Era una fría y gélida mañana en aquel plácido reino de Edimburgo, cuando un mensajero del reino vecino llegó a palacio cubierto de nieve y a punto de caer enfermo.
—Exijo ver a su señor —susurró este, mirando al guardia que se encontraba aguardando a cualquier peligro justo a la entrada del castillo. El más alto de los dos alzó ambas cejas, esperando una explicación lógica para tal exigencia.— Traigo un comunicado del señor de Newcastle.
El guarda no dijo nada, solo hizo un ademán con el brazo, dejando un buen espacio para que el más menudo de cuerpo pudiese pasar al interior de palacio. El mensajero hizo una pequeña reverencia y comenzó a caminar con el paso rápido y acelerado.
Anduvo con una gran agilidad por los anchos, lujosos y pulcros pasillos, cruzándose con alguna que otra sirvienta que iba de aquí para allá en busca de algún material de limpieza, o simplemente porque se le había olvidado algo en concreto.
Llegó hasta unas grandes puertas de madera dignas de una sala del trono, y que tenía a dos guardas con la misma armadura enfundando su cuerpo delante de esta, protegiendo a los que se encontraban en su interior.
Ambos guardias se miraron con el ceño fruncido, pero al ver el sobre algo mugriento y blanco pero con el sello de la familia real de Gran Bretaña, uno de ellos se adentró en la sala del trono, seguramente anunciando su llegada.
Esperó varios minutos, mirando con pequeñas muecas al guardia de delante, intentando no reírse por la expresión tan seria pero forzada que este tenía en su rostro.
—Pase.
Solo una palabra bastó para que el mensajero de hebras castañas reaccionase y, como acto involuntario, arregló con sus manos y como pudo, sus ropas desaliñadas y poco adecuadas para la ocasión.
—Tampoco tenía mucha variedad de ropas —pensó este justo antes de adentrarse en la enorme sala que, si no llega a ser por su profesión, le hubiese quitado el aliento.—
Una gran alfombra roja se extendía desde las puertas hasta el final de la habitación, justo donde empezaban los tres escalones que separaban el suelo de la tarima alzada en donde se encontraba un gran y lujoso trono dorado y plateado, y con tres sillas repartidas a los lados de este, de seguro para que las ocupasen la reina y los hijos de este.
A los lados, sobre las paredes, había una infinidad de cuadros de retratos, tanto de reyes como de sus familias. Seguramente, serían los antecesores del rey actual.
—Buenos días, su majestad —habló el mensajero, haciendo una reverencia como la que le hizo al primer guarda, pero mucho más exagerada puesto que hablaba con alguien con la más alta posición social.— Me presento como el mensajero del reino vecino, mi señor quiere reunirse con vos para una nueva alianza con una de sus hijas.
El rey, inexpresivo, examinó al mensajero del que desconocía su identidad, mientras que analizaba cada una de las palabras que el de baja estatura había dicho.
—Veo que trae una carta —dijo como si hablase para si mismo el rey, entrecerrando ambos ojos y esperando a que ese trozo de papel fuese para él.— ¿Para mi persona?
—¿Ah? —murmuró desconcertado el mensajero, mirando la carta. Al momento se dio cuenta.— ¡Si, si, perdóneme mi señor! —de esa manera y con las manos temblorosas, acercó el papel al monarca, pero rápidamente un guardia que estaba a los lados de la sala del trono, se lo arrancó de sus manos y él mismo se la acercó.—
Guillermo II leyó la carta con detenimiento, aún si poder creerse las palabras que habían escritas, puesto que nunca había tenido mucha relación con el reino vecino.
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♔ Entre el amor y la guerra
Любовные романыDespués de que el futuro rey se escapase del castillo vestido de pordiosero y, para su suerte, encontrase al amor de su vida sirviendo vino en una de las tabernas del reino de Newcastle, sus vidas cambiarían tanto, que no habría ninguna manera de da...