| ℂapítulo 10

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Todo el reino se encontraba sumido en un caos constante, dejando solo a los más pobres que no se enteraban mucho de los asuntos de los más poderosos y ricos de palacio. Platos, vajillas, copas, cubiertos.. Todo era transportado entre los brazos de todos y cada uno de los sirvientes que la familia real de Edimburgo tenía bajo su mando en palacio.

La coordinadora de todo el ajetreo que se había formado cada uno de los días de las dos anteriores semanas, era una ama de llaves llamada Alexandra, la cual había sido ascendida hacía ya varios años al puesto de supervisora a causa de su longevidad en el puesto de sirvienta. 

Cabía destacar también, la cantidad de trabajo que tenían las sirvientas que habían sido asignadas para el trabajo de limpieza de habitaciones, el comedor principal y los pasillos. Las pobres eran dirigidas por Sibila, puesto que, gracias a que ese era su antiguo trabajo, se conseguían mejores resultados.

Por otro lado, se encontraban los cocineros, los cuales también habían necesitado una persona al mando —en este caso, también era una mujer— que se llamaba Tamara, y la cual, todos los días hacía pequeños cambios en el menú del próximo 4 de Octubre, día de la gran visita por parte del reino vecino. Esta se solía comunicar con el monarca del reino a través de su mujer, la reina María II, la cual había ultimado los detalles del menú definitivo. 

También, estaban los miembros del ejército y de la guardia real, aunque esta última, tendría que prescindir del joven James por pertenecer, de forma directa, a la familia real por la simple razón de que era el hijastro del hermano del rey. 

La guardia real, por un lado, se tendría que mantener en la sala del comedor durante toda la cena, sin poder ausentarse ninguno de los 5 operativos de la velada. También, serían los encargados de garantizar la comodidad de cada uno de los invitados, por ejemplo; si querían salir a los jardines a fumar o a, simplemente charlar, un guardia tendría que acompañarlos en todo momento; si alguien quería ausentarse para ir al servicio, el guardia tendría que acompañar al solicitante; y así, con miles de situaciones posibles más.

Por otro lado, los componentes del ejército —los más veteranos, mejor dicho—, tenían las órdenes de no dejar pasar a nadie a palacio tras las campanadas de la iglesia cercana que marcarían las 10 en punto de la noche. A esa hora, los invitados tenían la responsabilidad de estar ya en la cámara de recibimiento de invitados del castillo. 

Los sirvientes y mayordomos encargados de la mesa, la colocación de esta y del transporte de la comida hasta los comensales, tenían unas estrictas órdenes que decían que siempre había que tener un orden: salir en fila, recoger los platos al mismo tiempo aunque acaben antes, poner cada uno de los platos a la vez y en orden, empezando así por donde se sentaban los reyes y esposas, hasta acabar en los familiares del rey visitante.

Todo se encontraba organizado, y eso, tanto a la familia real como al ámbito militar, les traía una especie de paz antes de la tormenta. Y más a Guillermo II, el cual se encontraba probándose los mantos que iba a llevar el día de la reunión. 

Mientras, su esposa lo miraba atenta y se fijaba en cada uno de los bordados que la nueva adquisición de su marido traía. Sonrió al ver la mueca de aburrimiento que este tenía, aunque no decía nada por simple respeto a la mujer que le tomaba las medidas por los brazos, cintura y muslos.

—No se mueva, Su Majestad, traeré a una compañera para que me ayude a quitárselo. Ya terminamos —dijo la mujer con cabellos canosos y recogidos en un moño pulcro y sin ninguna imperfección.—

— Cristo, me estaban doliendo demasiado los brazos —susurró el rey, bajando estos al sentir la puerta de su despacho cerrarse, viendo de reojo como su mujer se acercaba con la mirada posada en el suelo, con un ligero toque de preocupación.— ¿Qué te ocurre, mi amor?

♔ Entre el amor y la guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora