababa de colocar entre su cabeza y el cristal, como si ya se le hubiera olvidado que estaba ahí.

—Ah, pues claro. Siempre me llevo mi almohada conmigo. No me sirve ninguna otra, tiene que ser esta.

—Creo que eso es lo más Rylee que has dicho hasta ahora—contesté, y él se rio, sus hombros sacudiéndose. Me coloqué uno de los auriculares y, tras dudar un poco, le dije: —¿Quieres el otro? Puedo poner lo que tú quieras.

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