| ℂapítulo 24

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Árboles, caminos, animales salvajes, algún que otro jinete perdido o simplemente practicando aquel deporte; eso era lo que veía Charlote en aquel carruaje tan lujoso y brillante bajo la luz centelleante del Sol que, poco a poco, dejaba entrar algo de calor dentro de la cabina en donde esta iba sentada.

No se dio cuenta de que había comenzado a llorar de un momento a otro, y que se había convertido en un mar de lágrimas que empapaban sus mejillas y parte de su bien tejido vestido, a la altura de los muslos. Pero, cuando se percató, solo apoyó sus codos sobre las rodillas y escondió su rostro entre sus manos, dejando escapar varios sollozos en alta voz.

—¿Por qué, por qué me tuve que enamorar así?—susurró, sintiendo que, a cada palabra que decía en voz alta, más dolorosa se hacía volver a la realidad.

¿Qué le diría a su padre? 

«Me has decepcionado, hija».

«Que vergüenza, ¿cómo pudiste dejar que te raptaran esos niñatos?»

«No volverás a poner un pie fuera de estas tierras».

Solo con pensar en esa situación, unas inmensas ganas de llorar y de saltar del carruaje hacia el camino lleno de tierra, barro y maleza, le inundaron más todavía.

Aunque, lo más lejos que llegó ese plan fue el colocar su temblorosa mano sobre el manillar de la puerta que la separaba del exterior; pero hasta ahí. 

Sus opciones de vivir aquel amorío con su joven amado se habían quedado donde todo comenzó: en la habitación de palacio de Edimburgo. Sonrió hacia la nada recordando el simple roce que sus blanquecinas manos habían hecho con las magulladas —pero, aún así, para ella eran perfectas— manos de James.

Pero, hubo un detalle en el que, en todo el tiempo que llevaba viajando, no se había percatado, y era que, de un momento a otro, había comenzado a nevar de forma inesperada e impredecible, por lo que los caballos a arduas penas podían seguir con el mismo ritmo que llevaban en otro terreno despejado. 

Charlote iba ya un poco más relajada, sumida en sus pensamientos, cuando el carruaje frenó en seco y una de las ruedas delanteras de madera esmaltada en plata, se atascó con una rama que estaba medio oculta entre la espesa nieve ya cuajada. La susodicha casi se cae hacia el centro de la cabina del carruaje, sino llega a ser por ambas manos que se agarraron por inercia al banco de terciopelo en donde estaba sentada.

Dejó escapar una gran bocanada de aire que, sin saberlo, estaba reteniendo, y alzó su cabeza para intentar encontrar una explicación a tal estruendo que casi le cuesta su dentadura y parte de su rostro. Fijó su mirada a través de la ventana situada en la puerta de salida, y comprobó el por qué de ese golpe: el camino estaba repleto de nieve espesa, y seguía cayendo más y más del nublado cielo.

—¡Mi señora!—Charlote tuvo que moverse hacia atrás puesto que la repentina aparición al otro lado de la ventana del mayordomo que la acompañaba.—¿Os encontráis bien? ¿Estáis herida u os duele algo?

Charlote no dijo nada, solo negó suavemente la cabeza, viendo con cautela como este abría con dificultad la puerta y le tendía su mano para ayudarla a salir.

Esta casi tropieza con sus propios pies al rozar la nieve, pero cuando se acostumbró, un sentimiento de nostalgia y emoción recorrió su cuerpo, puesto que nunca había podido experimentar ni ver ni tocar la nieve, y todo por la simple razón de las escasas nevadas de Newcastle. Allí nunca nevaba, y pocas veces llovía a cántaros, por lo que la nieve, para Charlote, era como una leyenda, un mito que se acababa de hacer realidad frente a sus ojos.

♔ Entre el amor y la guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora